Un año sin Michael Robinson

El periodista Gonzalo Cabeza tuvo el placer de admirar y compartir tiempo a los dos lados de la pantalla con Michael Robinson. Como tantos otros compañeros de profesión recuerda el importante legado que Robin dejó en varias generaciones de amantes del fútbol.

MICHAEL

por Gonzalo Cabeza

Ilustración Denís Galocha

En aquella última entrevista juntos, Michael Robinson mintió al menos una vez. “¿Quién soy yo, un prepotente inglés, para contaros a vosotros el Mundial que ganasteis?”. Yo ya sabía que no tenía nada de prepotente y que inglés sí, pero solo a medias. También que si había que contar una historia era imposible encontrar uno mejor que él. Sobre comunicar se ha teorizado mucho pero a veces la realidad concede ejemplos mucho más sencillos. Michael Robinson conseguía la atención de quien tuviera delante, sin importar que fuese una persona, un auditorio o toda la audiencia de la televisión. Sus anécdotas siempre te sacaban una sonrisa aunque las hubieses escuchado muchas veces antes. El secreto siempre fue el modo de contarlas. Lo de las anécdotas era una marca personal y tenía suficientes para escribir un libro. De hecho a mediados de los noventa escribió unas memorias muy inusuales.

El secreto siempre fue el modo de contarlas. Lo de las anécdotas era una marca personal y tenía suficientes para escribir un libro. De hecho a mediados de los noventa escribió unas memorias muy inusuales.

Por escrito todas aquellos relatos no perdían un ápice de gracia. Varios de los fragmentos podrían tener cabida en ‘Sin noticias de Gurb’, aquel libro de Eduardo Mendoza en el que un extraterrestre llega a Barcelona y todo lo que ve le asombra y lo cuenta con humor. Claro que igual solo era que Robin contaba cosas como que perdió el trofeo de la Champions en un ‘duty free’ de Roma. O aquella historia de una religiosidad sobrevenida un día en el Camp Nou por consejo de Lineker cuando pasaba una mala racha goleadora. O la de la peregrinación a San Javier. O la de la catedral de Murcia. Y muchas otras, las más, sin iglesias de por medio. Relatos, en definitiva, que no pasan al común de los humanos. La mayor parte de jugadores que terminan con un micrófono en las manos lo hacen por accidente, pero no era el caso de Robinson. Cuando aún daba cabezazos al balón en el Liverpool o en el QPR ya tenía claro que ese sería su siguiente oficio. Lo que no tenía en mente era lo de ponerse delante la cámara, pero ahí hubo gente sabia -y un poco kamikaze, para qué engañarnos- que pensó que era una buena idea que ese tipo tan inteligente y con un castellano tan… inconsistente, se convirtiese en la voz del fútbol. Antes de eso, y esto es poco conocido, se inventó ‘Transworld Sport’, un programa polideportivo con el que muchos aprendimos que había deporte más allá del fútbol y el baloncesto.

Era brillante y un prólogo a lo que sería su vida de exfutbolista, él sabía procesar historias y hacer programas de televisión. Llegaron más tarde ‘El día después’ o ‘Informe Robinson’, sus hijos audiovisuales a los que cuidaba con delicadeza y que eran televisión en su mejor versión. Con el tiempo se quedó la idea de que Michael solo hablaba castellano a medias, pero nada más lejos de la realidad. El acento nunca se le marchó, porque perderlo no estaba en los planes, pero su dominio del español era envidiable. Le ilusionaba conocer palabras nuevas e incluso a veces se permitía vacilar a algún compañero en antena con alguna palabra que, en boca del guiri, no parecía posible. Es, además, el último en decir “balompié” sin hablar del Betis o el Albacete. En él no era un arcaísmo. Y no son tantos los que saben que “coruscante” en castellano significa que tiene brillo. Además de un perfecto castellano y su inglés nativo, conocía como nadie el idioma de la imagen y cuando hablaba de eso lo hacía con la precisión del que sabe lo que dice. Decía que en ‘Informe Robinson’ tenía más realizadores que redactores porque necesitaba que las palabras acompañasen a la imagen y no al revés. Es difícil encontrar un documentalista mejor que Michael aunque esa fuese solo su enésima peripecia, el penúltimo giro. Él, artista, consiguió que sus obras se pareciesen al autor, algo bien difícil en televisión.

