Sergio Cortina.- El Palacio de Congresos de Oviedo parece un crustáceo extraterrestre. Los de Oviedo no lo llaman “el Centollu” por casualidad. En cualquier película de Serie B, la aparición de un mamotreto como el creado por el arquitecto Santiago Calatrava indicaría lo inminente de alguna plaga asquerosa. Bajo sus cimientos, sin embargo, hubo algo bello. Se encontraba el viejo Carlos Tartiere, el estadio donde Carlos Muñoz (Úbeda, 1961) consiguió buena parte de sus 133 goles con el Real Oviedo. Allí donde hoy se celebran ferias y otras naderías, él fue héroe. Nos encontramos con Carlos en este escenario extraño para hablar de un fútbol que ya no existe.
DE REPARTIR BUTANO A LA ÉLITE
“Yo soy de Údeda y tenía 8 años cuando marchamos para Cataluña. Primero mi padre con mis hermanos, luego mi madre conmigo y mi hermana. Nos criamos en la Riera Blanca, en Hospitalet. Ahí jugaba en la calle, en la plazoleta de la iglesia. Con 15, 16 años ya jugaba con gente de 40. No pasé ni por juvenil. Y de Tercera Regional a Primera pasó año y medio. Algo inaudito. Nunca pensé que jugaría en Primera”.
CARLOS» Retrato de la entrevista. Foto. Marcos Vega.
Carlos, como tantos otros futbolistas a caballo entre los ochenta y los noventa, trabajaba para ayudar en casa. El fútbol era apenas un desahogo. “Yo jugaba en Tercera Regional con el Igualada y debía cobrar 3.000 o 5.000 pesetas. Todos en mi casa teníamos que trabajar: mi madre limpiaba pisos, yo hacía de camarero, pintor, albañil… Cuando llego al Barcelona Atlético ya veo que esto va en serio. No cobraba mucho, pero ya no podía seguir repartiendo bombonas de butano y entrenando por la tarde”.
El salto al Camp Nou, claro, fue un shock. “Subía andando desde la Riera Blanca y entraba por el túnel donde aparcaban los coches. Me decía: uf, estoy aquí, esto es increíble. Y de allí ya no me sacaba nadie”.
MARADONA Y QUINI, PARA EMPEZAR
En aquel vestuario azulgrana, a finales de los ochenta, conoció a un Maradona genio pero terrenal al mismo tiempo. “Él era humilde y cariñoso, sobre todo con los más jóvenes. Años después, en Sevilla, todavía se acordaba y venía a saludarme. Eso te dice cómo era”. También coincidió con otra leyenda como Quini: “Después de entrenar se ponía con Diego a rematar a puerta y él jugaba de portero… Yo me quedaba embobado. Luego iba al barrio a contarlo a mis hermanos y nadie me creía”.
La inocencia de aquellos años terminó con las cesiones. “A mí solo hay dos cosas que me hierven la sangre y una es que el Barcelona no me dejara hacer nunca una pretemporada con el primer equipo, porque Menotti me quería pero luego lo echaron”. Eran años en los que los que muchos futbolistas no eran libres para decidir su futuro. “Si no aceptabas, te metían en el armario y no jugabas más”.
EL DESPACHO CERRADO Y EL DESTINO AZUL
Carlos brilló en Hércules, Elche y Murcia pero una de esas cesiones marcó su vida. “No quería saber nada del Oviedo. El club se había salvado de bajar a Segunda B por ampliación de categorías. Pensaba: ¿cómo voy a ir a Segunda otra vez? Pero te meten en un cuarto, te dicen que es lo que hay… y me fui. Y fue la suerte que tuve”.
La llegada suya fue surrealista. “Aterrizo de noche, lloviendo, un frío… firmo en las viejas oficinas de Marqués de Santa Cruz y cuando llego al hotel llamo a mi madre. Me dice que había llamado un señor para que lo llamara urgentemente. Lo hago y era el director deportivo del Valencia, pidiéndome que cogiera el primer vuelo para allá. Le dije que ya había firmado con el Oviedo. Buf, me dijo: nada, mucha suerte”. Horas antes, el director deportivo del Oviedo no le había dejado ni ir a cenar hasta que no firmara el contrato. Ese “mucha suerte” fue el comienzo de una historia que convirtió a Carlos en icono carbayón.
Lee el resto de la entrevista en la edición especial El Real Oviedo ha vuelto. Pídela aquí.