El Capello de Madrid

El año del italiano en el Real Madrid fue un breve e intenso torbellino revolucionario de disciplina y fichajes acertados que dejó una marca en el joven adolescente Javier Aznar. Una foto del técnico adornaba su armario. 25 años de LaLigadeCapello.

Javier Aznar.- Una de las mayores ilusiones de mi infancia fue la llegada de Fabio Capello al banquillo del Madrid. Porque se puede ser un niño y creer en el rigor táctico sin aparente contradicción. Corría el año 96 y yo era un joven descreído, desilusionado por el fútbol, un chico que ya no esperaba estrellas, jugones, promesas, cracks y canteranos para su equipo. Solo quería disciplina, dobles pivotes y leer sobre palizas físicas en los stages de pretemporada en Suiza. Era pragmático. Mi romanticismo había muerto. Me hablaban sin parar de un pasado del Madrid glorioso del que, sin embargo, apenas había conocido sus vestigios. Ya no me hacía ilusiones. Era aquel el Real Madrid que iba a por Cafú y volvía con Vítor. Muchos sueños rotos y promesas incumplidas. Se hacía referencia a grandes jugadores, a noches históricas en Europa, a la Quinta del Buitre, pero yo solo había conocido la desesperación, la cutrez y la certeza de que no pisaría Tenerife ni de vacaciones porque solo con ver un stand promocional de Plátano de Canarias en el supermercado ya me hacía pis encima del puro trauma.

Por aquel entonces lo que estaba de moda era el Dream Team de Cruyff, con sus Romarios, con sus cuatro ligas consecutivas y con su Copa de Europa en Wembley. Se comenta poco el impacto a largo plazo que puede tener en un joven aficionado madridista que uno de sus primeros recuerdos futbolísticos sea ver a Gaspart bañándose en el Támesis.

Se comenta poco el impacto a largo plazo que puede tener en un joven aficionado madridista que uno de sus primeros recuerdos futbolísticos sea ver a Gaspart bañándose en el Támesis.

Y entonces apareció Capello. Que venía de ganar 4-0 al Barça de Cruyff en la final de Copa de Europa. No es que me alegrara de aquello, es que tenía colgada una esquela humorística que rezaba por el alma del difunto Barça, “víctima de un vendaval en Atenas”, en el armario de mi cuarto, donde otros colgaban pósters de chicas. Capello era el antídoto. Le veías con ese pelo ensortijado, con su mandíbula cuadrada, con sus impecables trajes, con sus modos y maneras propios de La Chaqueta Metálica, con sus declaraciones incendiarias, con sus reglas estrictas de comportamiento (“cuando se entrena, se entrena, no se habla”), y tenías la certeza de estar ante alguien distinto, alguien capaz de hacer reverdecer de verdad los viejos laureles. Capello venía del futuro. De entrenar a los Van Basten, Gullit, Desailly, Rijkaard y Savicevic.

No se iba a dejar impresionar ni intimidar fácilmente por cualquier cosa. Leías en el periódico reportajes sobre el modelo de Milanello como si fuera algo sacado de Silicon Valley. Éramos indignos de él. Nosotros vestíamos de Kelme y él de sastre milanés. Nosotros éramos un walkman, con nuestra cinta de viejos éxitos sonando en bucle, y él era un discman. Muchos no lo entendieron. Fue un paso duro, pero necesario. Como cuando Dylan enchufó su guitarra eléctrica en 1965 y los folkies más puristas se echaron las manos a la cabeza.

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