David Álvarez.- A finales de octubre de 1937, con las tropas de Franco tomando poco a poco Asturias, Isidro Lángara cruzó por primera vez el Atlántico. Iba a México, de cuya estación salió a hombros nada más detenerse el tren. Lo contó al día siguiente el diario ‘La Afición’: “En cuanto Isidro Lángara puso un pie en tierra, la brecha se cerró y el entusiasmo de los fans hecho remolino, lo elevó a lo alto y así avanzó hasta las puertas de la estación, arrollando a su paso señoras, niños, hombres y hasta policías. Y todo esto con acompañamiento de gritos de entusiasmo: ¡Lángara! ¡Arriba Lángara! ¡Viva Lángara!”. Sacaron en volandas a una leyenda de oídas. Salvo quizá en alguna fotografía -muy rara-, en América nadie había visto al futbolista vasco siquiera tocar un balón. Pero durante semanas la prensa había extendido los relatos de un goleador fugitivo a la cabeza de un equipo errante. Probablemente el mejor rematador del mundo.
Para entonces, ya era inevitable la veta que la guerra civil española había introducido en el retrato de un futbolista de una contundencia asombrosa. Ya nunca escaparía a ese halo de tipo en fuga que había quedado adosado a lo apabullante de sus goles. Basta un repaso al vuelo. Desde la sublevación de Franco, a Lángara lo tuvieron preso acusado de formar parte del bando rebelde; lo liberaron los republicanos vascos, le dieron por fusilado con otras 200 personas en Ochandiano por derechista, y pocos días después de muerto voló a Francia con un equipo fundado para la propaganda del Gobierno vasco. Mientras subían al avión que los dejó al otro lado de la frontera, en Hendaya, sonaban de fondo las bombas en los alrededores de Bilbao.
ENTRE LOS MEJORES
Sin embargo, antes de que se le cruzara la guerra, ya acumulaba leyenda suficiente como mejor delantero centro de la época. Después del Mundial de Mussolini, en 1934, se le rindió incluso la prensa italiana. ‘Il Tifone’ lo escogió como mejor delantero en el once ideal del campeonato, con Zamora, Monzeglio, Quincoces, Ferrari, Smistick, Lecue, Lafuente, Meazza, Nejedly y Orsi.
Nacido en Pasajes el 15 de mayo de 1912, y fallecido en Andoain el 20 de agosto de 1992, fue un goleador puro, incómodo con la retórica del pase y la gambeta. Medio recuerdo medio invención, quienes lo vieron jugar rememoran disparos suyos que rompieron redes y reventaron largueros. Por referencias así, en 1930 se interesó en su contratación el Athletic de Madrid. Urquijo, el presidente, envió a Romo a Tolosa con el encargo de traérselo de vuelta. Romo, exentrenador de los madrileños, llegó un día de partido y al terminar el encuentro se fue a los del Tolosa. “A ver, el delantero centro”. Así fue cómo, por 20.000 pesetas, llegó José María Arteche al Athletic de Madrid, donde apenas jugó. Según relato del historiador Bernardo Salazar, el día del fichaje, Lángara había ocupado plaza de interior izquierda. Por entonces, las camisetas aún no llevaban número.
FICHAJE POR EL OVIEDO
De tal forma que semanas después, a finales de 1930 seguía buscando un sitio al que saltar desde el Tolosa, en Tercera. Por entonces, Antonio Subijana, hijo del propietario de la Algodonera Fabril en la que trabajaba Lángara, de visita comercial en Oviedo, se lo ofreció a uno de sus mejores clientes, Luis Botas, directivo del club azul. “Tenga en cuenta, don Luis, que no hay portero que lo resista. Como los postes no estén bien seguros, se los lleva por delante”, le dijo. El Tolosa cobró 3.000 pesetas. Lángara se llevó 4.000, que entregó a su madre (viuda y convencida de la inutilidad del fútbol), y un contrato para toda la vida con 500 pesetas de sueldo mensual.
