Ilustración Artur Galocha
Chema González
Aquella mañana de domingo José Mari se levantó tarde. Había trasnochado porque el primer sábado de cada mes tenía una cita ineludible con sus amigos de la sociedad gastronómica. Llevaba veinte años cocinando y comiendo con dos profesores universitarios, el jefe de Bomberos de la ciudad, un par de abogados, un médico y cuatro empresarios, como él. El resto se apuntaba a las cenas de Navidad, a la Semana Grande y poco más, pero estos diez formaban el núcleo duro, el que no dejaba pasar una reunión. Su compañero en los fogones era Fernando Bengoechea, dueño de una fábrica de material de construcción. Los dos eran de Zumárraga, amigos desde la infancia, que se entendían con solo mirarse. Desde hacía un tiempo, Fernando había notado a José Mari más serio, menos expansivo que de costumbre.
No se atrevió a preguntarle, aunque intuía que algo malo le ocurría a su amigo. Y esa noche, José Mari explotó. Después de dar buena cuenta de unos caracoles a la vizcaína y unos chipirones, les contó a todos lo que le pasaba. Tomó un par de pacharanes para coger fuerza y les dijo que llevaba varios meses durmiendo poco, que todo había empezado con una carta sin sello en su buzón. «Euskadi ta Askatasuna se dirige a Ud. para reclamarle una ayuda económica de veinte millones de pesetas. Para abonar dicha cantidad, debe dirigirse a los círculos abertzales habituales manteniendo una discreción extrema y absteniéndose de poner en conocimiento de cualquier cuerpo policial la existencia de la relación entre ETA y Ud. El no responder positivamente a esta petición le haría acreedor de las medidas que ETA decida aplicar contra Ud. y sus bienes». Los amigos cruzaron miradas y suspiros y José Mari les reveló que no había respondido, que había optado por no aceptar el chantaje, que poco a poco fue serenándose, hasta que una mañana le sobresaltó otro sobre blanco. «Al no haber entregado a Euskadi Ta Askatasuna la ayuda económica solicitada de veinte millones de pesetas, y habiendo vencido sobradamente los plazos estipulados, le queremos recordar que tanto Ud. como todos sus bienes son objetivo operativo de ETA».
Aquella noche sacó un par de conclusiones. La primera, que todos le recomendaron pagar y olvidarse; la segunda, que en aquellas reuniones se podía hablar de la Real, de la última apuesta ganada en el hipódromo, de la mejor manera de preparar el bacalao o recordar las peleas de Urtain, pero la política era un tabú. José Mari notó que al grupo de amigos le molestaba su taciturno presente, su miedo confesado. Solo Fernando se preocupaba por él de verdad, aunque siempre acababa diciéndole: «Paga, Chemari, paga». El problema es que José Mari Aranzadi ni quería ni podía pagar. Veinte millones, si les pago veinte millones, tengo que echar a tres a la calle. Igual acertaba y de los tres despedidos, uno era el chivato, que le había dado sus datos a ETA para que lo extorsionaran.
La primera, que todos le recomendaron pagar y olvidarse; la segunda, que en aquellas reuniones se podía hablar de la Real, de la última apuesta ganada en el hipódromo, de la mejor manera de preparar el bacalao o recordar las peleas de Urtain, pero la política era un tabú.
Pero no, nunca llegó a planteárselo en serio porque, además, primero son veinte y, luego, ¿qué? No entraba tanto dinero en la empresa de carpintería metálica, que había fundado veinte años atrás, después de otros tantos montando muebles con las manos. Ocultó a su familia las amenazas hasta que pintaron «txakurra faxista», primero en la puerta de su empresa y después, en la de su casa. Ahí se complicó el asunto porque sus dos hijos ya habían perdido a su madre dos años antes por enfermedad y ahora temían que si el aita no pagaba se quedarían huérfanos. Los dos ya no vivían en el piso de techos altos en la parte vieja, pero Íñigo, de treinta años, y Ana María, de treinta y cinco, continuaban muy unidos a su padre.
