Cuando nunca fuimos los mejores

El escritor Javier Aznar desmenuza cada detalle de su futbolista imaginario. El gol ideal, la celebración y hasta la marca que le patrocina. La creatividad sin límites de a quien los bollos suizos le empujaron a una Facultad de Derecho.

Javier Aznar | Ilustración Artur Galocha.- Nuestro momento más terrible de la carrera era el examen oral de Derecho Mercantil. Era una experiencia similar a la de tener que jugar en Yugoslavia en los 90: tenías claro el plan, la estrategia a seguir, pero luego te venías abajo al primer gol en contra. Surgían dudas, entraban pájaras y terminabas autoexpulsado por alguna tontería. Nuestro temido profesor, Ruiz de Velasco, que en paz descanse, era nuestra particular bestia negra. Mi Bayern de Múnich. Soñaba con él y con ese examen. Aún lo hago a veces. Era un hombre de semblante serio. A veces llevaba una capa, lo que le hacía imponer todavía más respeto. Parecía el cochero de Drácula. Y siempre, siempre, llevaba un pin del Atleti en la solapa del traje. Jamás le vi sin él. Una vez se me ocurrió hacerle un chascarrillo sobre la última derrota colchonera en el derbi madrileño. Mis compañeros me miraron aterrorizados, como si acabara de tirarme al foso de los osos del zoo. A veces me pongo tan nervioso que dejo de percibir el peligro a mi alrededor.

Mi amigo Fernando Andrada estaba un par de puestos delante de mí en la lista de clase, por lo que entraba a hacer el examen oral justo antes que yo. Siempre estábamos juntos los días de examen, repasando por los pasillos, escuchando qué habían preguntado a los anteriores compañeros. Nos llevábamos las manos a la cabeza cada vez que salía alguien pálido diciendo que le había caído la prenda hipotecaria. Yo rezaba para que me cayeran los estatutos de la sociedad anónima, que era como si te tocaba el Apoel de Nicosia en cuartos de final. Jamás sucedió tal cosa, por supuesto.

"Nos llevábamos las manos a la cabeza cada vez que salía alguien pálido diciendo que le había caído la prenda hipotecaria. Yo rezaba para que me cayeran los estatutos de la sociedad anónima, que era como si te tocaba el Apoel de Nicosia en cuartos de final."

En nuestra universidad teníamos un pequeño patio con una pista de fútbol sala. El día del examen, a escasos minutos de entrar al matadero, Andrada y yo estábamos apoyados en una portería, pasando hojas del enorme libro de Mercantil, intentando memorizar los últimos detalles. Entonces Andrada levantó la cabeza y, muy serio, contemplando la portería, me hizo una pregunta que nunca olvidaré:
“En la final de la Copa del Mundo, ¿dónde tirarías el penalti?”
.

Miré estupefacto a mi amigo. Estábamos los dos a escasos minutos de examinarnos. Ya se podía oír el ruido del afilador. Olíamos la sangre. Sonaban los clarines. Y me había sacado de mi estado de concentración máxima para preguntarme eso. Para preguntarme semejante obviedad.

“Fuerte, a mi derecha y por bajo, obviamente”, le dije sin dudar. Porque a mí podían sorprenderme con una pregunta de Derecho Mercantil, pero nunca jamás con la de mi penalti imaginario en una final de Champions o de Mundial. Siempre hay que estar preparado. Nunca sabes cuándo puede llegar tu momento. Es una cuestión que tienes que llevar de alguna forma contigo en tu petate vital. No puedes ir por la vida sin tener claro algo así. 

Es más, a veces no solo me imagino que resuelvo una final en una tanda de penaltis. Pienso que soluciono toda una eliminatoria decisiva de Champions, saliendo como revulsivo del banquillo, con un muslo vendado para añadir dramatismo a la escena, poniendo mi salud y mi integridad física en peligro, cual Julian Ross, por mi amor a los colores. Yo cuando me pongo, me pongo. Me imagino hasta la posterior rueda de prensa. Y las portadas y titulares de los periódicos. Hasta me imagino la celebración con mis compañeros y con el entrenador. Cualquier día de esos tengo que empezar a pensar ya en mi rueda de prensa imaginaria de retirada. A todos nos llega el momento de colgar las botas. Incluso a los futbolistas de mentira.

CANCHERO
¿Que cómo sería mi gol soñado? Me imagino que con una elegantísima pero letal finta dejo sentado al central y que luego la coloco en el ángulo en imposible parábola. El portero solo puede hacer la estatua. Enmudece el estadio. Me acerco, con el rival todavía tumbado en el césped, y con voz de psicópata le digo: “Comé pasto, burro”. No sé muy bien por qué, pero en mis imaginaciones siempre me sale una vena canchera argentina muy macarra que no entiendo demasiado bien de dónde me sale. Y luego termino pasándole la pierna por encima, con total desprecio, como Iverson con Tyrone Lue en las Finales de la NBA de 2001, el movimiento más frío y badass que he visto jamás en deporte. Y sigo mi camino sin mirar atrás, como los tipos duros de las películas cuando hacen explotar algo.

Otro tema al que siempre le he dado muchas vueltas es a cómo sería la celebración de ese gran gol. He pasado por distintas fases. Ahora que estoy alcanzando cierta madurez, creo que mi favorita sería la de Thierry Henry, la ausencia total de celebración. La seriedad. Pasar de piruetas, de hacer la cucaracha o de simular que tocas un violín. Sobriedad. Hieratismo. 

Frío como el hielo. La burocracia del gol. Simplemente dirigirte a la afición con cara de “un día más en la oficina”. Como dijo una vez Balotelli: “Cuando un cartero entrega una carta, ¿acaso lo celebra?”. Es una tontería mayúscula, pero no sé qué esperabais de mí citando a Balotelli como si fuera Séneca.

He pasado por distintas fases. Ahora que estoy alcanzando cierta madurez, creo que mi favorita sería la de Thierry Henry, la ausencia total de celebración. La seriedad

Yo quise ser futbolista pero no pude llegar por mi origen. La casa en la que crecí estaba situada entre una pastelería y una pizzería. Demasiadas tentaciones. Mi pequeña maldición burguesa. Pero no me escondo. Ya lo decía Warhol: “No hay nada más burgués que tener miedo a parecer burgués”. Si desayunas sobaos pasiegos todos los días es imposible que llegues a la élite. Fui el Maradona de la repostería. Caía una y otra vez. Difícil salir de esa espiral. Además, las señoras que atendían la pastelería me querían como a un nieto y cada vez que iba y pedía un bollo suizo me regalaban dos Kit-Kats (uno para mí y otro para mi hermano, pero a él no le gusta el chocolate y yo me pasé 15 años callado como una rata sin decir nada al respecto). Luego que si me cansaba dando vueltas corriendo al campo del Racing. Normal. Tenía más mantequilla que sangre corriendo por las venas.

Me imagino muchísimas tonterías relacionadas con mi vida de futbolista frustrado. Mi capacidad creativa es inagotable. Pienso en el número que llevaría a la espalda (siempre el 8). En qué marca me habría gustado que me patrocinara (Umbro). En qué puntuación tendría en el FIFA (no firmo menos de un 85). En qué país me habría gustado acabar mi carrera deportiva. También, de vez en cuando, no puedo evitar acordarme de aquel profesor de Derecho Mercantil. Sobre todo cuando levanta algún título el Atlético de Madrid. Me imagino lo mucho que le habría gustado verlo. Es apenas una ráfaga. Un pensamiento fugaz. Pero el fútbol también es eso, supongo. •