Barrilete cósmico y la anchoa de ébano

Tras la muerte de Maradona, y con él de “Barrilete Cósmico”, del “Pibe de Oro” y del “Pelusa”, el escritor Javier Aznar reparó en una fatalidad: la falta de talento patrio para el mote futbolero.

Ilustración Daniel Diosdado

Javier Aznar.- Hablemos de una verdad incómoda: en España no sabemos poner apodos a los futbolistas. Ya está, ya lo he dicho. Pensamos que sí, pero es una de esas mentiras que nos repetimos a nosotros mismos hasta que nos la terminamos creyendo. Importamos argentinismos y los hacemos pasar como si fueran de nuestra propia cosecha, tirando de apropiación cultural. Como ocurre con algunos cánticos en los estadios. Sí, llevamos años plagiando y haciéndonos los tontos. Pero no cuela. No engañamos a nadie ya. Y normal que sea algo de lo que avergonzarnos con la cantidad ingente de fútbol que consumimos y siendo, como se supone que somos, el país de la picaresca y del ingenio. 

El buen mote tiene que fluir, no se puede forzar. Es como un chiste. Tiene que dar ganas de contárselo al de al lado. Pero si lo explicas demasiado, pierde la magia. No debería ser ni demasiado sencillo, ni demasiado complicado.

Dar con un apodo que funcione no es tarea fácil: es un ejercicio que requiere agilidad mental, imaginación y observación. El buen mote tiene que fluir, no se puede forzar. Es como un chiste. Tiene que dar ganas de contárselo al de al lado. Pero si lo explicas demasiado, pierde la magia. No debería ser ni demasiado sencillo, ni demasiado complicado. El mote auténtico y genuino producirá en el receptor ese momento ‘ajá’. Ha de ser pegadizo, ocurrente y representativo. Tiene que ser exagerado, pero no ridículo. Jocoso, pero nunca cruel. No puedes caer en el estereotipo, pero hay que saber dejarse arrastrar por cierta generalización. Y tiene que dejar traslucir algo de cariño y admiración, despertando en el aficionado esa extraña sensación de familiaridad con el jugador. Como si fuese un amigo.

“La Saeta Rubia”. “La Galerna del Cantábrico”. “La araña negra”. “Barrilete cósmico”. “El ángel con los pies torcidos”. Aquellos sí que eran buenos apodos. Rimbombantes, poéticos, chispeantes, visuales. Apodos que parecían sacados de una novela de Raymond Chandler. Apodos que parten nueces al decirlos en voz alta. Cada uno con su propia mitología detrás. Como un caramelo en la boca. ¿Y qué tenemos ahora? La nada, la vulgaridad. Que si “el mago”, “el fenómeno”, “el galáctico”, “el principito” o “el rey”. Recursos facilones. Clichés.

Este mal que sufrimos con los apodos de los jugadores también se extiende a los equipos. Seguimos viviendo de los réditos de los “merengues”, los “colchoneros” o los “pepineros”, apodos casi de la posguerra, pero no aportamos nada nuevo al acervo cultural futbolero. Ni una pizca de originalidad. Lo último rescatable diría que fue “El Queso Mecánico” para referirnos al gran Albacete de los años noventa.

Ni una pizca de originalidad. Lo último rescatable diría que fue “El Queso Mecánico” para referirnos al gran Albacete de los años noventa.

Desde entonces, un páramo creativo. La España vacía (de ingenio). Como no podría ser de otra manera, encuentro execrables todos esos acrónimos que se han puesto tan de moda en los últimos tiempos, tales como “la MSN”, en referencia a la delantera formada por Messi-Suárez-Neymar. También merecen mi mayor desprecio todos los motes reciclados, refritos y reutilizados: el apodo debe nacer y morir con el jugador en cuestión. A no ser que, por razones de consanguinidad, se pueda heredar entre familiares, pero siempre con el matiz del diminutivo para dejar constancia del traspaso: “Brujita” Verón, “Pipita” Higuaín, “Indiecito” Solari, “Foquita” Farfán.