La mayor le había dado un nieto, por el que José Mari sentía devoción. El pequeño Iñaki tenía diez años y era el ojito derecho del abuelo. La pintada no hizo mella en su decisión de no ceder al chantaje, pero le cambió la vida. Pasó a ser una sombra. Sus vecinos apenas lo saludaban con un movimiento de cabeza y sus doce trabajadores lo miraban de reojo cada vez que entraba en un despacho, que antes siempre tenía la puerta abierta. La cena del sábado 7 de febrero empezó bien y terminó de mala manera. Fernando y él prepararon unas cocochas de merluza en salsa verde, que fueron muy celebradas por todos. Reinaba la camaradería hasta que se le ocurrió hablar de José María Ryan. El ingeniero había sido secuestrado el 29 de enero y asesinado el 6 de febrero, cuando se cumplió el plazo dado por ETA para que se demoliera la central nuclear de Lemóniz. Ninguno de los comensales aprobaba la muerte de Ryan, pero hundían el mentón en el pecho al mismo tiempo que mascullaban un discurso ininteligible. José Mari Aranzadi volvió a casa triste, con la sensación de que nada sería lo mismo.
Ninguno de los comensales aprobaba la muerte de Ryan, pero hundían el mentón en el pecho al mismo tiempo que mascullaban un discurso ininteligible. José Mari Aranzadi volvió a casa triste, con la sensación de que nada sería lo mismo.
Tardó en dormirse y no madrugó porque el domingo amaneció tan gris como su estado de ánimo. Se despertó con el sonido del teléfono. Su amigo Fernando no se encontraba bien, las cocochas le habían caído mal, y no le apetecía ir a Atocha esa tarde. Además, la Real venía de perder dos partidos seguidos y el sueño de ser campeones se alejaba para los txuri urdin. José Mari se preparó una tortilla francesa, un café y bajó a la calle. Tenía veinte minutos a pie. Llovía y soplaba un viento desapacible, sobre todo cuando cruzó el Urumea por el puente de María Cristina. Vestía su uniforme invernal, una zamarra marrón, pantalón verde de pana y una txapela en la cabeza. Así lo detallaron en la radio, cuando contaban que había desaparecido. Llegó pronto, pagó por su almohadilla y se sentó y sintió más solo que de costumbre. Sin Fernando a su lado, tuvo tiempo para pensar que aquel domingo había menos gente en las gradas. Como mucho, veinte mil. Lo achacó a las últimas derrotas y a un rival con poco cartel, el Hércules.
Su amigo Fernando no se encontraba bien, las cocochas le habían caído mal, y no le apetecía ir a Atocha esa tarde. Además, la Real venía de perder dos partidos seguidos y el sueño de ser campeones se alejaba para los txuri urdin.
Recordaba José Mari a sus amigos de la sociedad gastronómica, gente noble, de buen corazón, y no alcanzaba a comprender por qué no hablaban claro de lo que sucedía. Lo sacaron de sus pensamientos unos gritos coreados en el fondo de la portería en la que calentaba Arconada: «Gora ETA, gora ETA». Unos aplaudieron y otros, la mayoría, callaron. Un estruendoso silencio en Atocha para empezar el partido. José Mari no se arrepentía de haber ido al fútbol, pero no se quitaba de la cabeza las fotografías del cadáver de Ryan en las portadas de los periódicos. Marcó pronto la Real, por medio de Kortabarría, que transformó un penalti, pero el Hércules empató en los últimos minutos. Hubo incluso pitos para los locales, los que no se oyeron antes, cuando los más jóvenes jaleaban a los gudaris que le habían metido, hacía dos días, un tiro en la cabeza a un ingeniero bilbaíno. Cuando acabó el partido, la noche se había echado encima. Los aficionados salían del campo meneando la cabeza.
Recordaba José Mari a sus amigos de la sociedad gastronómica, gente noble, de buen corazón, y no alcanzaba a comprender por qué no hablaban claro de lo que sucedía. Lo sacaron de sus pensamientos unos gritos coreados en el fondo de la portería en la que calentaba Arconada: «Gora ETA, gora ETA». Unos aplaudieron y otros, la mayoría, callaron.
