*Entrevista realizada en la primavera de 2018
Texto Ignacio Fusco | Fotografía Agencias.-Esta nota debería escribirla Eduardo Mendoza, o Álex de la Iglesia, o –ya que analizamos perfiles; ya que buscamos la excelencia– Miguel de Cervantes Saavedra, a quien no sólo le vendría bárbaro la paga del trabajo sino que la consigna del personaje se ajustaría mucho mejor a él: “Mira, hay que contar la historia de un hombre que es inteligente y sabe mucho pero se enloquece porque lo ciega ganar. Habla rápido, no se le entiende nada cuando habla y vive creyendo que todo el mundo lo quiere destronar. Su fuego crece cuando siente que lo imaginan en la lona. Se alimenta, en un punto, del fracaso, no sólo porque es lo que jamás soportaría sino también porque es la excusa para proclamarse víctima, para enrostrarle al mundo que lo que él consiguió era imposible de lograr, entre otros detalles, porque el entrenador para conseguirlo era él. Esto último, obviamente, es algo que el personaje debe olvidar. Posdata: perdió casi todo lo que disputó como técnico, pero ganó lo que todos quieren ganar”. Y lo que todos los entrenadores quieren ganar, se sospecha, es un Mundial. Carlos Salvador Bilardo ganó uno, hace 30 años, en 1986.
Posdata: perdió casi todo lo que disputó como técnico, pero ganó lo que todos quieren ganar”. Y lo que todos los entrenadores quieren ganar, se sospecha, es un Mundial. Carlos Salvador Bilardo ganó uno, hace 30 años, en 1986.
Entonces tenía 47, ahora tiene 79 y está sentado, está desparramado en la silla giratoria desde la que conducirá su programa de radio, ‘La hora de Bilardo’, en La Red. El programa dura lo que dice su nombre, una hora, desde las once hasta las doce de la noche. Se aclara porque, con Bilardo, todo se debe aclarar: detrás de la grieta más insignificante, del dato más sobreentendido puede esconderse la historia más insólita del fútbol. Sentado enfrente de Líbero está un hombre que después de haber ganado el campeonato en México quiso comprarse un esmoquin blanco y salir a caminar por la calle más transitada de Buenos Aires, la avenida Corrientes, pero no se animó. Un hombre al que su padre le pidió antes del Mundial que por favor no dirigiera más a la selección, un hombre que, después, quiso ser, en 2001, Presidente de la Nación. Ahora –pantalón de vestir, camisa blanca, corbata, chaqueta a juego– Carlos Bilardo respira como un búfalo cansado. Se infla, se desinfla: espera que la charla comience. Será, éste, el único momento en el que el río estará plácido, tranquilo.
Sentado enfrente de Líbero está un hombre que después de haber ganado el campeonato en México quiso comprarse un esmoquin blanco y salir a caminar por la calle más transitada de Buenos Aires, la avenida Corrientes, pero no se animó
El único, antes del vendaval. “A ver… pará”, me dice apenas le hago la primera pregunta. Se le diga lo que se le diga sobre el Mundial 86, el ex técnico del Sevilla saldrá siempre con lo mismo: que en aquel campeonato la selección jugó con tres defensas, que eso no se había hecho nunca, que todavía hoy, “escuchame, hoy”, 30 años después, aquel 3-5-2 es el último dibujo táctico que se implementó en el fútbol. Cosa que es mentira, pero bueno: ya llegaremos a eso. Ahora, Bilardo dice que “vivimos atrasados”, más que decírmelo a mí se lo dice a sí mismo, se lo repite, 30 años después. Siempre sin mirarme se frena, dice entonces “a ver… pará”, corre la silla hacia atrás, se para, camina hacia la puerta, abandona el estudio, me deja solo. Una pregunta después y ya estoy solo, con la grabadora encendida.
