De repente, el último verano

En el campo se aprenden lecciones de por vida. Una de ellas le pilló por sorpresa a un joven Javier Aznar durante un partido en la playa, cuando el entrenador le pidió que saliera inmediatamente del campo, aunque dejara a su equipo con 10.

Javier Aznar

Ilustración Pau Valls

Uno de los privilegios de haber crecido en una ciudad con mar fue el de poder jugar al fútbol playa. No hablo de esas pachangas como de Romario y Djalminha en la arena seca de Copacabana, más parecido al vóley-playa que a otra cosa. Hablo de partidos serios, en arena mojada, once contra once, con la marea baja, al atardecer después del colegio. Cuando los días empezaban a ser más largos. Cuando todo quedaba por delante: el verano, las vacaciones, la vida. Estabas por la tarde, muerto del asco, en clase de Tecnología, pero podías sentir ese nerviosismo, como de día de Champions, recorriéndote el cuerpo porque sabías que esa tarde ibas a jugar un partido de fútbol en la playa. Y eso era especial. Nos poníamos en el vestuario el uniforme, con los pinkies, una especie de calzado de goma amarilla, sin cremallera, bien sujetos con tobilleras, y nos íbamos andando hasta la Segunda Playa del Sardinero, con las porterías desmontadas al hombro y un par de garrafas de agua, hablando de un Ajax-Milan de Champions que se jugaba aquella semana.

Estabas por la tarde, muerto del asco, en clase de Tecnología, pero podías sentir ese nerviosismo, como de día de Champions, recorriéndote el cuerpo porque sabías que esa tarde ibas a jugar un partido de fútbol en la playa

Lo que más me gustaba era el olor que se quedaba en la bolsa de deporte toda la semana. A mar, arena, sudor y salitre. Éramos buenos. Un año llegamos a la final. Perdimos contra el Bansander: 8-3. Diluviaba ese día. Me acuerdo de mis compañeros en la playa, empapados y derrotados, tan dramático todo como los primeros quince minutos de ‘Salvar al Soldado Ryan’. A pocos rivales odié tanto como al Bansander. Estaban patrocinados por el Banco Santander e iban todos uniformados de rojo, con las bolsas de deporte con el logo enorme del banco. Parecían de una secta. Me imaginaba a Botín viendo los partidos en su despacho. Precursores del doping financiero en el fútbol antes que el PSG o el City. Tenían a un chico que se llamaba Jandro, zurdo, que todavía me genera ansiedad. A veces me despierto por las noches gritando “ESTOY CON DOS. ESTOY CON DOS”. Jandro era uno de esos chicos que te parece imposible que no llegaran a profesionales.

Toda una vida estuve jugando contra él. No sé cuántos goles y caños nos pudo hacer. Todos decíamos “Boh, no es tan bueno”. Eso se dice siempre de los mejores. Yo solía gritar: “Coge al 8”, en vez de “Coge a Jandro”, porque no quería reconocer que todos sabíamos su nombre. Le negaba esa grandeza. El día de aquella final, tras habernos destrozado y abierto en canal, Jandro se fue a una banda donde su madre le estaba esperando para secarle con una toalla enorme con un enorme escudo del Barça entre laureles. Pero cómo no le iba a odiar. Es que lo tenía todo Jandro. El puto Jandro.

Me imaginaba a Botín viendo los partidos en su despacho. Precursores del doping financiero en el fútbol antes que el PSG o el City. Tenían a un chico que se llamaba Jandro, zurdo, que todavía me genera ansiedad

En uno de esos partidos de fútbol playa, un día pasó algo que nunca olvidaré. Un momento estelar. Mi entrenador, Chus Labari, se desgañitaba dándome órdenes. Recuerdo que me decía que me pegara más a la banda izquierda. O algo así. Pero con el rugido del mar de fondo no se le oía bien. Yo ya andaba cansado y el partido, aunque tenso, estaba controlado. Así que le hice un gesto algo despectivo con el brazo, como “Déjame un rato tranquilo” o “No me taladres”. Y entonces Chus tuvo un gesto nunca visto en la historia del deporte: me sacó del campo. Me quitó, dejando a nuestro equipo con 10 jugadores. Lo más loco desde la autocanasta de Ferrándiz. Se lo intenté hacer ver camino a la banda, por si no había reparado en que no nos quedaban cambios, pero me quitó del campo. Sin vacilar un instante. Y serio, sin apenas mirarme, me dijo: “A tu casa”. No daba crédito.

