Marta San Miguel.- Una vez, buscando cangrejos en las rocas cuando había bajado la marea, me corté con una lapa en la planta del pie derecho. Lo peor no fue ver cómo la sangre manchaba el agua y las anémonas, ni el asco o la impresión de la propia vulnerabilidad, lo peor fue que estuve todo el verano padeciendo esa herida con forma de medialuna atravesándome el puente.
Cuando vives en la costa, existe una certeza con la que tienes que lidiar: si te haces una herida en tierra, se te cura en el mar, pero como te hagas una herida en el mar, se te abrirá cada vez que te metas al agua. Así que aquel verano me lo pasé echando pachangas por la playa con un pie de puntillas, pero también aceptando al fin que era diestra cerrada; si hubiera sido al revés, es decir, si hubiera sido zurda, habría sido incapaz de chutar con el pie de apoyo rajado. Porque la arena, en la carne abierta, ya saben lo que provoca.
SARDINERO» Imagen del fotorelato. Foto. Andreu Esteban
Me pregunto cómo se curan las heridas cuando te haces mayor; no las heridas que sangran sino las otras, las que te hacen caminar algunos días con la frente gacha, las que te impiden dormir del tirón o sonreír hasta el final de la mandíbula cuando estás en los bares; me pregunto si el mar tendrá ese mismo efecto. Entonces veo en el suelo de la playa del Sardinero los restos de un partido y empiezo a comprender.
Es otra certeza si vives en la costa: los que paseamos como si buscáramos en la orilla del mar las huellas que dejamos de pequeños, sólo podemos admirar cómo los jugadores de fútbol playa siguen dejando las suyas
Es otra certeza si vives en la costa: los que paseamos como si buscáramos en la orilla del mar las huellas que dejamos de pequeños, sólo podemos admirar cómo los jugadores de fútbol playa siguen dejando las suyas..
Un domingo salí de casa a una hora intempestiva para ser domingo, y allí estaban, bajo un cielo gris que aplastaba el mar, dos equipos jugando un partido. Me asomé a la barandilla de Piquío y aguanté el frío, aguanté el tedio de las jugadas, el anonimato de sus dorsales, la lentitud con que sucede el fútbol sobre la arena. Busqué zurdos, busqué diestros, imaginé el porqué de su forma de chutar, si tendrían algún tajo en el puente o ampollas de usar zapatos con cordones entre semana; imaginé la silla de oficina por el modo en que sacaba alguno de córner, si trabajaban de pie o sentados. Empezaron a caer gotas gruesas como caracolas, mientras varios rayos de sol atravesaban las nubes hasta clavarse en el agua. En cualquier momento aparecería un arco iris, pero no quité la vista del partido para buscarlo: si el sonido de las palas es la banda sonora de las playas de Santander, el fútbol le da un metraje de película con el faro, La Magdalena y los barcos de fondo.
ATARDECER» La playa brillando al ocaso del día. Foto. Andreu Esteban.
Cuando acabó el partido, en cuestión de minutos retiraron las porterías, los banderines y desapareció el estadio. La playa se quedó desierta, pero me quedó la sensación de que la arena, en su condición de puente entre la tierra y el mar, es también un paréntesis donde las heridas ni se curan ni duelen.
Luego llegaron los meses sin ‘r’ y con ellos la luz y los torneos de fútbol playa para los críos. Mi hijo ha jugado esta semana. Sus partidos son por la tarde, con la puesta de sol dibujando la red de la portería como una telaraña en la arena. Juega con su equipo, el mismo con el que recorre campos regionales de hierba artificial con vestuarios y cafeterías donde hay bocadillos recién hechos. En la playa, sin embargo, dice que juega mejor, porque mejor quiere decir que, cuando terminan, en vez de ponerse bajo una ducha colectiva en chanclas, se mete con sus amigos en el mar. Los veo chapotear y saltar las olas, hacerse aguadillas y chillar espléndidos aunque hayan perdido, y me pregunto cómo harán los veteranos a las ocho de la mañana, esos días de vendaval y tormenta, para transmitir sin necesidad de bañarse lo mismo que transmiten mi hijo y sus amigos.
En el campeonato de Fútbol Playero de Veteranos hay ex futbolistas de Primera, otros vienen de Regional o de Tercera, los hay simplemente aficionados: da igual, ellos se citan para jugar cuando el mar se repliega cada dos semanas con las mareas vivas y ofrece durante unas horas su fondo marino como un campo recién segado. Porque en Santander se juega al fútbol playa cuando el mar hace un paréntesis. Solo en la arena húmeda de las bajamares pueden pintar los campos, montar porterías, clavar los banderines de córner y marcar las líneas del área hasta que emerge al fin el estadio. Y entonces sí, ahí arriba, empieza el partido, lejos de las rocas donde sigue habiendo cangrejos. •