Mientras para la mayoría de los argentinos México 86 es el Nuevo Testamento, el nacimiento de Diego Maradona, la creación del relato moderno del país, al entrenador del equipo le evoca lo que también dirá cuando vuelva a sentarse: “Tres, tres, defendíamos con tres… No lo hizo nadie. Con tres”. Al otro lado del estudio está la sala de producción: una mesa, teléfonos fijos, un televisor que cuelga como un sol. Como si fuera una obra de teatro, por la puerta de la derecha aparece Bilardo. Le toca un hombro a la productora, le señala el televisor. Para mí, que estoy del otro lado, todo lo que sucederá ahí es una película muda.
En el televisor juegan Quilmes y Temperley. Bilardo le señala el partido a la productora. Tiene el brazo recto, tenso, una lanza que el ex técnico mueve con el tempo de John Travolta cuando baila: un, dos, tres, cuatro, contando los defensores. De algo, al menos, no se puede dudar: el hombre que entrenó a Simeone, Suker, Maradona, Caniggia, Valdano y Prosinecki tiene una generosidad vocacional.“¿Ves? ¿Para qué querés cuatro defensores?”, me dice ahora, apenas vuelve y se sienta, señalándome el televisor que está en el estudio. “Te atacan con un jugador, con dos. ¿Para qué querés cuatro? ¿Para qué?”. Me quedo mirándolo: no sé qué contestar. Estoy frente al técnico que condujo a Argentina a la conquista de su último Mundial. … Calógero Bilardo no había ido nunca a ver a su hijo. Ni en baby fútbol, ni en Primera, tampoco como entrenador.
El 9 de mayo de 1985, un mes antes de que empezaran las eliminatorias para el Mundial, la Argentina de Bilardo y Maradona empató 1-1 contra Paraguay en la cancha de River. Fue un amistoso, y Calógero Bilardo, como siempre, tampoco estuvo ahí. Pero cuando su hijo llegó a su casa, al menos algo le dijo: “Por favor, Carlos, no dirijas más”. A Carlos lo había insultado toda la cancha. Y Carlos -su fuego- le dijo: “No, no, les voy a ganar. Les voy a ganar”. Todavía hoy, 30 años después, Bilardo recuerda el torneo con resentimiento, venganza, ardor. Que el equipo haya sido un desastre antes del campeonato no parece haber sido culpa suya. Que Maradona, en una entrevista que concedió a Clarín dos meses antes del Mundial, haya dicho: “No me olvidé de jugar al fútbol”, es algo en el que él -parece- no tuvo absolutamente nada que ver. En esta charla y en todas, el entrenador argentino subraya algo: que él sufrió, sufrió, sufrió, y siguió sufriendo, pese a la distancia, aun después de haber ganado el Mundial.
Que el equipo haya sido un desastre antes del campeonato no parece haber sido culpa suya. Que Maradona, en una entrevista que concedió a Clarín dos meses antes del Mundial, haya dicho: “No me olvidé de jugar al fútbol”,
Un año antes del torneo, se compró una quinta en Moreno, en las afueras de la Capital Federal. No quería, ya no podía, dice, vivir en la ciudad. Mientras El Gráfico ilustró el análisis de un partido de la selección con un cartel del Lejano Oeste norteamericano, su carita, la leyenda: “Wanted: vivo o muerto”, él recorría los puestos de diarios de la avenida Corrientes, la más transitada de la ciudad, y les pedía a los kioskeros que no pusieran las portadas de los diarios de cara a la calle; no quería, Bilardo, que los automovilistas las vieran, se dejaran contaminar. Detalle: el hombre que entrenó a Maradona, Valdano, Simeone y Suker hacía esto a las cuatro de la mañana. Que los argentinos -y los brasileños, y los italianos, y los españoles- viven el fútbol con demencia es una lástima y es verdad, pero Bilardo nunca subraya eso.