Dos días después se montó en el tren. Desde la estación, con boina, gabardina y traje de entretiempo, se fue a entrenar. Después del primer tiro, Óscar, el portero, se revisó las manos, pensando que el dolor le venía de una mala postura. A los 18 años, eso es lo que Lángara entendía del juego. Para él existían dos posibilidades cuando se veía con el balón: tirar o echarlo a la banda a un extremo esperando que se lo devolviera para rematar en el área. En el campo le notaba la gente cierta desorientación de primerizo. “Era un desastre”, recuerda con sus más de 90 años Santos Muñoz. Salvo cuando le llegaba la pelota.
La grada ovetense apenas tuvo que esperar para comprobarlo. Se estrenó con el Real Oviedo el 7 de diciembre de 1930, sólo una semana después de su último partido con el Tolosa. Aquel día, primera jornada del campeonato nacional, visitaba el viejo campo de Teatinos precisamente el Athletic de Madrid, recién descendido a Segunda. En un campo en el que sólo sobresalían algunos brotes de hierba entre los charcos y el barro, Lángara marcó dos goles. Acabaron 4-1.
Eso es lo que hacía. Da igual por dónde entre uno en la hemeroteca: termina tropezándose con un gol suyo. Remates después de carreras a campo abierto. Cabezazos como patadas. Pases atrás remachados. Penaltis. Faltas directas. Un prolijo catálogo de maneras de evitar el regate, medio siglo antes de que Hugo Sánchez apareciera sobre el césped. Las crónicas deportivas esparcieron la fama, pero no alcanzaban a contar toda la amenaza. El 28 de febrero de 1932, el Oviedo, que con el cambio a la República había perdido su condición de Real, tenía enfrente en el campo al Sevilla, cuya portería defendía Eizaguirre, una especie de segundo de Ricardo Zamora, ‘El Divino’, la primera gran figura global de la historia del fútbol. Al día siguiente, ‘ABC’ contaba: “A unos treinta metros de la portería Lángara chuta tan fuerte, tan rápido, que Eizaguirre, en el suelo primero, luego en pie, estuvo un buen rato haciendo aspavientos de asombro”.
ABC contaba: «A unos treinta metros de la portería Lángara chuta tan fuerte, tan rápido, que Eizaguirre, en el suelo primero, luego en pie, estuvo un buen rato haciendo aspavientos de asombro».
Unas semanas más tarde, el seleccionador nacional, José María Mateos, decidió ir a ver un partido de Segunda División. El Oviedo recibía al Sporting de Gijón en el último derbi que iba a jugarse en el campo de Teatinos, a punto de desaparecer. Mateos estuvo allí para “observar el juego de Lángara, posible internacional”. La visita lo perturbó como no lo hacían los porteros. “La presencia de Mateos imprimió tal nerviosismo a Lángara que este jugador estuvo desconocido”, se lee en la crónica de ‘ABC’.
Las selecciones disputaban entonces muchos menos partidos que ahora. Sólo se había jugado un Mundial, dos años antes en Uruguay, al que no había acudido España. No existía la Eurocopa, ni las eternas fases previas que inventaron luego. Así que la perspectiva de un amistoso contra Yugoslavia unas semanas después parecía una oportunidad única, tan lejos como aún se encontraba de la cumbre, atascado allí en Segunda. Además, se jugaría en Oviedo, para inaugurar el nuevo campo, el Stadium de Buenavista.
Los días previos al encuentro, fijado para el 25 de abril, fueron de nervios, y no sólo para los futbolistas que, como Lángara, sabían que rondaban el equipo. Mateos contó a ‘La Vanguardia’ que había “soñado muchas veces con los conjuntos y que ha soportado muchas pesadillas viendo desfilar jugadores”. Finalmente, llamó a Lángara, algo también esperable por una razón de costumbre: solía incluirse al menos un jugador del equipo en cuyo estadio jugaba la selección.
A Lángara la ocasión le puso en un estado de gran nerviosismo. Lo recordó toda la vida como la única vez que le sucedió en su carrera. A Oviedo llegaron para el partido trenes y coches cargados de gente de todo el país. El campo, el primero en España con una cubierta de la tribuna principal volada, más de cien metros sin columnas que interrumpieran la vista, tenía oficialmente capacidad para 18.000 espectadores. Algunos calculan que el partido lo vieron 25.000. En lugar de las 80.000 pesetas que se esperaban, se recaudaron 120.000. “El público -contó ABC- se metió por todos los rincones, se subió a todos los desmontes e hizo incapaz el campo”, que por otra parte, después de horas de lluvia, presentaba un barrizal como teatro de operaciones. “Un charco”, según Cilaurren, centrocampista español.
