El año en que nos hicimos mayores viendo el Sambódromo en Riazor

Primero fue Rivaldo, luego Flávio Conceição y en verano Djalminha. Lendoiro surfeaba sobre la Ley Bosman y la Curva Máxica soñaba con su Liga de las Estrellas. Hace 25 años, 4.000 millones sobre la bocina dieron un sartenazo a la ilusión con el Rivaldazo.

Arturo Lezcano.- Un año cambia a cualquiera. Ocurre en la vida, ocurre en el fútbol. Nos pasó a nosotros, que hacía nada éramos niños del ascenso y de repente éramos jóvenes acelerados que vivíamos diez centímetros por encima del suelo desde que un tornado nos elevó, nos metió en su espiral y nos transportó a un mundo de fantasía en torno a un club. Era el Deportivo, para nosotros el Depor -luego Dépor por rigor ortográfico-, el histórico club que, tras volver a Primera después de 18 años, se convirtió de la noche a la mañana en la sensación de la Liga. Aquel fenómeno que la prensa de Madrid bautizó como Súper Dépor, una mezcla de talento local con retales de los clubes grandes y gotas de excelencia brasileña, que casiganó (durante mucho tiempo nos negamos a decir perder, así nos va) una Liga en el último minuto, que al año siguiente se desquitó ganando una Copa del Rey y que luego cambió de fórmula y retranca -Toshack por Arsenio- y todo cambió de repente.

El 96-97 (porque por supuesto los años se miden por temporadas) para nosotros es el año de Rivaldo, un futbolista brasileño que nos hizo pasar por todas las etapas de un postadolescente: apareció en nuestras vidas, nos enamoramos con fiereza, nos prometimos un amor eterno y finalmente nos provocó un desengaño súbito al irse al Barcelona sin siquiera maletas. Hace unos meses, Augusto César Lendoiro me confesó sus sentimientos sobre aquello 25 años después: “Para traspasar un jugador a mí me tenían que sacar los ojos. Dicen: el negocio es vender y comprar. Y no, mire usted, el negocio es ganar, y para ganar no puedes vender al mejor de tu equipo. Pero nos llevaron por el método del tirón a Rivaldo y un equipo que estaba para ganar la Liga de repente cayó en riesgo de descenso”.

Llegaron nombres ignotos y exóticos: Martins, Naybet, Bonnissel, Madar, Songo’o, Kouba. Y aún vendrían en diciembre Nuno, Hélder, Flávio Conceição y Renaldo. En total, 17 futbolistas extranjeros. Con la burbuja Bosman a tope.

Cada verano había una liturgia repetida para los chavales coruñeses: la presentación del Dépor en Riazor. Desde pequeños nos ilusionaba escuchar los nombres recitados por megafonía, los discursos y las caras nuevas tocando balón como nosotros hacíamos con el nivea en la playa frente al estadio. En 1996 llegamos con la mirada condescendiente del joven veterano que ya ha visto levantar trofeos a su equipo, que ya tenía cicatrices de heridas profundas, restañadas y galvanizadas, y que ahora recibía su parte del pastel multimillonario de las televisiones. Que además traía sorpresa: entraba en vigor la Ley Bosman y el club que más en serio se tomó el nuevo marco para fichar extranjeros fue precisamente el Dépor. Lo comprobamos aquel día, cuando los fotógrafos juntaron sobre el césped a los nuevos fichajes. Nunca un álbum había cambiado tanto de un año para otro, por nombres y por pintas. Se fue el ídolo ya histórico, Bebeto y el ejército de peones y alfiles españoles que engrandecieron el club. A cambio llegaron nombres ignotos y exóticos: Martins, Naybet, Bonnissel, Madar, Songo’o, Kouba. Y aún vendrían en diciembre Nuno, Hélder, Flávio Conceição y Renaldo. En total, 17 futbolistas extranjeros. Con la burbuja Bosman a tope.

RIVALDO» Inconfundible. Pieras arqueadas de alambre. Foto. Cordon Press

Curiosamente, aquel día de julio en Riazor faltaba la gran estrella prometida por Lendoiro para reemplazar a Bebeto. Apareció a mediados de agosto y nos hizo comparecer, de nuevo, a Riazor. Era un enigmático brasileño que aquel día regateaba los flashes de los fotógrafos de brazo cruzado y mirada esquiva. Se llamaba Rivaldo. Solo se hablaba maravillas de él, pero en tiempos sin internet su conocimiento se limitaba a los frikis que conseguían (conseguíamos) Placar, la revista brasileña, o una parabólica para ver el Brasileirão por Rede Globo.

Tampoco hizo falta mucho tiempo para certificar que estábamos ante algo distinto. Eran tiempos en los que la Liga descubría una estrella brasileña, cantera de especímenes a cada cual más único: Bebeto, un dinamitero preciosista con cuerpo de colibrí; Romário, el dibujo animado con el centro de gravedad más bajo del planeta; Ronaldo, una manada de búfalos con tutú. Y ahora Rivaldo. Cómo definirlo. En su debut, un compañero en la Curva Máxica, la legendaria grada de pie de Riazor, le encontró apodo al primer regate: “¡Bien ahí, Lagartija, neno!”. Eso era, un reptil escurridizo con tranco de gigante, pisada hipnótica y una ametralladora en la zurda que largaba latigazos imposibles.

En nuestra corta pero experta digestión de craques era una especie rara donde las hubiera, entre Garrincha y Godzilla, con un interminable catálogo de trucos, que decía jugar por banda, pero que en A Coruña parecía abarcar no solo el ancho del campo, sino de la propia ciudad, de playa a puerto, con el estadio en el centro.

En nuestra corta pero experta digestión de craques era una especie rara donde las hubiera, entre Garrincha y Godzilla, con un interminable catálogo de trucos, que decía jugar por banda, pero que en A Coruña parecía abarcar no solo el ancho del campo, sino de la propia ciudad, de playa a puerto, con el estadio en el centro. Creaba, procesaba y entregaba o se comía él solo el guiso. Y a pierna única. Siempre con esa cara de hambre, el ojo entremetido, el pómulo a cincel y la sangre granizada, ni una sonrisa, ni más festejo que quitarse la camiseta y taparse la cara, por vergüenza o, quién sabe, por lo que iba a venir.

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