No ganamos la Liga el año pasado y perdimos solo una vez, como para ser optimistas. Y la jornada que viene, el Barcelona. Conversaciones intrascendentes de domingo por la tarde. José Mari salía entre la multitud, con las manos hundidas en los bolsillos de su pelliza. El frío apretaba y fue quedándose solo en las calles mojadas de San Sebastián. No lo vio venir. Notó que lo agarraban por detrás y le ponían un pañuelo en la nariz. Cuando recuperó la conciencia, no recordaba que el hombre del pañuelo lo había metido a la fuerza en la parte trasera de un Seat 1430, ocupado por otras dos personas en los asientos delanteros. Despertó medio atontado y trató de incorporarse, pero se dio un golpe en la cabeza. Quiso gritar y no lo hizo porque ya sabía, no dónde estaba, pero sí por qué y quiénes le retenían allí. Se tumbó en el frío suelo y se quedó dormido.
No supo cuánto tiempo pasó, abrió los ojos en mitad de la oscuridad y le cegó el haz de luz de una linterna. Una sombra surgió de una especie de trampilla y, sin mediar palabra, le arrojó una bolsa de plástico con un par de bocadillos. Volvió a quedarse adormilado, cuando de repente se encendió una bombilla, que colgaba del techo. De nuevo, la sombra surgió de la pequeña ventana desde la que le habían tirado la comida un rato antes. Un hombre encapuchado asomó la cabeza y le dijo que estaba allí por no haber cumplido con la petición de Euskadi ta Askatasuna y no entregar los veinte millones solicitados. José Mari no respondió. La luz permanecía encendida durante diez horas. Lo sabía porque nadie le quitó el reloj. Estaba acostumbrado a medir puertas, vallas y escaleras metálicas. A ojo, aquel habitáculo inmundo medía tres metros de largo por tres de ancho y no llegaba a los dos metros de altura.
Un hombre encapuchado asomó la cabeza y le dijo que estaba allí por no haber cumplido con la petición de Euskadi ta Askatasuna y no entregar los veinte millones solicitados
Solo en la zona central de aquel cuchitril podía permanecer de pie sin golpearse la cabeza con el techo abuhardillado. Se alimentaba de bocadillos, agua y café frío. Se lo daba un hombre, que por sus manos y su voz podía tener unos cuarenta años. Era desagradable en el trato y solía insultarlo. Perro, rata, cerdo, iba sobrado de fauna. José Mari resistía bien y no entró al trapo, ni siquiera cuando le dijo que habían pedido doscientos cincuenta millones de pesetas por su vida y le contó dónde vivían sus hijos y el nombre del colegio en el que estudiaba su nieto Iñaki. José Mari llevaba la cuenta de los días de su cautiverio. Marcaba con una moneda de cinco duros pequeñas muescas en la pared. Llegó el 8 de febrero por la noche y habían pasado quince días. Vivía gracias a las rutinas. Paseos de larga duración y trayecto minúsculo.
Tres metros y vuelta, tres metros y vuelta. Lo peor era el olor, a eso no se había acostumbrado. Hacía sus necesidades en una bolsa, que después metía en un cubo infecto. Cada dos o tres días se lo limpiaban, pero el hedor resultaba insoportable. Las marcas sobre la madera que aislaba de la piedra de aquel agujero indicaban que ya era 23 de febrero. La luz se apagaba todos los días a las seis de la tarde, pero aquel lunes volvió a encenderse, de pronto, a las ocho y media. El hombre encapuchado bajó por la trampilla, colocó una pistola en la sien de José Mari y le pasó con violencia un pañuelo húmedo por la nariz y la boca. Ya no recuerda nada más. Nadie supo jamás dónde estuvo José Mari Aranzadi en las primeras dos semanas de su secuestro. Lo llevaron a toda prisa a una cabaña en una zona boscosa del norte de Navarra, entre el pueblo de Echalar y el río Bidasoa. Cuando el cloroformo dejó de hacer efecto, ya estaba tirado sobre un colchón en una habitación cerrada y a oscuras. Se incorporó y pegó la oreja a una puerta. Afuera, se oían voces.
