Manuel Jabois.- Hace unas semanas, en un partido jugado en un campo maravilloso, el del Levante, con charcos, barro y botes fallidos (un partido como los de nuestra infancia, en donde sólo se echó de menos que las porterías no fuesen dos montonazos de ropa), a Cristiano Ronaldo le rompieron el ojo de un codazo terrible, cuya culpa fue rápidamente achacada al propio Cristiano y a Mourinho por el odio que generan “sus actitudes”. Cristiano perdió visión, y con un solo ojo ganó el partido de la misma manera que empató el partido del Nou Camp sin un brazo y podría ganar, de proponérselo, la Copa de Europa sin una pierna. En el descanso los médicos consideraron que Ronaldo seguía perdiendo visión, y en lugar de sacarlo ciego al campo para demostrar que el 7 del Madrid está más allá de los sentidos y su juego es puramente animal, basado en instinto y sangre, como un Edipo que se hubiese arrancado los ojos con la espada que utilizaría después Mou para suicidarse, el entrenador decidió dejarlo en la caseta partiéndose los tobillos contra los bancos para llegar a las duchas.
Si antes se subía a la bicicleta, ahora se sube al balón y al espacio. Expande su cuerpo por el campo hasta cubrirlo de izquierda a derecha, y cuando salta como un tigre de bengala a por la portería rival parece que hay cien mil hijos de San Luis acompañándole con el pecho inflado.
Fue una oportunidad perdida para los servicios médicos del Madrid: de haber cogido el ojo sano y cosérselo sobre la frente, cerrando las dos cuencas antiguas (de una civilización para Cristiano ya añeja, cubierta de polvo), habría alcanzado el delantero del Madrid el esplendor estético que su juego demanda. Un Cristiano Ronaldo abriéndose por el campo con un solo ojo en el frontispicio definiría mejor que cualquier parrafada el juego marciano del portugués, que ha echado cuerpo tallado en acero y de aquellas filigranas espectaculares y cintureras en el Manchester, subido a bicicletas inacabables y quiebros y requiebros que harían partirle la cintura a una gitana, ha venido algo invisible, un juego de tal impacto que ya no satura al rival atándole las piernas, sino culminándolo por infarto. Si antes se subía a la bicicleta, ahora se sube al balón y al espacio. Expande su cuerpo por el campo hasta cubrirlo de izquierda a derecha, y cuando salta como un tigre de bengala a por la portería rival parece que hay cien mil hijos de San Luis acompañándole con el pecho inflado. Cristiano está y dispara, Cristiano acuchilla en una banda y en la otra, se queda flotando en el centro para devolver paredes o despresurizar la vida, que es más difícil que una defensa, y esprinta desde una zona que se hace invisible a todos, pues no entra en fuera de juego ni cuando enfila el túnel.
Cristiano acuchilla en una banda y en la otra, se queda flotando en el centro para devolver paredes o despresurizar la vida, que es más difícil que una defensa, y esprinta desde una zona que se hace invisible a todos, pues no entra en fuera de juego ni cuando enfila el túnel.
Cristiano es la ‘razzia’ de la Yihad mourinhista, el salvoconducto de una gloria afeitada y limpia como un guijarro; más que triunfos deportivos y derrocamientos impensables, lo que deja CR son valores que encarnan el señorío: competitividad extrema, odios africanos en el enemigo y derroche millonario en el campo. Hace unos días se presentó por sorpresa en una fiesta pijísima de Vogue en la que era obligatorio presentarse con traje y él lo hizo saltándose el photocall y apareciendo en vaqueros con una hebilla tremebunda casi tan grande como Messi. En otras ocasiones hemos sabido de su comportamiento protodivo y chulesco en aconteceres sociales a los que va con un cargamento de diamantes colgado de la oreja, como si en lugar de tímpano tuviese ahí dentro una mina de Bokassa. Bien por él, tan necesitados estamos de ídolos como los de antaño, cuando la épica y el desperezamiento de egos imposibles.
En estos tiempos de humildad Cristiano recuerda que Troya se hizo con héroes de uno y otro lado; ni Paris, ni Áyax, ni Ulises eran chicos “como tú y como yo”, que siempre saludan al salir del súper, sino seres que se comunicaban con dioses y se movían a su antojo. Cristiano Ronaldo, el de los pies alados, no parará hasta terminar su carrera paseando con un carro de los tobillos a su particular Héctor alrededor del Nou Camp ante el espanto de las masas amuralladas. Sobre su tendón maltrecho edificará el Madrid la Décima y con el polvillo de alguno de sus pendientes mirará Platini para otro lado cuando decida coger el balón, metérselo bajo la camiseta e ir hacia el campo contrario como Sébastien Chabal, que ya es, verdaderamente, lo único que le falta para ser feliz.•