A Lángara la ocasión le puso en un estado de gran nerviosismo. Lo recordó toda la vida como la única vez que le sucedió en su carrera.
Bajo aquella lluvia, en el minuto 20, el portero yugoslavo, Spasic, despejó el balón, Lángara llegó arrollando y lo empujó a la red. Las crónicas aseguran que lo hizo con la cabeza. Él contaba muchos años más tarde que nunca supo bien cómo había sido, aunque creía que con el hombro. Fue el 1-0 de un partido que acabó 2-1. Al final, Zamora se acercó a felicitar al debutante, pese al enorme enfado que tenía por la lesión que obligó a que lo sustituyera Blasco, y cuya causa explicaba así: “Pues la sencillísima de haberme encontrado solo; de haber entrado el delantero yugoeslavo [sic] como quiso a la pelota, que se venía encima de mi puerta, y como me tiré a blocarla, él metió el pie fuertemente y se encontró con mi dedo”. Era el anular de la derecha, la que estrechó a Lángara para franquearle la entrada de esa especie de mundo superior en el que reinaba, tan lejos de la Segunda. Esa temporada, su segunda en Oviedo, tampoco lograron subir. Por dos puntos.
Para el ascenso faltaba aún un curso completo durante el cual la gente acudía a los campos a ver al Oviedo como quien pretende comprobar una aparición mariana. “Lángara es un gran delantero centro. Mejor de lo que la Prensa nos decía”, resumía en diciembre de 1932 el semanario coruñés ‘Hércules’.
MUNDIAL DE ITALIA
"Se pueden amontonar pasajes de asombro hasta llegar a aquella estación de México de la que salió a hombros. Camino de eso, en febrero de 1933 visitó al Sporting de Gijón en El Molinón. Esa tarde, según contó ABC, “Lángara, avanzando solo, empalmó desde medio campo un tiro formidable que Sión, a pesar de la distancia, no pudo detener”. El Oviedo ganó 2-3. La temporada acabó con el equipo en Primera, el Mundial de Italia en el horizonte del verano siguiente y Lángara de nuevo en los rumores de regresar a la selección, a la que no había vuelto desde el partido contra Yugoslavia. Las tertulias se dividían entre él y Julio Antonio Elícegui, del Athletic de Madrid. El asunto se zanjó al estilo del Oeste".
En septiembre de 1933, antes de comenzar la liga de Primera, se convocó en Oviedo al Athletic de Madrid para celebrar las fiestas locales de San Mateo. Los duelistas fueron los únicos goleadores de una tarde con efectos demoledores: Lángara, 7 - Elícegui, 1. El nuevo seleccionador, García Salazar, escogió al oviedista para los dos partidos de clasificación para el Mundial que debían jugar contra Portugal.
La ida, en un Chamartín abarrotado con 80.000 espectadores, supuso una especie de consagración explosiva del delantero, que marcó cinco goles del 9-0 final. Se había pactado que la suma de tantos no tendría peso en la resolución de la eliminatoria, por lo que la selección viajó la semana siguiente a Lisboa con la obligación de no perder. Se adelantaron los portugueses, pero Lángara marcó otros dos y puso rumbo al primer Mundial de España, ausente en 1930.
Sus días en Primera construyen una sucesión de registros que saturaría los procesadores del Mister Chip de la época. La temporada de su estreno, la 1933-34, ya la terminó como máximo goleador: 26 tantos en 18 partidos. También la 1934-35 (27 en 22 partidos), y la 1935-36 (28 en 21). Aún hoy mantiene la mejor media goleadora de la historia de la Liga española (1,16 goles por partido, teniendo en cuenta la temporada y media que jugó en España diez años más tarde). También sigue siendo el único que ha conseguido tres hat tricks en sendas jornadas consecutivas, cuando aquello ni siquiera se llamaba hat trick. Eran las tardes de la delantera eléctrica del Oviedo, que completaban Casuco, Gallart, Herrerita y Emilín. Sin ellos, con la selección española, con la que jugó por última vez en mayo de 1936, también conserva todavía la mejor media goleadora: 17 goles en 12 partidos (1,42).