Sobre todo, la de un locutor de radio, que contaba que no había noticias acerca de lo que estaba sucediendo dentro del Congreso, donde decenas de guardias civiles mantenían retenido al gobierno y a los diputados. A la mañana siguiente, tomó el primer café caliente en dos semanas. Otro hombre encapuchado abrió la puerta de la habitación y le dejó un termo y unas madalenas. El ritual se repetía todas las mañanas. José Mari encontró una rendija de esperanza en las formas amables de aquel joven, que no hablaba a gritos y que accedió a llevarle algún periódico. Le daba solo las páginas de deportes y gracias a ello, supo que la Real había ganado al Salamanca en Atocha y al Zaragoza en La Romareda. Sus captores no repararon en que los diarios llevaban referencias al secuestro de Quini en sus secciones deportivas.
Aquella vez fue la primera que entabló un diálogo con su joven carcelero. José Mari comentó que sin Quini, el Barça era menos Barça y el muchacho se sintió obligado a explicar que aquello no era cosa de ETA. Solo hablaban de fútbol, pero a José Mari le servía para tener un clavo al que agarrarse. Le relataba viejas historias de exjugadores de la Real Sociedad. Incluso, un día le hizo reír. Le contó que a la mujer de Eduardo Chillida, cuando ya era un artista reconocido por El peine de los vientos, aún le decían: «Chillida, ¡qué portero!, ¡qué lejos habría llegado!». El chaval se llamaba Eneko y tendría veinte años, no más.
Aquella vez fue la primera que entabló un diálogo con su joven carcelero. José Mari comentó que sin Quini, el Barça era menos Barça y el muchacho se sintió obligado a explicar que aquello no era cosa de ETA.
Nunca le dijo su nombre, pero sí que era un fijo en el fondo Mújika de Atocha, que estaba junto a una fábrica de muebles llamada así. Un fijo hasta que le ordenaron, a través de un intermediario, que tenía que vigilar, en una cabaña perdida en el norte de Navarra, a un empresario egoísta con la causa de Euskal Herria.
A Quini lo liberaron el mismo día que dos vascos, Satrústegui y Zamora, le daban al opresor Estado español la primera victoria en Wembley (ver vídeo). La Real siguió ganando partidos, alcanzó el liderato y allí estaba, en lo más alto, a falta de una sola jornada para que terminara la Liga. La temporada anterior, el título se había escapado por culpa de un gol de Bertoni en Sevilla. Anda que como nos pase otra vez. Hacía todo tipo de cábalas con las posibilidades de la Real, sobre todo, cuando ahogado en lágrimas, pensaba en lo que estarían sufriendo Íñigo, Ana María e Iñaki. Habían pasado más de dos meses y medio desde que lo metieron en un coche a dos calles de su casa y José Mari había perdido diez kilos, pero no la esperanza de salir vivo de allí. El infierno de las dos primeras semanas había tornado en algo, que resultaba difícil de explicar que era agradableEl golpe del 23-F puso nervioso a algún gerifalte de la banda y, del mismo modo que podían haber decidido pegarle un tiro aquella misma noche, optaron por sacarlo del zulo repugnante y llevarlo a un lugar ignoto en mitad del bosque. Lo vigilaban por turnos dos individuos. Uno de ellos era alto y discreto y, aunque no permitía una cercanía humana, al menos lo trataba de forma digna. El otro era el chico con el que compartía una pasión, el escudo de la bandera y el balón. En una ocasión, trató de conversar sobre algo que no fuera el fútbol, pero notó que podía suponer el final de aquella pequeña ventana de libertad y renunció sobre la marcha. Dormía sobre un colchón, tenía mantas, comida y café caliente. Cerraban la puerta de su habitación sin ventanas con un candado, pero podía salir para ducharse e ir al baño; un lujo, si recordaba el agujero de tres metros de largo por tres de ancho en el que apenas podía estar de pie. En ningún momento, pensó en escapar.