Conviene hacer autocrítica también. Los periodistas tendríamos que haber aportado algo más. Era nuestra responsabilidad. Y hemos vagueado en este departamento. Alguna vez leí a Santiago Segurola llamar “Bart Simpson” a Iker Muniain. Alguien llamó al racinguista Tchité “La Anchoa de Ébano” (probablemente mi apodo favorito). Pero ahí se acaban todas las licencias creativas de los últimos años por parte del periodismo deportivo. A Sergio Busquets, campeón del mundo con la selección y uno de los mejores mediocentros de los últimos tiempos, se le conoce como “El de Badia”. Tal cual. Porque, oh sorpresa, es de Badia del Vallés. Así de alto está el nivel. Se nos debería caer la cara de vergüenza ante semejante dejación de funciones. Tal vez, en un pequeño arrebato poético, se le podría haber llamado “Golondrina” Busquets por ese ave que aparece en el escudo de su municipio y por su aparente fragilidad física pese a ser capaz de aguantar largas horas de vuelo en los terrenos de juego. Pero no. El de Badia. O el de Fuentealbilla. O el Santo de Móstoles. El esfuerzo creativo brilla por su ausencia. Hasta tuvieron que venir los italianos para apodar “Il Due” a Míchel Salgado porque nosotros éramos incapaces de venirnos un poco arriba y mostrar algo de chispa.

El esfuerzo creativo brilla por su ausencia. Hasta tuvieron que venir los italianos para apodar “Il Due” a Míchel Salgado porque nosotros éramos incapaces de venirnos un poco arriba y mostrar algo de chispa.

El periodista que sí estuvo a la altura de las circunstancias en lo que a apodos se refiere fue Andrés Montes. Sus partidos en la NBA dejaron un sinfín de sobrenombres trufados de cultura popular y sentido del humor. Bautizar a Dennis Rodman como “Cruella De Ville”, y canturrear su canción cada vez que este aparecía en escena, es algo que solo está al alcance de unos pocos elegidos. O “American Graffiti” para referirse al serbio Pedja Stojakovic. Ahí sí se ve algo de esfuerzo y talento. Lástima que llegara al fútbol demasiado tarde. Pese a todo, dejó algunas perlas, como “Tiburón” Puyol o “Pegamento Imedio” Gattuso.

Aprovechando la coyuntura, creo que ha llegado la hora de hacer una confesión pública: Andrés Montes tenía un buzón de sugerencias para apodos de jugadores de la NBA en su página web. Y yo le mandé varias ideas. O muchas. Tal vez demasiadas. No, no me enorgullezco de haber dado semejante turra. Pero mi sueño preadolescente era escuchar uno de esos motes de mi cosecha en una de las retransmisiones de madrugada en la NBA que solía ver en pijama y a escondidas. Jamás ocurrió tal cosa, por supuesto. No creo que Andrés Montes necesitase la ayuda de un niño de 13 años para encontrar la inspiración. Pero al menos me lo curré. Me sentaba en la cocina con un montón de folios en blanco y la guía oficial y varias revistas de la NBA y me estrujaba las meninges buscando jugadores y apodos ingeniosos. Me gustaba pensar que aquello podía suceder, como el chico que sueña con ser músico, formar su propia banda y un día escuchar su single sonando en la radio mientras va conduciendo.

El periodista que sí estuvo a la altura de las circunstancias en lo que a apodos se refiere fue Andrés Montes. Sus partidos en la NBA dejaron un sinfín de sobrenombres trufados de cultura popular y sentido del humor.

Los motes tienen su importancia. A algunos les podrá parecer una tontería, una cuestión menor, pero tienen la extraña capacidad de estimular la imaginación, de sacarte una sonrisa y de crear vínculos entre aficiones rivales. Cualquiera diría que es poco.