Y entonces Chus tuvo un gesto nunca visto en la historia del deporte: me sacó del campo. Me quitó, dejando a nuestro equipo con 10 jugadores. Lo más loco desde la autocanasta de Ferrándiz. 

¿Cómo podía aquel entrenador prescindir de mi privilegiada visión de juego en el medio campo y dejarnos con uno menos? Me fui avergonzado. Aquello era mucho peor que una expulsión. Una tarjeta roja al menos tiene un punto de nobleza y honra de fondo. Te echan por ir fuerte, por impulsivo, por exceso de ímpetu, por defender demasiado a tu equipo. Yo no tenía ni ese atenuante. Aquí era mi propio entrenador el que me mandaba a la caseta. Y además, como estábamos en la playa, no tenía ni eso, ni la caseta. Así que me tuve que volver al colegio, andando solo, lo que hacía la escena aún más dramática si cabe. Eso sí que fue un walk of shame.

No me escondo: hice ese camino de vuelta llorando. Con mis pinkies amarillos y mis tobilleras. Ese mismo camino hasta mi colegio lo repetí unos 4 millones de veces a lo largo de mi vida: lo hice tras dejarme alguna novia, lo hice agobiado por exámenes, lo hice hablando de problemas con amigos. Pero jamás tan triste como aquel día. Tengo la imagen de estar parado, con los ojos llorosos, esperando a que un semáforo se pusiera en verde, vestido entero de futbolista, extraño como un pato en el Manzanares, que cantaba Sabina. Pero aquella solitaria caminata me enseñó mucho. Me enseñó a no ser un chulo, a tener respeto por el que manda, a pensar en los demás. Me enseñó a saber pedir perdón. Me enseñó lo estrepitoso que puede ser el silencio de la culpabilidad. Y he tenido presente ese momento en muchas ocasiones de mi vida.

Tengo la imagen de estar parado, con los ojos llorosos, esperando a que un semáforo se pusiera en verde, vestido entero de futbolista, extraño como un pato en el Manzanares, que cantaba Sabina.

Ocasiones en nada relacionadas con el fútbol y a miles de kilómetros de esa playa y de aquel colegio. Y descubrí que está bien que de vez en cuando alguien te mande a tu casa. Te pone en tu sitio. Es curioso que casi todos los recuerdos que guardo de jugar al fútbol ocurren siempre fuera del campo: la playa, el frío de los vestuarios, el sabor plasticoso de la garrafa de agua compartida por turnos, el barro y las duchas, el silencio tras una derrota, la portería clavada en la arena como si fuera la bandera de Iwo Jima, la euforia en vestuarios ajenos tras una victoria a domicilio.

Y momentos como el de mi autoexpulsión, revolución táctica a la altura del fuera de juego de Sacchi o el falso nueve de Guardiola. A veces, en estos días de temprana primavera, voy por Madrid y me viene una ráfaga de olor igual a la de esos días en los que íbamos a jugar al fútbol, yendo al Sardinero al atardecer, con la porterías desmontadas sobre los hombros, que solo nos faltaba ir silbando como los soldados de ‘El puente sobre el río Kwai’. Sé que es imposible, que no tiene sentido, pero puedo olerlo. Como cuando de repente te cruzas con una gaviota por la M-30. Como decían en la serie ‘The Office’: ojalá hubiera alguna manera de saber que estás en los “buenos tiempos” antes de dejarlos atrás. •