Decía que en ‘Informe Robinson’ tenía más realizadores que redactores porque necesitaba que las palabras acompañasen a la imagen y no al revés

‘El día después’ tenía una mirada fresca, un humor sano y ni una pizca de cinismo. ‘Informe Robinson’ era bondadoso y amable, una mirada elegante y educada en un entorno en el que el grito y la estridencia reinaba. Todos querían hacer ese programa, pero solo Michael y sus jefes se atrevieron. Es su hijo más perfecto y un reflejo de su manera de entender la vida. Para Michael, el bien era más importante que el mal y esto puede sonar ingenuo, pero en él no lo era. Creía en su equipo, en su entorno y también en que las historias del deporte eran una buena excusa para recordarnos que la bondad humana existe aunque pocos reparamos en ella en el día a día. Es muy fácil crispar y vivir enfadado, Michael te obligaba a recordar que es una pérdida de tiempo y energía solo fijarte en lo malo porque hay muchísimas más cosas por las que sentirse orgulloso y feliz. Robin era un filósofo que no filosofaba. Le importaba la moral y despreciaba algunas de las cosas en las que se ha convertido el fútbol pero no aleccionaba. No intentaba imponer sus ideas pero las ideas estaban ahí: el esfuerzo, el compañerismo, la alegría, la sencillez.

Es muy fácil crispar y vivir enfadado, Michael te obligaba a recordar que es una pérdida de tiempo y energía solo fijarte en lo malo porque hay muchísimas más cosas por las que sentirse orgulloso y feliz

Sustituyó a Valdano en ‘El día después’ y aunque los modos sean muy diferentes, los dos son gérmenes de esa manera de entender el fútbol que, por cierto, comparte esta revista. El fútbol solo es fútbol si así quieres que lo sea, pero si miras un poco más es muchísimo más que eso. Quizá no es tan raro que sea así para un argentino y un inglés, dos lugares en los que el deporte se confunde con el rito. Bueno inglés, como he dicho al principio, solo a medias. A Michael le gustaba España, es obvio, y la disfrutaba como cualquier nativo, pero su procedencia le ayudó a entenderla. Y, como Robin es Robin, a contarla como nadie. “Un español disfruta de la vida e intenta ser feliz y convivir con gente que tiene ese afán es muy placentero. Los españoles me han enseñado mucho, España me ha hecho mejor padre, mejor marido, mejor persona…”, me dijo en aquella última entrevista. Sin ningún patrioterismo, las banderas no eran lo suyo, era un inglés que jugaba con Irlanda, pero feliz.

 “Un español disfruta de la vida e intenta ser feliz y convivir con gente que tiene ese afán es muy placentero. Los españoles me han enseñado mucho, España me ha hecho mejor padre, mejor marido, mejor persona…”

Estaba agradecido a la vida, y a su contexto y hablaba en primera persona de Cádiz, de Pamplona o de Madrid. En todos los textos sobre él se recuerda su sonrisa, algo que tiene poco mérito porque este género consiste recordar ese tipo de cosas felices. Lo que sí que tiene mérito, sin embargo, es que en todas las fotografías salga sonriente. Porque nadie es capaz de imaginar a Robin de otra manera, con una sonrisa de gato iluminando la escena. De gato, sí, que por algo le llamaban así en Liverpool. Y, por descontado, cuando le dio por contar cómo ganamos aquel Mundial lo hizo como nadie más podía haberlo hecho. Porque si hubiese nacido en el siglo XII hubiese sido juglar, en el XIX el maestro de la novela por fascículos y en el XXI lo suyo era hacer la mejor televisión imaginable. No deja de ser todo un poco lo mismo. •