Guille Galván.- Dice el neurocientífico Robert Sapolsky que “somos la suma de todo aquello que no podemos controlar”, los flecos que escapan. Nos definimos desde los márgenes de lo esperable, en la sorpresa. Un alboroto que es la esencia misma del fútbol; ese juego que, pese a todos los esfuerzos por maniatarlo, marida mejor con la tragedia que con las tablas de Excel.
El fútbol moderno recorre su propia contradicción caminando peligrosamente hacia el abismo de la milésima de uña que anuló o no un fuera de juego. Rellena almanaques con el porcentaje de posesión o la cantidad de pases completados. Persigue con ahínco su verdad en lo micro, como si fuera más sustancial que la verosimilitud del relato completo. Y no se da cuenta de que es imposible diseccionar algo que excede constantemente de sus propias fronteras. La estadística pura es tan falsa como lo es la imposibilidad de repetición exacta de sus muestras. Los amantes de las cábalas balompédicas han hecho millonarias a las casas de apuestas pero no han aportado más que forraje de contenido audiovisual en las maratonianas coberturas deportivas.
El fútbol moderno recorre su propia contradicción caminando peligrosamente hacia el abismo de la milésima de uña que anuló o no un fuera de juego. Rellena almanaques con el porcentaje de posesión o la cantidad de pases completados.
El fútbol necesita del fallo y la indefinición para mirarse en el espejo. Por eso es incapaz de resolver polémicas recurrentes, como la de la aplicación del tiempo añadido y no impone una cuenta atrás salomónica, una bocina que anule el penúltimo contraataque, como sucede en balonmano, baloncesto, sus primos hermanos de la pelota. Y la pregunta sería ¿a qué se deben estos cabos sueltos? Con millones en juego, siendo tan fácil evitar una situación como la que propició Gil Manzano en Mestalla hace pocos días, prefiere la subjetividad de un árbitro, capaz de mandar al garete la planificación financiera de toda la temporada y tener en pie de guerra a medio país. Sería tan fácil acabar con el debate… Imaginen, una cuenta atrás desde el descuento y un claxon que se oiga en cada rincón del estadio. Veríamos lanzamientos inverosímiles, jugadas de infarto en los diez últimos segundos, y nadie pondría en duda que el final es el final. Supongo que la respuesta es fácil; cirugía y pelota, aunque se persigan, nunca acabarán de entenderse. Porque en el fondo, pese a buscar la justicia, lo que andamos pidiendo a gritos es la revuelta*.
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