Cantona ya no saluda por las mañanas

Para una generación de adolescentes en los principios de los 90, el fútbol se revolucionó con el Mundial de EEUU. Marcas norteamericanas como Nike decidieron entrar en el viejo deporte europeo con nuevos spots como el de Cantoná y Ronaldo Nazario que revolucionaron los partidos de los recreos.

Javier Aznar.- Hubo un tiempo en el que pensaron que yo era bueno jugando al fútbol. No sé cómo se produjo tal confusión, pero la cuestión es que me subieron a jugar con el equipo de mayores. Yo tendría 10 años y recuerdo mirar a aquellos otros chicos como si hubiera una distancia generacional insalvable entre nosotros. A lo sumo me sacarían dos años. Máximo tres. Pero observaba en ellos más sabiduría, más experiencias y más pelos en las piernas de los que yo había visto nunca. Recuerdo que había un chico llamado Luis. Piernas de alambre. Regate eléctrico. Llevaba siempre el pelo ensortijado ligeramente largo y pulseras en las muñecas. Era agradable, no me trataba como un advenedizo y desprendía ese magnetismo de los quarterbacks en los institutos de las películas americanas. Cuando le veía por el colegio, parecía un miembro de la pandilla de Sensación de Vivir. Todos le respetaban, las chicas le miraban. El día de mi debut, cambiándonos en el vestuario antes del partido, observé cómo se calzaba sus botas.

Primero las sacó con delicadeza de una bolsa amarilla como el violinista que saca de la funda su Stradivarius. Eran unas Nike Tiempo. Negras. Impolutas. Con la palabra NIKE inscrita en el talón en unas impecables y elegantes letras mayúsculas. Después, al atarse los cordones, dio la vuelta a la lengüeta, quedando a la vista únicamente el rayo inconfundible de Nike. Nunca había visto unas botas tan bonitas. Sufrí un bloqueo similar al de Patrick Bateman viendo las tarjetas de sus compañeros en American Psycho. Me daba vergüenza tener que saltar al campo con mi botas, sin linaje ni pedigrí, compradas por mi madre en unas rebajas. Durante la semana previa a aquel primer partido, el míster se me acercó en un rondo durante un entrenamiento para preguntarme dónde jugaba. Le contesté con mucha solemnidad que mi posición natural era la de “típico cinco sudamericano”. Soltar eso con diez años es de una imbecilidad asombrosamente prometedora. Siempre fui muy precoz para según qué cosas.

En mi defensa alegaré que Fernando Redondo acababa de fichar por el Madrid y yo atravesaba una etapa de fundamentalismo valdanista. El entrenador, el mítico Lorenzo Resines, me examinó en silencio. Luego dijo: “Cinco sudamericano, ¿no? Muy bien. De lateral izquierdo, chaval”. Sentí aquello como si me mandaran de trabajos forzados a un gulag en Siberia. ¡De lateral izquierdo! ¡Yo! El día del partido, desde mi destierro, confinado en esa banda izquierda y bajo una incesante lluvia, recuerdo no dejar de observar a Luis con sus relucientes Nike y las medias medio bajadas. Sus movimientos elegantes, su verticalidad encarando rivales.  Era un Fred Astaire bailando sobre charcos de barro. Sí. Necesitaba hacerme con aquellas botas. Días después del fatídico debut, saldría en todas las televisiones el famoso anuncio de Nike en el que Eric Cantona, con esas botas que yo tanto anhelaba, destrozaba de un pelotazo a un demonio. The King se despedía de ese monstruo del averno levantándose el cuello y soltando un desafiante “Au Revoir”, al más puro estilo John McClane en Jungla de Cristal, cuya tercera sangrienta entrega acababa de ver en el cine a escondidas con mi primo y un amigo. Aquel anuncio supuso una revolución en mi generación.

 Era un Fred Astaire bailando sobre charcos de barro. Sí. Necesitaba hacerme con aquellas botas. Días después del fatídico debut, saldría en todas las televisiones el famoso anuncio de Nike en el que Eric Cantona, con esas botas que yo tanto anhelaba, destrozaba de un pelotazo a un demonio.

Era como una pequeña película. Hasta avisaban de su emisión en la programación de televisión del periódico. Y todos queríamos esas botas. Cada tarde, después de mis clases de inglés en la academia de un profesor iraní, pasaba delante del escaparate de Canadá Sport y las contemplaba extasiado. Incluso a veces me atrevía a entrar en la tienda para tocarlas, donde descansaban majestuosas en uno de esos expositores como si se trataran de una vasija griega del Louvre. Debí de inspirar tanta pena a los dueños de la tienda que un día me regalaron un cartel enorme de aquel anuncio. Lo colgué en el cuarto que compartía con mi hermano como si fuera un Picasso. Desde ahí, al lado de mi cama, me miraban desafiantes cada mañana, con una sonrisa de medio lado, Cantona, Kluivert, Davids, Ronaldo, Maldini, Campos, Ian Wright, Figo, Rui Costa, Brolin y un japonés que nadie tenía muy claro quién era. Las Nike Tiempo acabaron cayendo. Claro. Porque a pesado nunca me ganó nadie. Fue el día de Reyes Magos. Mis padres no me dejaron ir con ellas puestas a misa antes de la comida en casa de mis tíos. Como si en la Biblia prohibiera en algún lado entrar con tacos de aluminio en la Casa del Señor.

Estaba tan emocionado con mis flamantes nuevas botas que pedí a mi madre que me grabara en vídeo jugando al fútbol con ellas, como si se tratara de mi propio anuncio. El resultado del experimento fue atroz. La esperpéntica cinta está a buen recaudo en casa de mis padres para que su contenido nunca salga a la luz. Y creo que no dormiré tranquilo hasta que se haya destruido el último reproductor de VHS. Creo que no he cuidado nada en mi vida con tanto esmero como cuidé aquellas botas. Cada noche aplicaba a mis Tiempo una crema especial de grasa de foca y les ponía dos pinzas en las lengüetas con el propósito de que se quedaran tiesas. Porque no había nada que me estomagara más que ir con las lengüetas levantadas. Una atrocidad estética. Toda una muestra de desidia. Luego las dejaba descansando en la encimera de la cocina, donde el olor a briznas de hierba, barro y grasa de foca de las botas se entremezclaba con el aroma del café de mi padre las mañanas de partido. Huelga decir que mi carrera como “típico cinco sudamericano” no llegó demasiado lejos.

La de lateral izquierdo menos aún. Mi pasión por todo lo que rodea al fútbol, en cambio, permanece intacta. Sigo creyendo que hay ojeadores de clubs de Italia viéndome jugar los domingos. Sigo metiéndome en la cama sin cenar cada vez que pierde mi equipo. Sigo enfadándome con aquellos que me dicen “si es solo fútbol”. Porque sigo dando importancia a todo lo que para mí algún día fue importante. Pienso en todo esto, veinte años después, mientras me ato las nuevas Tiempo en un vestuario en Múnich. Me miro en el espejo antes de saltar al campo a jugar un partido de fútbol. Y sonrío. Porque esto no va de marcas. O sí. No lo sé. Años después atravesé la misma obsesión con las Umbro moradas de Roberto Carlos. Esto va de otra cosa. De recuerdos. Y de ser fiel a uno mismo. Que te paguen por llevar unas botas como futbolista profesional debe de estar muy bien. Volver a ser de nuevo aquel niño del poster de Cantona en su cuarto, el que aspiraba a ser como Redondo, el de las pinzas en la lengüeta, el del cine a escondidas, y poder escribir luego sobre todo ello, eso, maldita sea, eso está mucho mejor. • 82