Marta San Miguel.- Una vez, buscando cangrejos en las rocas cuando había bajado la marea, me corté con una lapa en la planta del pie derecho. Lo peor no fue ver cómo la sangre manchaba el agua y las anémonas, ni el asco o la impresión de la propia vulnerabilidad, lo peor fue que estuve todo el verano padeciendo esa herida con forma de medialuna atravesándome el puente.
Cuando vives en la costa, existe una certeza con la que tienes que lidiar: si te haces una herida en tierra, se te cura en el mar, pero como te hagas una herida en el mar, se te abrirá cada vez que te metas al agua. Así que aquel verano me lo pasé echando pachangas por la playa con un pie de puntillas, pero también aceptando al fin que era diestra cerrada; si hubiera sido al revés, es decir, si hubiera sido zurda, habría sido incapaz de chutar con el pie de apoyo rajado. Porque la arena, en la carne abierta, ya saben lo que provoca.
SARDINERO» Imagen del fotorelato. Foto. Andreu Esteban
Me pregunto cómo se curan las heridas cuando te haces mayor; no las heridas que sangran sino las otras, las que te hacen caminar algunos días con la frente gacha, las que te impiden dormir del tirón o sonreír hasta el final de la mandíbula cuando estás en los bares; me pregunto si el mar tendrá ese mismo efecto. Entonces veo en el suelo de la playa del Sardinero los restos de un partido y empiezo a comprender.
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