Le faltaban fuerzas y le sobraban años. La mañana del 26 de abril amaneció luminosa. Había llovido mucho desde el inicio de la primavera y la vega del Bidasoa estaba pintada de todos los verdes posibles. Desde la cabaña no se veía el río. Para llegar hasta él, había que bajar por una pista forestal rodeada de castaños y recorrer después varios campos de cultivo hasta llegar al cauce. A José Mari le habría gustado lanzar la caña y capturar alguna trucha en aquellas aguas frías, que nacían en el pico de Astaté. La pesca era, junto al fútbol y la cocina, su gran afición, aunque últimamente cargaba poco el sedal en el carrete. Dedicaba las mañanas de los fines de semana a seguir a su nieto, que volaba de palo a palo en campos con más barro que hierba. A José Mari le gustaban, sobre todo, los partidos en la playa de la Concha.
La pesca era, junto al fútbol y la cocina, su gran afición, aunque últimamente cargaba poco el sedal en el carrete. Dedicaba las mañanas de los fines de semana a seguir a su nieto, que volaba de palo a palo en campos con más barro que hierba
Con la marea baja, cientos de niños jugaban y los porteros, como Iñaki, perdían el miedo a tirarse. Cómo echaba de menos ver a su nieto, con el pelo revuelto y lleno de arena, atajando un balón imposible. Eneko llegó a mediodía para dar el relevo a su compañero. Preparó pasta con tomate y queso rallado. No sabía hacer muchas más cosas, pero lo bueno para José Mari es que los dos comían lo mismo. Compartían menú, aunque por separado. Eneko no quería problemas, si se presentaba por sorpresa algún jefe y lo veía intimando con el secuestrado. Hoy es el día, chaval. Se lo dijo mientras le pasaba la comida por la gatera abierta en la parte inferior de la puerta. Hablaban como si fueran dos presos en celdas contiguas.
Cuando José Mari iba al baño, Eneko se ponía un pasamontañas, que solo dejaba ver unos ojos marrones. Después, volvía a encerrarlo, candaba la puerta, pero mantenía abierto el portillo. Aquel domingo, además, tenía preparada una sorpresa. Coplas, noticias, música clásica y, por fin, anuncios de coñacs y cigarrillos. La tarde prometía. En condiciones normales, Eneko y José Mari estarían en El Molinón, donde la Real Sociedad se jugaba la posibilidad de ser campeón, pero ninguno de los dos podía. Si algo no era normal en aquellos meses de 1981 eran las condiciones.
En condiciones normales, Eneko y José Mari estarían en El Molinón, donde la Real Sociedad se jugaba la posibilidad de ser campeón, pero ninguno de los dos podía. Si algo no era normal en aquellos meses de 1981 eran las condiciones.
Eneko habría ido con su pandilla en autobús. Madrugón, bocadillo, unas cervezas, unos cuantos gritos por la calle y al partido, con las ikurriñas y las banderas blanquiazules. José Mari llevaría en Gijón desde el sábado, con Fernando Bengoechea y alguno más de la sociedad, que se hubiera apuntado. Habría cenado en algún llagar asturiano. Sidra, lacón, oricios, parrochas, quesos, eran de buen comer. Y al día siguiente, se habrían metido una buena fabada antes del partido. Pero no, los dos estaban condenados a no verlo, separados por una pared y unidos por el sonido de un locutor, que les quitó las penas cuando cantó el gol de penalti de Kortbarría a los siete minutos. La Real lo tenía hecho, le bastaba un empate para ser campeón. El Madrid, que jugaba y ganaba en Valladolid, debía vencer y esperar una victoria del Sporting. Eneko y José Mari eran optimistas, a pesar de que la temporada pasada la gloria se escapó, cuando ya la tocaban con los dedos.
