Guille Galván.- Hace algún tiempo trabajé de documentalista para películas. Me encargaba de buscar por agencias y televisiones las imágenes de archivo necesarias para el montaje final. Mi primera producción fue 'Invierno en Bagdad', de Javier Corcuera, un documental en donde los habitantes de la capital iraquí, testigos y víctimas, contaban historias de los terribles meses que vivió la ciudad tras la decisión de Bush, Blair y Aznar de bombardearles. Pasé muchas horas viendo los brutos de las agencias que después las televisiones fragmentaban en sus informativos. Eran piezas de 20, 30 minutos en donde los camarógrafos, además de cubrir los bombardeos nocturnos, las explosiones en los mercados o las jornadas maratonianas en morgues y hospitales, recopilaban pinceladas de vida “normal” en las ciudades, episodios que, con frecuencia, no caben en los noticiarios.
Mi primera producción fue Invierno en Bagdad, de Javier Corcuera, un documental en donde los habitantes de la capital iraquí, testigos y víctimas, contaban historias de los terribles meses que vivió la ciudad tras la decisión de Bush, Blair y Aznar de bombardearles.
En esas pinceladas de cotidianeidad las mujeres visitaban los puestos de fruta, los hombres echaban un dominó en los cafés de las orillas marrones del Tigris y los niños y las niñas jugaban en descampados imaginando qué serían si todo hubiera sido de otra manera.
KABUL» Una escena de fútbol en Afganistán en diciembre de 2007 en Kaboul. Foto. Massoud Hossaini
Abriéndose hueco a codazos entre los números de muertos, las fotografías y los episodios traumáticos aparecían escenas del día a día, juegos y rutinas que, en un contexto de guerra, adquieren un valor de dignidad impresionante convirtiéndose en un elemento indestructible de esperanza. Además de los adultos, algunos de los protagonistas de esta película eran niños de distintas edades que maldecían tener petróleo en su país y contaban a cámara lo mucho que les había cambiado su vida desde que los ataques se llevaron, no solo a familiares y amigos, sino también sus tiempos y rincones para jugar.
Esta foto fue tomada unos años después a casi 3.000 kilómetros de distancia de Bagdad, sobre la colina Wazir Akbar Khan de Kabul, Afganistán. Más de cuatro décadas de violencia en el país han dejado prácticamente destruidos los espacios en donde se reúnen los adolescentes para jugar, de la misma forma que le sucedió a la cuadrilla del documental iraquí. Una piscina de saltos, seca por un invierno que dura ya demasiados años y que seguro apuntaba a grandes tardes, convertida ahora en no-lugar que se eleva como un paréntesis en la realidad de las bombas y atentados.
Una piscina de saltos, seca por un invierno que dura ya demasiados años y que seguro apuntaba a grandes tardes, convertida ahora en no-lugar que se eleva como un paréntesis en la realidad de las bombas y atentados.
No solo es refugio, este búnker improvisado también se levanta como trinchera de lo simbólico. Es una valla publicitaria esperando un nuevo eslogan, un mirador donde se retiran los amantes pero también un campo de fútbol improvisado para los chavales. Igual que observé en mis cabinas de visionado, compruebo en esta fotografía que los espacios de juego son más necesarios que nunca en los momentos duros porque transforman la realidad de la misma manera que toda pelota tiene la virtud de convertir cualquier rectángulo en estadio. Son escudos, puentes capaces de convertir lo trágico en excepcional y hacer olvidar la ciudad que agoniza a sus pies hasta convertirla en cualquier otra, en todas las demás.
Alrededor de la pelota con la que chutan a la pared, con la que se tiran faroles y eligen qué jugador hubieran sido de haber nacido en cualquier otra parte o antes de vacilar con cuál de los trampolines elegirán para lanzarse de cabeza cuando sus piscinas vuelvan a tener agua.
*Este artículo fue publicado en la edición 27 de Líbero. Ayúdanos a seguir haciendo Líbero pidiendo a domicilio la revista. Por ejemplo, puedes comprar este ejemplar AQUÍ