Editorial. Líbero 26

¿Por qué nos gusta tanto el fútbol? ¿Por qué somos capaces de defender todo tipo de incoherencias con tal de amar a nuestro equipo? ¿Qué extraña química provoca en nuestro cerebro esta atracción? 

Editorial.- Cualquier lector de Líbero tendrá una explicación. Herencia familiar, el espacio feliz de la infancia, el sentimiento fraternal de una afición, la identidad social con el equipo de tu pueblo, el valor de la pertenencia a una tribu… Decenas de argumentos entre los que nadie encontrará el principal motivo por el que hacemos cosas en la vida: ganar dinero. Nadie se abona a la Unión Deportiva Las Palmas para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores de la isla. Nadie paga una entrada para ayudar a que el dueño del club se compre un barco nuevo. Y es precisamente ese altruismo el que provoca que el fútbol sea un negocio fabuloso. Los clubes de fútbol son las únicas empresas con seguidores incondicionales.

El ruido provocado por la intención de La Liga de llevar la competición a Miami ha ocultado la que, en nuestra opinión, es la medida más radical que ha tomado la LFP esta temporada. Quedan prohibidas las pancartas en los estadios.

Ni siquiera los fanáticos de Mercadona, secta inclasificable, demuestran un fervor que les lleve a comprar gruesas bufandas naranjas y verdes para llevar al supermercado en agosto. ¿Imaginamos a un padre saliendo del paritorio corriendo para hacerle la tarjeta de fidelización del supermercado a su recién nacido? Es evidente que los equipos cuentan con un patrimonio social que es la base del espectáculo. La Liga de Fútbol Profesional (LFP) asegura que este negocio supone un 1% del PIB de España y llena la nevera de 230.000 familias. Sin embargo, esa patronal que dirige el fútbol, camina a toda velocidad a una explosión que haga volar por los aires todo porque nadie, entre tanta corbata, se ha preguntado el origen del negocio. ¿Por qué nos gusta el fútbol? El ruido provocado por la intención de La Liga de llevar la competición a Miami ha ocultado la que, en nuestra opinión, es la medida más radical que ha tomado la LFP esta temporada. Quedan prohibidas las pancartas en los estadios. No las ofensivas, violentas o inapropiadas. No. Todas.

Desde esta temporada no se puede colocar una pancarta de una peña en la valla de un estadio porque despista la mirada del telespectador que al parecer solo tiene que mirar la publicidad. La feroz competición internacional por incrementar la inflación de los derechos televisivos ha llevado a los clubes españoles a pensar que el fútbol inglés tiene un precio mayor que el español porque es más bonito en la tele. No son los estadios españoles especialmente imaginativos en la tradición de las pancartas. La tradición folclórica que empapela los estadios argentinos con los nombres de las ciudades sobre los colores del equipo es inapreciable en España. Pero prohibir a una peña poner su pancarta es otro síntoma más del desprecio que los clubes, escudados en un representante patronal de dudoso currículo democrático, demuestran hacias sus aficionados. En nuestro número anterior narramos la curiosa historia de los papelitos en el Mundial de Argentina en 1978.

Prohibir a una peña poner su pancarta es otro síntoma más del desprecio que los clubes, escudados en un representante patronal de dudoso currículo democrático, demuestran hacias sus aficionados.

La dictadura militar intentó prohibir el lanzamiento de papelitos al césped porque en su opinión, ensuciaban la imagen del país. A los militares, que lanzaban al mar a sus opositores vivos, les preocupaba cómo se veía el fútbol en televisión. El paralelismo con las decisiones del fútbol español es alarmante. Por suerte, y por la valentía de los argentinos, la batalla de los papelitos fue ganada por el pueblo. El tiempo, aunque solo sea por el bien del negocio, demostrará que este desprecio de los aficionados locales, solo conduce a la ruina. Algún día se llenarán tanto las televisiones que no harán falta gradas. •