El técnico que conquistó el Mundial 86 habla de él, de él, de su sufrimiento. De él. Los meses previos a viajar al Distrito Federal durmió con un protector bucal. Se mordía tanto los labios del bruxismo, los nervios que tenía, que eligió protegerse así. Ya en México, el método fue otro, más eficiente: directamente no durmió. “Mi cuarto era el más chico, dos metros por tres. Con un bañito. Entraba una cama y un perchero. El elástico de la cama estaba vencido, así que tiré el colchón al piso. Dejé la cama parada contra la pared”, le contó al periodista Andrés Burgo en el hermoso libro ‘El partido’, que en marzo de este año editó Tusquets y reconstruye la historia del 2-1 de Argentina a Inglaterra, por los cuartos de final de aquel Mundial.
El ansioso Bilardo, después de vueltas y vueltas, lograba dormirse a las dos. A las dos de la tarde. Lo hacía hasta las cuatro (obviamente, de la tarde) y después se dedicaba a cosas así: llamar a su mujer a las cinco, antes de cada partido, una de las cábalas que había acordado con el plantel. Tomarle prestada la pasta de dientes a José Luis Brown, el líbero de la selección, era otra. Cayetano Ruggieri, periodista de Crónica y amigo del entrenador, era el que primero escuchaba la formación titular. Y era él, después, quien se la confirmaba a los jugadores. Caminaba la concentración, y cuando se cruzaba con alguno, se lo decía: “Mañana jugás vos”. Después, bueno, había cosas que Bilardo no podía controlar. Una reunión entre todos los jugadores, después del último partido de la primera ronda, para decirse, por ejemplo, que no lo aguantaban más, era algo que Bilardo no podía controlar. “¡No hay que darle pelota!”, se escuchó el grito de Maradona, o más que se escuchó, lo escuchó el periodista José Luis Barrio, enviado de El Gráfico.
Cayetano Ruggieri, periodista de Crónica y amigo del entrenador, era el que primero escuchaba la formación titular. Y era él, después, quien se la confirmaba a los jugadores
“Alcatraz” habían bautizado los jugadores a la concentración, en el Distrito Federal. “No, no, no: las reuniones entre los jugadores no existen, no tienen que existir. Si hay reunión, con testigos, alguien del cuerpo técnico, si no, no: reuniones no”, me dice ahora, mirando el televisor: Quilmes y Temperley no pueden superar los cuatro defensores que el otro puso en su campo. Estar 30 años atrasados, atrasados, atrasados, a veces, parece, puede servir. … —¡Tata, te morís ahí adentro, eh! Tata es José Luis Brown, el de la pasta de dientes, el líbero del equipo: más que Maradona, el jugador insigne de Bilardo y la selección. Tata no tenía club en el momento de jugar el Mundial, seguía sin tenerlo cuando le metió un gol a Alemania en el 3-2 de la final y, ahora, acaba de lesionarse un hombro. Ahora es ahora: ahora es, justamente, el segundo tiempo de la final. —¡Tata, te morís ahí adentro, eh! —le grita Bilardo.
Visto con distancia, el ciclo del técnico que en este momento es un mamut tieso en su silla radial tiene números del Valencia o Espanyol en la Liga que acaba de terminar. De 81 partidos que dirigió a la selección entre 1983 y 1990 ganó 28, empató 30 y perdió 23. En México 86 había ganado seis, y desde entonces hasta el Mundial 90, sobre 34 encuentros, sólo venció en siete. Vamos de nuevo: la selección argentina campeona del mundo ganó, en cuatro años, siete encuentros de 34. A Vicente Del Bosque lo hubieran afeitado en la plaza municipal. Pero después, recuerda Bilardo, el equipo de Maradona llegó a Italia y fue subcampeón mundial.