Los dos goles de Mesa para los asturianos, antes y después del descanso, voltearon la situación y el ánimo de los dos. La alegría por el empate del Valladolid duró poco porque el Madrid volvió a poner tierra de por medio. Eneko y José Mari ya no hablaban, las manecillas del reloj avanzaban sin freno. Y en medio del silencio, la voz del narrador: «Hay un pase de Olaizola sobre Alonso, centro de Alonso, va a saltar Castro, toca de puños, llega el balón sobre Górriz, ¡disparo de Górriz!, atención, Zamora tiene la pelota, tira y... ¡goool, goool, gol de la Real, gol, goool, gol de la Real, goool! ¡Increíble señores!». Cada uno lo celebró a su manera. José Mari no se levantó, se limitó a cerrar los puños con fuerza y deseó que su nieto Iñaki dejara de pensar en su abuelo secuestrado, que por un momento viera la vida de color blanquiazul. Eneko saltó y gritó de alegría, recorrió varias veces el salón de la cabaña y solo paró cuando escuchó decir: «Ha terminado el partido, la Real ha hecho historia, la Real ha ganado la Liga».
Eneko saltó y gritó de alegría, recorrió varias veces el salón de la cabaña y solo paró cuando escuchó decir: «Ha terminado el partido, la Real ha hecho historia, la Real ha ganado la Liga».
Respiró profundamente y miró hacia el agujero de la puerta, del que salía una mano curtida por el paso del tiempo y llena de pequeñas cicatrices. Los años montando armarios de chapa pasaban factura. Eneko se agachó y estrechó la mano de José Mari, que apretó con fuerza durante no menos de diez segundos. Era la primera vez en dos meses que aquellos dos hombres mantenían un contacto físico. Eneko apagó la radio y no volvieron a hablar hasta que le pasó la ensalada para la cena. Por la noche, José Mari durmió poco. Se sentía mal por haberse alegrado por un partido de fútbol mientras su familia sufría por su secuestro. Además, había compartido esa alegría con un tipo, que llevaba una pistola al cinto y que tenía como única misión custodiar a un empresario al que los suyos odiaban por ser un traidor a la patria vasca. En mitad de la noche, oyó unos golpes en la puerta de su habitación. La luz de una linterna le golpeó en la cara y alguien empujó por la gatera una bandeja con un termo de café. José Mari se incorporó y notó un escalofrío cuando dio un sorbo a un café amargo y helado. Eneko ya no volvió a la cabaña y supo lo que sucedió porque vio la foto de José Mari en la primera página del ABC.
Muchos periódicos no tenían problema en mostrar cadáveres de víctimas de ETA en sus portadas. Así se enteraron también los amigos de la sociedad gastronómica, que agacharon la cabeza y apenas murmuraron su disgusto. Solo lloraron su familia y Fernando Bengoechea, que lo hizo en privado porque solo así podían hacerse ese tipo de cosas. Pasados los años, Eneko no podía borrar de su memoria la imagen de José Mari, tendido en el suelo, con los ojos abiertos y la mano derecha boca arriba llena de callos y marcas, la misma mano que había apretado con fuerza justo después del gol de Zamora. Si pensaba en ello, se derrumbaba. Él, que había volado un cuartel de la Guardia Civil en La Rioja; que había asesinado a un gobernador militar y a su escolta; que había herido de gravedad a dos policías nacionales en Bilbao. Él, que había hecho méritos en la banda y que durante un tiempo solo mandaba matar.
Muchos periódicos no tenían problema en mostrar cadáveres de víctimas de ETA en sus portadas. Así se enteraron también los amigos de la sociedad gastronómica, que agacharon la cabeza y apenas murmuraron su disgusto.
Cuando lo detuvieron en 1997, no respondió a ninguna pregunta en los interrogatorios; solamente negó que él hubiera ejecutado al empresario José María Aranzadi en 1981. No apretó el gatillo, pero no podía olvidar aquella fotografía. El recuerdo lo asaltaba cada día en la cárcel de Herrera de la Mancha. A José Mari Aranzadi lo mataron de un disparo en la nuca en un campo de helechos cercano a la carretera que une Pamplona con Hendaya, ya en suelo guipuzcoano. La autopsia determinó que había fallecido en el acto y que llevaba entre seis y ocho horas muerto cuando lo encontró a las dos de la tarde, el lunes 27 de abril, un paisano que paseaba a su perro. Esa vez, ETA no avisó a ningún medio de comunicación con la localización del cadáver. Tampoco se suspendieron las celebraciones por el título de Liga.