'Autógrafos, selfies y Karma', por Guille Galván

Bastante pudor genera pedirlo y también firmarlo como para que con el tiempo se conviertan en objetos de compra venta. Vender un autógrafo dedicado o un disco firmado es de un gusto regular, analiza el guitarrista y compositor de Vetusta Morla. 

Guille Galván.- Mi primer autógrafo me lo firmó Julián Gorospe cuando tenía 7 años. Yo buscaba el de Perico pero el sufrido gregario de Reynolds fue lo más parecido al segoviano que se dejó ver por una carrera regional que hacía meta en mi barrio. Poco después conseguí los de Sabonis y Homicius, las perlas del baloncesto soviético que ficharon por el Forum de Valladolid y que, no sé cómo, acabé viendo en un torneo amistoso de principios de los noventa. Aún tengo aquellos papeles firmados, en una de esas cajas de zapatos donde guardas los tesoros dignos de ser preservados en el tiempo, los que chuperreteas como una piruleta en los momentos íntimos y que, de vez en cuando, sacas con las visitas a modo de cubertería de plata. 

En casa no éramos de ir al estadio ni a los entrenamientos de los equipos grandes, así que las rúbricas futboleras se hicieron de rogar más. Me estrené, curiosamente, con Amancio, a quien asalté en una tienda de deportes local. Imagino que al gallego le sorprendió el abordaje de un chavalín, generacionalmente tan alejado de su momento de gloria. Yo apenas tenía 11 o 12 pero su cara me sonaba por una sección de leyendas de algún álbum de cromos, probablemente de la Euro 88 o de Italia 90. Mientras me firmaba un cuadernillo que llevaba encima, orgulloso, sobre el mostrador, le dije con toda franqueza que, en realidad, no era para mí sino para enseñárselo a mi padre o mi abuelo, a quienes se lo mostraría como la perdiz que un perdiguero lleva a su dueño. Amaro no dijo nada, pero noté cierta decepción, como si el pecho se le deshinchara de un plumazo.

Mientras me firmaba un cuadernillo que llevaba encima, orgulloso, sobre el mostrador, le dije con toda franqueza que, en realidad, no era para mí sino para enseñárselo a mi padre o mi abuelo, a quienes se lo mostraría como la perdiz que un perdiguero lleva a su dueño. Amaro no dijo nada, pero noté cierta decepción, como si el pecho se le deshinchara de un plumazo 

La vida me ha llevado no solo a pedir sino también a firmar algún autógrafo de vez en cuando y poder ser testigo del momento fan desde ambos lados. El karma me devolvió una escena similar a la que tuve de niño con el exdelantero del Madrid hace algún verano en una playa cántabra. Paseaba con mi pareja por el borde del mar, en el típico reconocimiento litoral que haces el primer día de vacaciones. Esa mañana en la decides sacarte la camiseta, aun siendo consciente de tu cuestionable forma física y peor pantone corporal. Tras unos minutos caminando por la arena, notamos que alguien nos seguía de cerca, tratando de disimular por detrás con la mala suerte de no poder camuflarse en un espacio tan abierto. Por el rabillo del ojo percibí que se trataba de una chica joven, de no más de 20, y también otra persona a la que no lograba catalogar sin darme la vuelta. En esos momentos rubor y ego sufren una erección paralela. Pudor por ser reconocido, pero también arrogancia de sentirse valorado. Cuando por fin se atrevió a sobrepasarnos, la muchacha era un manojo de nervios. Con cortesía y excitación a partes iguales me preguntó si era o no Guille, si tal si cual, le dije que sí, con esa sonrisilla forzada que trata de abreviar los preliminares de lo inevitable. Cuando ya estaba a punto de agarrar su hombro para darle un par de besos y acceder al selfie de rigor, me dijo que en realidad, la admiradora no era ella sino su madre, que estaba detrás, quien quería la foto conmigo. Yo, que había firmado discos, entradas, libros, todo tipo de prendas de ropa, que había escrito frases a mano que luego habían sido tatuadas en la piel, había llegado a ese momento en el que los chavales te piden que le dediques algo a sus padres. Todo un bofetón de realidad, a mano abierta.    

El cambio de ciclo es inevitable, en lo generacional pero también en lo tecnológico. Supongo que los selfies no dejan de ser una prueba de fuego, el acta del aquí y ahora con un ídolo que luego exponemos en la pared de casa o de un bar, cual título de licenciado.

Y los autógrafos van quedando en otro lugar, quizás más notarial. Ya lo sabían los griegos cuando hace más de 2.000 años inventaron los anillos de firma, la Iglesia con sus dedos incorruptos, hilos de cabello o túnicas sagradas, los magos, los comerciantes de arte museos o las casas de subastas. Los selfies mataron a los autógrafos en cierta medida y dejaron la rúbrica en un territorio de autoridad o poder. Un autógrafo dedicado en un disco, en una camiseta regalada, con el nombre del firmado y el firmante, no deja de ser un documento que formaliza la admiración de unos y el agradecimiento de otros. Esa es quizás la parte más hermosa de un tesoro y la que no debería tener más precio que el emocional. Bastante pudor genera pedirlo y también firmarlo como para que con el tiempo se conviertan en objetos de compra venta. Vender un autógrafo dedicado o un disco firmado es de un gusto regular. Y si no está dedicado a alguien, ¿no es acaso un trámite, o pura meada territorial?  Cuidado con faltarle al respeto a ese momento íntimo entre admirado y admirador, porque, cuando alguien violenta un momento sagrado o mágico, el karma siempre acaba haciendo de las suyas y poniendo las cosas en su sitio. •