Después de esas tres temporadas en Primera, ya se sabe, la guerra civil. No era la primera vez que la historia se le cruzaba en el camino, en particular la de los fascismos del siglo XX, por los que atravesó como un Forrest Gump español. En los cuartos de final del Mundial de Italia, después de eliminar a Brasil por 3-1 (dos de Lángara), España se vio en el Berta de Florencia con los anfitriones, brazo derecho en alto. En el palco, Benito Mussolini vigilaba el cumplimiento de un encargo que, según se cuenta, encomendó a Giorgio Vaccaro, presidente de la Federación Italiana de Fútbol.
- No sé cómo hará, pero Italia debe ganar este campeonato.
- Haremos todo lo posible.
- No me ha comprendido bien, general. Italia debe ganar este Mundial. Es una orden.
Se adelantó España a la media hora con un gol de Luis Regueiro a pase de Lángara, una jugada de pizarra en una falta. El empate lo consiguió Ferrari en el 44 mientras varios jugadores italianos rodeaban a Zamora y Schiavio lo sujetaba. El árbitro, Baert, habló con el juez de línea y concedió el gol. El partido terminó 1-1 después de una prórroga y siete jugadores españoles lesionados. El desempate sería al día siguiente. Con esas siete bajas, Italia ganó 1-0 después de que el juez de esa tarde, el suizo Mercet, anulara a España dos goles legales. Cuatro españoles terminaron tocados. Cada futbolista italiano recibió de Mussolini 200.000 liras. Baert y Mercet fueron expulsados de la FIFA. Italia, por supuesto, ganó el Mundial.
Cada futbolista italiano recibió de Mussolini 200.000 liras. Baert y Mercet fueron expulsados de la FIFA. Italia, por supuesto, ganó el Mundial.
Un año más tarde, Lángara volvió a encontrarse con un equipo que los recibió formando un pasillo brazo derecho en alto. Los futbolistas y los alrededor de 80.000 espectadores del estadio de Colonia, rodeado de banderolas nazis. Las imágenes que se conservan muestran la intensidad de la escenografía totalitaria, su abrasadora fuerza. En ellas también se ve a los jugadores españoles con los brazos caídos, pegados al cuerpo, la cabeza gacha. Tres años después, en una visita a Berlín los ingleses sí hicieron el saludo nazi antes de jugar contra una Alemania nutrida de jugadores de la Austria recién anexionada. La quietud de los españoles fue una conmovedora muestra de dignidad silenciosa rematada con una victoria por 1-2. Aunque eso ya no se ve en las imágenes. No se conservan tomas de los dos goles de Lángara (ni del alemán) en aquel volcán en el que se calentaba la erupción nazi.
Cuando le llegó a Franco el turno de cruzarse en su camino, Lángara hizo lo mismo que en los anteriores encontronazos; en realidad era lo único que sabía hacer. El gol como refugio. De tal forma que, sin mayor interés por ninguno de los bandos se agarró a la posibilidad de volar a Francia a jugar unos cuantos partidos con un grupo de jugadores vascos, muchos de ellos compañeros en la selección española. Una operación de propaganda. Para cuando se montó en el avión que los iba a sacar de Bilbao, ya había estado preso, ya habían fingido que iban a ejecutarlo, ya lo habían liberado el PNV y el árbitro Iturralde (abuelo del Iturralde que acaba de retirarse en España), que lo mantuvo semanas oculto en un bar de una familiar al lado de la plaza de toros de Bilbao. Cuando Gall, el francés que pilotaba el aparato, les dijo que las tropas franquistas tenían las vías aéreas bloqueadas, para Lángara y sus compañeros de escapada era el fútbol al otro lado de la frontera o las bombas que cercaban Bilbao.
«¿Cómo juego?, preguntó a Zubieta en su primer partido en Argentina. “Haz lo que sabes”, le dijo. Metió cuatro goles».
