Líbero.- Es Maracaná. Pero no el nuevo Maracaná. El mítico, el de las 200.000 almas. Esa es la imagen de portada con la que celebramos la vuelta del público a los estadios. Es una fotografía de Ricardo Beliel, histórico fotógrafo, artista y escritor brasileño nacido en 1953 en Río de Janeiro. A Ricardo Beliel su madre siempre le hablaba de una tarde mágica en aquel mundial que terminó con el Maracanazo de Uruguay. Fue apenas tres días antes, en el festín que se dio Brasil con España, la mejor selección española de la historia de los mundiales hasta 2010. Ganó la verde-amarela por 6-1. “Y mi madre siempre recordaba la imagen de 200.000 personas agitando pañuelos blancos con cada gol y todos cantando ‘Touradas en Madri’, una canción famosa de la época, de Carmen Miranda”.
MARCADOR» La 'Arquibancada' de Maracaná repleta, a pleno sol. Foto. Ricardo Beliel.
El periodista Arturo Lezcano, residente durante muchos años en Río de Janeiro, vivió en primera persona la transformación del aquel viejo mito redondo en un estadio convencional, equiparable a muchos otros a los largo y ancho del imperio fútbol. En busca de testimonios para su reportaje que abre la nueva edición de Líbero, la memoria de Beliel jugó un papel trascendental.
«Se vendían 200.000 entradas pero entraban otros 30.000, entre invitados y gente que se colaba saltando los muros, era todo muy informal»
Beliel es un fotógrafo carioca cuya obra puede servir como manual de historia contemporánea de Brasil. Para muestra, las que engalanan este reportaje, un eje visual de la vida de Maracaná, que también es la suya. “Mi madre era profesora en mi colegio, la Escuela Cuba, y su compañera era la mujer de Nilton Santos”, estrella del Botafogo de los 50 junto a Garrincha y considerado el mejor lateral izquierdo de la historia. “Y ellos, los Santos, eran nuestros vecinos. Eran los tiempos en que los futbolistas eran clase media, claro”, sonríe. Por el otro lado su padre era periodista y se lo llevaba al estadio: “Mi primer partido fue un Botafogo-Santos”, lo que equivalía decir a los dos mejores equipos del continente y, quizás, del mundo.
GENIOS» Dos estrellas míticas de Maracaná. Bebeto y Romario, años 80. Foto. Ricardo Beliel.
Por esos vínculos su equipo de la infancia fue Botafogo. Luego migró en la adolescencia al equipo más seguido de la ciudad y de Brasil: Flamengo. Para verlo los domingos cubría, como casi todo el mundo, distancias kilométricas en un bus o un tren, cargando un saco con papel que iba troceando y picando a lo largo de la semana para después lanzarlo al viento desde la grada. Descubrió entonces que aquello de Maracaná no era fútbol: “Era un carnaval”. Primero como hincha, luego como periodista, comprobó que el mito se quedaba corto: “Se vendían 200.000 entradas pero entraban otros 30.000, entre invitados y gente que se colaba saltando los muros, era todo muy informal”.
La arquitectura de Maracaná representaba un Brasil a escala, pues reproducía, cree Beliel, la estructura social del país: en la parte superior del anillo inferior se ubicaban las cadeiras, aquellas butacas compradas a largo plazo por gente de clase media-alta, que parecían apenas un filete incrustado en el medio de la circunferencia del estadio, con la mejor visión del campo, ni muy alto ni muy bajo, y a cubierto del sol y la lluvia, ambos abundantes en el trópico.
GERALDINOS» La grada baja, casi plana, todos de pie. Foto. Ricardo Beliel
Arriba, todo el anillo superior lo ocupaba la Arquibancada, la grada superior, la más grande, mayoritariamente clase media a la que le gustaba ver el fútbol con cierta comodidad. A sus parroquianos los llamaban arquibaldos, haciendo un juego de palabras. Y debajo de todo eso quedaban los tres cuartos del anillo inferior, el lugar donde “por dos monedas el pueblo se divertía, donde todo se vivía diferente”. Eso se llamaba Geral, la general, grada de cemento y de pie, y a sus habitantes se les conoció por geraldinos. Allí se vivía el desenfreno sin fin: los desconocidos se arrojaban en brazos de otros desconocidos, se disfrazaban, bailaban, insultaban a coro, se tiraban en avalancha, sudaban, se mojaban, bebían y florecían en vida a cada abrazo de gol tras seis días de rutina vital más o menos atribulada. Era, según cuenta -con palabras e imágenes- Ricardo Beliel “una catarsis deportiva y social”. Como en el resto del mundo, pero a lo bestia.