Fotografía Lino Escurís
Guille Galván.- Tirar abajo un estadio no es moco de pavo, y no hablo de toneladas de acero y hormigón. Enterrar del mapa de una ciudad el pulso de una tarde de domingo, el itinerario repetido con tu hermano o el sonido de las canciones que han dado forma a tu adolescencia, debería ser una tarea más propia de unidades de cuidados paliativos que de una empresa de demolición. La verdad es que no tengo demasiados recuerdos de puertas adentro. La primera vez que fui al Calderón aún tenía aquellas columnas rojiblancas en la fachada en lugar de las cristaleras de aeropuerto que colocaron después. Me llevó mi padre, colchonero respetuoso, a ver un Atlético - Tenerife justo después de las dos ligas del Heliodoro Rodríguez, en plena época dorada de los Valdano, Dertycia y compañía. Fernando Redondo, que ya transpiraba madridismo por los cuatro costados, repartía clase y codazos a partes iguales como sólo él sabía hacer.
Hubo muchos goles, comimos bocatas envueltos en papel albal. Luego dimos un buen paseo hasta encontrar el coche y volvimos contentos de vuelta a casa. Fue una buena tarde. La curva de la M-30 antes de desviarte a casa de los abuelos, la parada de Pirámides llena de puestecitos de bufandas, el bar del Calvo al que me llevaba Pichurra años después, los Stones, McCartney… Un continente con cientos de contenidos, tantos como personas. Todo eso queda suspendido en el recuerdo pero ya sin soporte en donde revelarse. Es difícil no tener algo que ver con el Vicente Calderón si has crecido en Madrid. Y aunque reconozco que nunca he vibrado con el Atleti, mentiría si dijese que el día en que se hizo oficial su derribo, no me dio un pellizco el corazón. Cuando sucedió me vino a la cabeza la historia de nuestros primeros locales de ensayo; unos barracones inmundos de Tres Cantos que habíamos acondicionado para poder tocar música. Con el tiempo, el ayuntamiento planteó tirarlos y construir en su solar una residencia privada de la tercera edad.
Es difícil no tener algo que ver con el Vicente Calderón si has crecido en Madrid. Y aunque reconozco que nunca he vibrado con el Atleti, mentiría si dijese que el día en que se hizo oficial su derribo, no me dio un pellizco el corazón.
Una vez fuera de allí, el karma que le íbamos a dejar a aquellos viejitos iba a ser poco menos que glorioso. A pocos días de la fecha programada para el derribo, algún compañero anónimo decidió cambiar la hoja de ruta oficial y prendió fuego a todo aquello. Nunca supe la motivación verdadera pero siempre he querido ver aquella barrabasada como un gesto poético. No era una pataleta nostálgica sino un derecho numantino a decidir el game over. No nos echan, nos vamos. Aquello fue el cabezazo de Zidane de nuestro rockanroll de barrio. Un aviso a navegantes, ojo que “aquí yacen dragones”. Relacioné todo aquello con las imágenes de la última temporada en el Manzanares, cuando los abonados arrancaban sus asientos de toda la vida. Más que un acto vandálico, aquello fue un gesto de pertenencia, de anticipación, al menos sentimental, a la especulación urbanística madrileña que les obligaba a cambiar de casa, y que goza respuestas innifugas en estos tiempos.
Más que un acto vandálico, aquello fue un gesto de pertenencia, de anticipación, al menos sentimental, a la especulación urbanística madrileña que les obligaba a cambiar de casa, y que goza respuestas innifugas en estos tiempos.
Desde su carpetazo en Liga, el estadio se ha ido descomponiendo por dentro sin que nadie pudiera ver su interior. Un día soñé que estaba en las gradas, entre esas sombras de noche americana que regalan ciertas lunas, el césped había crecido tanto que ahora el campo era una selva impenetrable, con árboles animales y muchísimos ruidos tropicales. En realidad me daba una pena tremenda porque se había convertido en un golem sin vida, algo contra natura. Durante los últimos meses, el Calderón ha sido un anciano olvidado en medio de una gasolinera a los pies del río. Sabiéndose ya inútil, esperando firme la última estocada. Sin nadie con quien salir a bailar las tardes de sábado, escuchando los ecos de esa fiesta que venía de cualquier otra parte. A veces veo a pasear a los abuelos con sus nietos, por la rivera del Manzanares señalándolo como si fueras un cometa que desaparecerá en cuestión de segundos. La gente le hace fotos, se para a su lado, se quita la gorra, toma aire. Y empezó a desaparecer, casi como por arte de magia.
La empresa de derribos, una suerte de funeraria de apellido vasco, trabaja de noche, con los focos de la clandestinidad, pelando el cuerpo con el sigilo propio de las autopsias. Son empresas que conviven con el pésame colectivo cuyos trabajadores deberían vestir de negro y cambiar los containers de escombros por coches negros con cristales tintados. Algunas cosas no deberían hacerse a tramos porque duelen más, y acaban siendo tan largas que al final contaminan el duelo. Como olvidarse de alguien, o como querer meterse muy poco a poco en el mar. Algunas cosas tienen que arrancarse de cuajo, o reventarse, o quemarse. Así que, por favor, a quien corresponda, que alguien tenga compasión, tire y borre del mapa el pobre estadio de una maldita vez. •