Diego Armando Maradona, 'El Capitán'

El autor es el jefe de scouting del Chicago Fire. Llegó a Illinois desde Buenos Aires donde emigró desde Madrid tras la pista de la autenticidad futbolística y el liderazgo que dominaba el dueño eterno del brazalete, Maradona.

Fotografía Agencias

*Borja de Matías.- Explicar a Maradona es una tarea compleja e interminable. Uno corre el riesgo de perderse entre goles, gestas, declaraciones incendiarias y recuperaciones milagrosas, filias y fobias. También de sentenciar apresuradamente, de defender cualquier acción con cierta vehemencia, de caer en esa cuestión barata de la vida en la que uno termina juzgando en base a ciertos valores y preceptos. No es el objetivo de este texto. Claro que tengo mi opinión al respecto y claro que he estado tentado de ir a tatuarme su firma, su nombre, o algo que sea fácilmente identificable -confieso que me decantaría por una jugada en la que da un taconazo tremendamente estético en el Mundial de Mexico-, pero ese no es el asunto. Al menos fuera de las paredes de casa.

En los últimos días he tratado de escuchar y leer muchas cosas que se han dicho sobre él; muchas interesantes, ratifican su condición de mito, algo para lo que ni siquiera necesito de la muerte joven; otras se limitan a aplaudir su condición de deportista mientras, embebidos por los hechos, lo ratifican sin discusión como el mejor jugador de la historia; y, a mi juicio, las más interesantes: aquellas que proceden de sus ex compañeros, los que realmente pudieron conocer lo que era Diego junto con lo que suponía ser Maradona -a estas alturas conviene diferenciarlos-. Y todos, absolutamente todos, hablan mejor de él como compañero que como jugador. “El Capitán, mamita, el Capitán, que te parece? Este tipo fue un genio, los hizo felices a todos”, murmuró Óscar Ruggeri, entre lágrimas al conocer la noticia. La realidad fue llenando el plató, cayendo como una losa, pero sin sorprender demasiado a nadie.

“El Capitán, mamita, el Capitán, que te parece? Este tipo fue un genio, los hizo felices a todos”, murmuró Óscar Ruggeri, entre lágrimas al conocer la noticia. La realidad fue llenando el plató, cayendo como una losa, pero sin sorprender demasiado a nadie.

“Mirá lo que era ese monstruo… Cómo nos pasó la vida. Yo hablo con Nery [Pumpido] y no hablo con Nery, hablo con mi arquero. Estoy como parado en ese mundo, no lo relaciono con la vida. Yo no hablaba con Diego, yo hablaba con mi Capitán, que estaba esperando que me dijera: hoy hay que ganar, cabezón…hoy hay que darle para adelante”. Todos coinciden en que el día después de algo extraordinario es complicado. Cómo se hace para asumir la normalidad después de haber traspasado cualquier límite mortal. Las deidades se terminan devorando a sí mismas y el día después cuesta. El relato de Ruggeri, similar al de cualquiera de sus ex compañeros, deja ver la dificultad de ser Diego después de haber sido Maradona. La dificultad en el recorrido de su condición de humano al de mito.Por todo eso, la mirada de ellos es la más valiosa de todas.

Desde hace ya seis años convivo diariamente en entornos profesionales de fútbol. Me ha tocado vivir situaciones complicadas en las que los egos y las exigencias rara vez coinciden hacia un objetivo común. Lo habitual pasa, casi siempre, por elegir el camino individual, tomar decisiones que afecten solo a lo que uno pueda controlar y actuar en función de lo que vaya sucediendo. Es lo natural, y el progreso no hace demasiado para que nadie escape de esa idea: los móviles nos apartan del que tenemos al lado, nos hacen más egoístas, alimentan el ego, limitan el diálogo y modifican la convivencia. Arrebatan la condición del fútbol como juego, limitan el orgullo de la victoria y como consecuencia, ensucian el proceso.

Lo habitual pasa, casi siempre, por elegir el camino individual, tomar decisiones que afecten solo a lo que uno pueda controlar y actuar en función de lo que vaya sucediendo.

“Nosotros no teníamos nada. Nos íbamos a la pieza a hablar y ya esta: todo el día juntos. Todo el día hablando del partido, haciendo bromas, uno contaba lo que pasaba en su casa, otro con la mujer… era simplemente eso: estar juntos, en las habitaciones, hablando”, resume Ruggeri como si echando la vista atrás pudiera volver por un instante a sentir el abrigo de la fraternidad que solo da un vestuario. Por eso hoy pienso que gran parte de la grandeza del Maradona futbolista reside en la capacidad de hacer partícipe a todos de lo maravilloso de sus virtudes. Con una capacidad de seducción extraordinaria, supo adecuar su figura dentro de cada contexto. Su sensibilidad ante los problemas de los demás, su empatía, su condición global de Capitán marcando el camino, comprendiendo las limitaciones de los demás y siendo capaz de mejorarlos, haciéndolos creer que eran mejores de lo que creían.

Los años lo elevarán a una condición de mito desvirtuado, despojado probablemente de algunas de sus condiciones más honestas y elementales, como la de Capitán en el mas amplio significado de la palabra. Por eso creo que merece la pena no perder los testimonios de aquellos que compartieron su día a día en el vestuario, donde los gritos, las arengas, los golpes y el olor a linimento eran de las pocas cosas reales y auténticas de su vida.

Como dijo Valdano, Diego fue un superhombre: con jugadores normales le ganó a todo el mundo dentro de la cancha y con su orgullo de clase le ganó a todos también fuera: le dio esperanza al sur de Italia, pateó la mesa de la FIFA, se hizo amigo de la mafia, y siempre se posicionó en una línea opuesta al poder del modo mas contestatario posible. Hace años, en una de sus más lúcidas entrevistas del último tiempo, le preguntaron: “Diego, ¿que te falta?”. “Que me quieran bien”, contestó. El ídolo, el mito, el compañero, se fue apagando poco a poco, convirtiéndose en alguien que ya nadie reconocía. Se dio cuenta que el Maradona que quería ser, ya no era; y que el Diego que era, estaba demasiado solo. •

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