Texto Antoni Daimiel.- En las doce horas previas al saque inicial de la final de la Champions en Lisboa todo en mí fue absorber, insuflar, interactuar y compartir, una de mis versiones más sociables que recuerdo. Desde que abandoné el estadio (aún con el tres a uno en el marcador) mi única preocupación fue aislarme, recluirme, arrinconarme, confinarme en un mundo sin prensa, información o reacciones. Desemboqué en tal despiste que tres días después leí un titular de periódico que decía “El estilo es una idea estúpida” y me pensé, iluso de mí, que era producto de alguna reacción a esa final de la Champions. En realidad resultó ser una frase del arquitecto suizo Jacques Herzog. Tengo un amigo poderoso al que le mantengo el vínculo porque siempre se empeñó en demostrar más el primer adjetivo que el segundo. Fue este amigo el que me consiguió la entrada para poder asistir a una final de Champions del Atlético de Madrid, que en mi caso suponía revivir la escena de Gene Wilder metiéndose en la cama con Kelly Lebrock en la película 'La mujer de rojo'.
Fue este amigo el que me consiguió la entrada para poder asistir a una final de Champions del Atlético de Madrid, que en mi caso suponía revivir la escena de Gene Wilder metiéndose en la cama con Kelly Lebrock en la película 'La mujer de rojo'.
Resulta paradójico descubrir cómo fui capaz, en Lisboa, de meterme en la cama con la LeBrock habiendo visto ya la película, sabiendo que su marido llegaría y yo tendría que salir por la ventana. Mi amigo poderoso pidió las entradas para él y me las vendió con total confianza en mi discreción y saber estar. De otra manera no hubiera podido ver el partido detrás de Marichalar y Froilán, rodeado de espectadores con americanas de diseño, puños blancos, cinturones chillones y pulseras rojigualdas, inmersos en el anacronismo de mezclar a viva voz el cántico del “cómo no te voy a querer…” con el “Sí se puede” con la perfección sonora de un popurrí de éxitos del Dúo Dinámico. Si alargaba la vista al fondo cercano de espectadores del Real Madrid sí podía divisar rostros de temor por la derrota. Pero en los madridistas de mi zona no cundió el desánimo, ni siquiera en el minuto 89. Un padre le susurró a un niño de cinco años, a mi lado: “Hay que tener fe, hijo.” “Pero si queda un minuto, papá” respondió el menor.
Pero en los madridistas de mi zona no cundió el desánimo, ni siquiera en el minuto 89. Un padre le susurró a un niño de cinco años, a mi lado: “Hay que tener fe, hijo.” “Pero si queda un minuto, papá” respondió el menor.
Obviamente en cinco años el niño no había tenido tiempo de consolidar la seguridad del triunfador, pero al día siguiente ese niño se levantó cien por cien dueño de los valores de esa estirpe. Decenas de espectadores de aquella grada donde me tocó ver el partido no han tenido que convivir con el desánimo ni con la opción de una puñalada del azar. La costumbre de que todo para ellos suele acabar bien les decoró una ligera sonrisa permanente durante 93 minutos, en ese mientras tanto hasta que llegó el gol de Sergio Ramos. Pese a que en esta vida siempre habrá diferencias trataré de no desaprovechar la oportunidad de ir al campo cuando el Atlético de Madrid regrese a otra final de Champions, aunque ya no pueda recordar lo que pasó en la anterior o no me queden amigos de los que me puedan proporcionar una entrada. No creo que el Atlético, por mucho tiempo que pase, consiga cambiarle a sus seguidores ese gesto de Gene Wilder. Ni falta que hace. Desnudarse frente a Kelly Lebrock, sincronizados, mirándonos a los ojos, no perderá emoción con el paso del tiempo. Aunque luego Lebrock acabara casándose en la vida real con Steven Seagal, un tipo de esos que seguro solía quitarse la camiseta para presumir de torso y tableta cuando el director ya había acabado de filmar.