Texto Pablo Moro.- Aznar no lo tenía. Eso decían de él y ese fue su legado, porque en la modernidad hay que cuidarse de los buenos eslóganes. El felipismo empezaba a pudrirse, o llevaba ya un tiempo en ello. Estaba claro que alguien iba a tomar el relevo. El señor González debía irse por una cuestión casi estética, pero en el ambiente se respiraba un recelo, un olor a chamusquina, un qué sé yo, respecto al tipo del bigote que venía de Valladolid y estaba llamado a tomar el bastón de mando. Una desconfianza causada no porque el líder conservador no tuviera la capacidad, que evidentemente, nadie sabía si tenía. Tampoco por su preparación, ni por sus estudios o su experiencia. Desde luego por nada que tuviera que ver con sus ideas. Lo que no acababa de convencer era su falta de carisma. Resultaba, como es lógico, difícil de explicar: era una sensación, una percepción, un presagio, algo fabricado de un material casi esotérico. El material con el que se fabrican los sueños no es el celuloide. Eso es casi una metonimia. Ese elemento inefable debe de ser el carisma.
Lo que no acababa de convencer era su falta de carisma. Resultaba, como es lógico, difícil de explicar: era una sensación, una percepción, un presagio, algo fabricado de un material casi esotérico. El material con el que se fabrican los sueños no es el celuloide.
El carisma impone su excelencia casi sin querer, introduciéndose por los recovecos de las relaciones. Por eso, aunque no lo percibamos o no nos seduzca para según qué cosas y en según qué momentos, cuando aparece, etéreo, armonioso, sexy, inunda el entendimiento, lo engloba todo, se apodera de nuestros sentidos y nos engatusa. De ahí que haya estado asociado al liderazgo de manera que ambos términos podrían funcionar incluso como sinónimos. Por eso asistimos a los debates electorales con desasosiego. Una persona carismática puede suplir su falta de talento con este don, hasta el punto de que toda la sociedad lo perciba como alguien muy por encima de otros que atesoran una mayor capacidad. El fútbol es un buen ejemplo. Cuando hablamos de los mejores de la historia aparecen Di Stefano, Cruyff, Pelé o Maradona, cuatro indiscutibles que desprendían un halo que los convertía en guías espirituales, capaces de atrapar al resto de sus compañeros y a los aficionados a través de hilos invisibles, casi mágicos, e insuflar espíritu de superación, admiración y envidia a partes iguales.
Ilustración: Carlos Rodríguez Casado
Cuando hablamos de los mejores de la historia aparecen Di Stefano, Cruyff, Pelé o Maradona, cuatro indiscutibles que desprendían un halo que los convertía en guías espirituales, capaces de atrapar al resto de sus compañeros y a los aficionados a través de hilos invisibles, casi mágicos, e insuflar espíritu de superación, admiración y envidia a partes iguales.
Un tipo tan reservado y abstracto como Zidane es incluido también en esas listas. Cantona, Best, Gattuso, Van Basten, Matthaus, Zico, Platini, Le Tissier y tantos otros son recordados por tener algo más que los hacía memorables. Simeone o Klopp son más que simples entrenadores. Ocurre en muchos otras disciplinas: Mohamed Alí, Valentino Rossi, Magic Johnson. Y ese carisma adquiere un componente cuasi religioso. De ahí las constantes referencias teológicas que suelen tener la prosodia y el vocabulario balompédico. ¿Recuerdas aquel año en que España clamaba por un Balón de Oro para Xavi o Iniesta? A pesar de ser maestros de la pelota ninguno de los dos anda sobrado de carisma. Sin quererlo, porque así actúa el subconsciente, cuando hablamos de “el mejor” el valor que le damos a esa dádiva intangible con respecto a otras características es muy elevado. ¿De qué otra forma podría explicarse que existan dudas de que Messi es el mejor jugador del momento, o incluso el mejor de la historia? A pesar de disfrutar de su fantástico juego siempre ha habido algo que no terminaba de encajarme.
A pesar de disfrutar de su fantástico juego siempre ha habido algo que no terminaba de encajarme.
El brazalete de capitán es un símbolo curioso que explica algunas cosas. Desde la perspectiva del siglo XXI parece algo anacrónico, pero cualquiera que haya jugado al fútbol sabe que sigue siendo un símbolo eficaz para marcar a los elegidos. Un observador sensato advierte que el capitán del FC Barcelona debería ser Piqué, por ejemplo, en lugar de Messi, algo que se mostró de forma contundente tras el desastre de Liverpool. El argentino es, sin duda, el mejor jugador de fútbol del mundo. El que mejor juega. Pero su impronta, me temo, no traspasa los límites de las líneas de cal. No hay legado en Messi, no hay credo. La insistencia en apodarle “D10S” recuerda a las maneras afectadas que arrastra el propio Aznar ahora, cuando trata de ofrecer una imagen de líder natural que nunca ha tenido. Se ve la trampa, se aprecia el engaño. Huele a pose, a manierismo, a intento de convencer con la insistencia más que con la verdad, en el mejor de los casos. Si hay una afición, un pueblo, que sabe de carisma, ese es el argentino. Por eso el rosarino no acaba de ser el “messías” esperado en el cono sur.
El argentino es, sin duda, el mejor jugador de fútbol del mundo. El que mejor juega. Pero su impronta, me temo, no traspasa los límites de las líneas de cal.
Seguro que Lionel, cuando se retire, pasará a engrosar esa lista de los más grandes jugadores de la historia pero mucho me temo que nunca alcanzará el lugar reservado para los más grandes en el corazón de la historia de la humanidad aficionada. Y está bien que así sea porque si uno lo piensa bien que Messi no sea el mejor jugador de la historia (no voy a meterme en si Cristiano tiene más carisma o no para hablar del momento actual, que habría también cosas que decir) supone la victoria del arte sobre la obtusa y pragmática realidad, el triunfo de la emoción metafísica sobre la aburrida contemplación del resultado, la victoria del hombre sobre la máquina, el valor inagotable de la creación inexplicable; la línea, en fin, que subraya que el fútbol es mucho más que un simple juego. •