La selección argentina campeona del mundo ganó, en cuatro años, siete encuentros de 34. A Vicente Del Bosque lo hubieran afeitado en la plaza municipal
El ciclo del ex técnico del Sevilla tiene la lógica de la vida: no se entiende demasiado pero alguna línea debe respetar, una verdad seguro encierra; en definitiva, se siente al tiempo, era cantado que iba a ser así. Iba a ser así porque Bilardo trabajó durante cuatro años para que fuera así. En 1984, un jugador que sería titular renunció a la selección: Julio El Vasco Olarticoechea. En algunas entrevistas cuenta que se cansó de Bilardo, en otras, que el técnico no le tenía confianza y entonces se quiso bajar. Pero Bilardo trabajó durante cuatro años para que fuera así. E iba a ser así. “Es verdad lo de la autopista, sí, sí, es verdad”, me dice ahora, desinteresado, sin jamás mirarme a los ojos. Pero lo de la autopista, bueno, es verdad; sí, sí, es verdad”.
Es verdad que Olarticoechea, que en 1984 jugaba en Boca, había terminado un partido y se iba con su familia a Saladillo, su ciudad natal, y es verdad que Carlos Pachamé, el ayudante del ex técnico de Sevilla, le contó que Bilardo lo iba a esperar en la bajada de una autopista, a la salida de la Capital Federal. Fastidioso, agotado, Olarticoechea encaró la bajada. En la esquina acordada -flaquito, la boca enorme- Bilardo. Carlos Salvador Bilardo, otra vez.
Olarticoechea le dijo a su mujer y sus hijos que lo esperaran un segundito; un segundito y ya estaba de vuelta ahí. En ese segundito, entonces, Carlos Salvador Bilardo le contó su invención: no sería marcador lateral como lo era en Boca sino volante lateral, la línea de tres defensores y después -a la derecha- él, un sistema que Argentina implantó en los cuartos de final porque habían amonestado al lateral derecho, Néstor Clausen, y que Ciro Blazevic había estrenado (ya íbamos a llegar a eso) en el Dinamo de Zagreb dos años atrás. Más que contarlo, Bilardo se lo dibujó: cuando vio que el Vasco no quería, que el Vasco se había cansado de los viajes, de él y de la selección, agarró un ladrillo que estaba en el suelo y le dibujó al equipo argentino y su función en la pared de una casa.
Si algún coleccionista hubiera defendido de una mano de pintura la pared de esa casa. “Todo sirve, todo, todo: nosotros trabajamos, trabajamos, estuvimos en todo, en todo”, insiste el técnico campeón. Del dibujo en la esquina de una casa de Buenos Aires, el dios que haya editado esta historia debería llevarnos al 2-1 a Inglaterra y su minuto final. Hay un centro al segundo palo, la pelota pasó al portero y se va a meter, Lineker no lo pudo cabecear pero se va a meter igual, se va a meter igual, la pelota se cierra y será el 2-2 inglés -encima- en el minuto final, salvo que Olarticoechea haga lo que hizo: volar de palomita, arquearse como un delfín y sacarla con la nuca.
Después de La Mano de Dios y el Bing Bang del Diez, el jugador que Bilardo convenció de volver a la selección haciéndole unos dibujos con un ladrillo (tras interceptarlo en la bajada de una autopista) salvó el 2-1 que cambió el relato social de un país. “Cada tanto veo el partido. Al partido contra Inglaterra, te digo. Me acuerdo de alguna jugada y lo busco, lo pongo. No todo el partido, eh. Dos, tres jugadas nomás”, me dice Bilardo, que en 33 años, cinco clubes, cuatro selecciones y 13 ciclos como entrenador ganó dos títulos: el Metropolitano 82 con Estudiantes de La Plata, el equipo del que es ídolo en la Argentina, y el Mundial 86. “Ganar es todo, todo”, repitió siempre y me repite ahora también, antes de que me vaya, antes de que encare el pasillo de la radio, la puerta que me lleva hacia la noche. Sus palabras vuelven, se agolpan, se me arremolinan. Como le dijo a Maradona en la primera reunión que tuvieron en el ciclo, en Barcelona, en 1982: “Ya sé, no entendiste nada, pero no te preocupes: vas a ver que es fácil; va a salir todo bien”. En México, en el mes que refundó el relato que Argentina se cuenta a sí misma, todo había salido bien. Insólita, maradonianamente bien. •