Después también lo pareció. El equipo maravilló a Europa, pero el disfrute de sus frecuentes victorias sucedía entreverado de las noticias del espanto que habían dejado atrás. En el primer partido ganaron 0-3 (los tres de Lángara) al Racing de París en el Parque de los Príncipes. Al día siguiente ambos equipos compartieron mesa, champán y brindis en una comida íntima después de la cual se enteraron del bombardeo de Guernica. Era el 26 de abril de 1937, el principio de una vida en fuga durante la que tenían que seguir ganando para que, como espectáculo rentable, los siguieran contratando. Para sufragar la escapada. Jugaban para salvarse. Pasaron por Checoslovaquia, Polonia, Unión Soviética (entonces cayó Bilbao), Noruega y Dinamarca. Mientras se salvaba, Lángara esparcía un reguero de goles y provocaba que en Moscú los rivales detuvieran el juego para que el árbitro le examinara las botas.
Los bolos terminaron acabándose y el equipo regresó a Francia a esperar en Barbizon, junto a los bosques de Fontainebleau. “Éramos como una compañía de artistas sometida al mejor postor”, recordaba Zubieta. “Los judíos errantes vascos”, los bautizó ‘La Voz de Galicia’. Mientras aguardaban nuevos contratos en Europa, recibían emisarios franquistas para convencerles de que regresaran. Lo hicieron Roberto, Gorostiza y un masajista, Birichinaga. El resto decidió subirse en Le Havre al trasatlántico Ille de France y cruzar el océano rumbo a México. Pasaron antes brevemente por Nueva York, La Habana y Veracruz, desde donde tomaron el tren que esperaba en Ciudad de México la multitud que casi no permitió pisar el andén a Lángara.
Jugaron en México, jugaron en Cuba, pero al llegar a Argentina les alcanzó la mano de Franco. Cuando la FIFA les prohibió disputar los encuentros que tenían previstos, empezaron a asistir como público a los estadios, que los aclamaban: entonces pasó a ser una especie de gira de saludos desde el centro del campo en los descansos. Después de unas cuantas apariciones, eso también lo prohibió la FIFA, así que regresaron a México, donde sus partidos habían sido elevados a la categoría de espectáculo circense.
La llegada a Jalisco la anunciaba así el 1 de noviembre de 1938 el periódico ‘El Informador’: “HOY A LAS 4.30 P.M. ¡POR FIN! Presentación del formidable equipo español Selección vasca”. El número especial de la compañía se destacaba hacia el final del anuncio; “Admire Ud. al mejor portero del mundo, URQUIAGA, parándole al mejor chuteador del mundo: LÁNGARA”.
Se acercaba el final de la escapada. Los vascos se apuntaron al campeonato mexicano, quedaron segundos y al acabar cada uno tomó su camino. Después de mucha disputa con la FIFA (inducida por Franco), Lángara consiguió seguir los pasos de Zubieta y fichó por San Lorenzo de Almagro. Los entrenamientos que se encontró allí, repletos de gambetas, le supusieron un intenso choque cultural. El disloque futbolístico que le provocaba aquel baile lo solucionó él sentándose sobre un balón a esperar el primer partido. Antes de empezar le asaltaron las dudas y consultó a Zubieta, que ya llevaba allí algún tiempo. “¿Cómo juego?”. “Haz lo que sabes”, le dijo.
El 21 de mayo de 1939, dos días después del desfile de la victoria de Franco en Madrid, San Lorenzo recibió a River Plate en el Gasómetro. Antes del descanso, Lángara le había marcado cuatro goles a Besuzzo
El 21 de mayo de 1939, dos días después del desfile de la victoria de Franco en Madrid, San Lorenzo recibió a River Plate en el Gasómetro. Antes del descanso, Lángara le había marcado cuatro goles a Besuzzo.
Mientras en Europa se desplegaba la Segunda Guerra Mundial, él siguió acumulando marcas en América. Fue máximo goleador en Argentina en 1940 y después dos veces en México, en el Real Club España, con el que ganó una Liga y una Copa. Otro hito: fue el primer jugador de la historia en ser pichichi en tres países, décadas antes que Di Stéfano y Romario.
En México jugó hasta 1946, cuando emprendió la vuelta a España para reincorporarse al Oviedo. El día de su partida, a punto de cerrar ese viaje de casi diez años, habló con un reportero en el aeropuerto, y le dejó un resumen que parece un epitafio: “Procuré siempre no entregarme a la manera de jugar americana, donde, como usted sabe, se abusa del regate y de la filigrana. Sin embargo acaso no haya podido evitar el defecto de retener la pelota más de lo debido”.