Texto Guille Galván.- Hace algo más de una década, el fútbol de a pie vivió su particular apagón analógico. Entró de lleno en la era digital al sustituirse en la mayoría de campos, la tierra por hierba sintética; el césped artificial modificó para siempre el color de las superficies deportivas. La estela de polvo subrayando la carrera del extremo trotón desapareció en favor de un verde moquetero que, además de dignificar las pachangas de empresa, otorgaba cierto aire aristócrata a los polideportivos de barrio. El cambio de superficie modificó muchas cosas más; del golpe metálico de los Mikasa se pasó al mullido impacto de los balones homologados, haciendo elegante hasta el toque más ramplón. Se cambiaron botes imposibles por tiralíneas; pasamos de la cal a la pintura sintética multicolor; de La Furia al Tiqui-Taca. Revisionismos nostálgicos aparte, la mejora no ofrece lugar a dudas.
Es cierto que ahora son asépticos y demasiado similares entre sí, pero quien defienda las ventajas de los campos de tierra es que ha tragado poco polvo en ellos o que no se ha levantado los lunes con el muslo en carne viva y el pijama pegado a una herida perenne. Antes de la nueva etapa, eran campos mutantes como el río de Heráclito, y es que nunca se corría dos veces por la misma banda. Los baches salían al paso como si del rival número doce se tratara y las líneas se difuminaban hasta casi desaparecer a lo largo de la pila de encuentros disputados durante un mismo fin de semana. A mí, particularmente, me gustaba mucho jugar a primera hora. Los madrugones invernales de sábado tenían la recompensa de encontrar la arena como un tapete y las líneas bien definidas. Con la misma precisión con la que se abren los kioskos y los repeinados van a misa, el encargado del campo municipal saltaba el primero a la cancha cuando aun no había llegado nadie.
Antes de la nueva etapa, eran campos mutantes como el río de Heráclito, y es que nunca se corría dos veces por la misma banda. Los baches salían al paso como si del rival número doce se tratara y las líneas se difuminaban hasta casi desaparecer a lo largo de la pila de encuentros disputados durante un mismo fin de semana.
Manolo, que así se llamaba el de mi barrio, subía religiosamente al volante del primer coche tuneado que vi en mi vida: un Dos caballos hecho trizas al que se enganchaba un trillo metálico en el parachoques trasero. El peso del palé de hierros hacía las veces de rastrillo, apelmazando la tierra que iba quedando atrás. Y así, al ritmo perezoso de los veinte kilómetros por hora, conseguía alisar todo el suelo a base de vueltas concéntricas, dejándolo suave y con la elegancia que podría tener un chándal de táctel recién planchado. Terminada la primera parte del ritual, se echaba un pitillo con coñac al calor del bar recién abierto porque, eso sí, responsable era un rato y hasta que no aparcaba el auto en el descampado contiguo no acostumbraba a beber. Allí nos acercábamos, mochila al hombro, los primeros en llegar a la convocatoria del equipo. No tendríamos más de quince años pero enseguida sacábamos el espíritu de jubileta inquisidor comentando la obra ajena.
Nerviosos por el partido que teníamos por delante, acostumbrábamos a gastarle bromas sobre su coche y la ortodoxia del sistema de trabajo. Nos servía para calmar nervios y entrar en el ritual del partido. Él nos daba caña y nosotros le vacilábamos para que acercase un poco el punto de penalti porque ese día, alguno de nosotros la iba a liar. Apurado el avituallamiento, volvía manos a la obra y completaba a pie el ejercicio de estética reglamentaria repasando, línea a línea, todos los límites y puntos claves del campo. Lo hacía agarrado a una carretilla como la de la foto, que almacenaba la cal para dejarla caer por un agujero a medida que se avanzaba. Al terminar, Manolo colocaba a mano los banderines de córner, las guindas de nuestra particular mesa de nochevieja. Mentiría si no reconociese que aquello me hacía salivar. Provocaba en mí cierto orgullo saber que, aunque nosotros no tuviéramos campos de hierba ni jugásemos en las grandes ligas, guardábamos el don de convertir por unos minutos, descampados en alfombras, donde se jugaba de miedo.
Provocaba en mí cierto orgullo saber que, aunque nosotros no tuviéramos campos de hierba ni jugásemos en las grandes ligas, guardábamos el don de convertir por unos minutos, descampados en alfombras, donde se jugaba de miedo.
Acababan hechas polvo, sí, pero también los vinilos terminan chisporroteando por el paso repetido de la aguja y eso no nos impide emocionarnos al verlos girar por primera vez. Hace unos días encontré este curioso altar de tintes soviéticos en un pequeño campo de las afueras de Madrid. Además de recordar su uso, pensé que era bonito que alguien tuviera la idea de honrar, no sólo a una herramienta sino a toda una época que ya fue, en lo deportivo pero también en lo laboral. Es probable que el último contrato indefinido de cincuenta años en este país fuera el de esta carretilla. No es que el fútbol sea muy dado a solemnizar las despedidas ni forzar ningún tipo de homenajes en vida. Tampoco destaca por el agradecimiento incondicional hacia nada ni nadie que no aparezca con el talonario entre los dientes.
El miedo al compromiso se ha instalado también en los estadios, grandes o pequeños; amantes y amados se miran de reojo, siempre con el estigma de la sospecha y el aplauso a toda una carrera se vende tan caro como un “te quiero” entre las sábanas de un buen macho alfa. Por esa razón, esta carreta y su leyenda me parecen, no solo hermosas, sino hasta subversivas. No es una placa que conmemore una inauguración ni un busto que recuerde tal victoria, es tan solo lo que fuimos hace no tanto, cuando en el fútbol también imaginaba espacios y podíamos hacer de los arenales más infames, nuestro propio teatro de los sueños.•