Ilustración Artur Galocha
Pablo Moro.- El pasado agosto falleció Adolfo Pulgar. Probablemente sólo los lectores asturianos, y ni siquiera todos, sepan que era un ex jugador y entrenador de fútbol nacido en Olloniego, un pueblo cercano a Oviedo, muy conocido en todo el mundillo balompédico de la región. Era un clásico. O un mítico, que dice ahora la juventud. Regentó, además, durante mucho tiempo, una cervecería en el casco viejo de Vetusta, el “Antón”, cuando los futbolistas fumaban Ducados. Cuento esto porque hace unos días recibí el mensaje del seleccionador nacional de Líbero para recordarme que debía entregar este texto y me acordé de él. “Llevamos en portada a Toshack”, me anticipó el jefe. Por al-guna razón para mí John Benjamin y Pulgar son la misma cosa. Alguna vez he contado que los recuerdos más bonitos que tengo del fútbol tienen que ver con una cocina sin ventanas en la que comía con toda mi familia.
Alguna vez he contado que los recuerdos más bonitos que tengo del fútbol tienen que ver con una cocina sin ventanas en la que comía con toda mi familia.
Cada día mi madre, mi padre, mis dos hermanos y yo nos sentábamos a la misma hora para acabar discutiendo sobre el Madrid, el Barça o el Oviedo. Ahí aparecían historias de esas que forman parte de nuestro linaje como la lámina de Picasso del salón o la primera televisión Phillips. Historias con las que todos reíamos y a las que volvíamos una y otra vez sin cansarnos. Una de ellas narraba los terribles sucesos acaecidos en el campo del Siero en uno de los últimos partidos de mi hermano en las categorías inferiores del Real Oviedo. Mi padre y yo fuimos a verle jugar. Estaba siendo generoso, falto de forma, pero no es menos cierto que no desmerecía el nivel general de su equipo. Tenía 16 o 17 años, seguramente ya fumaba y había echado dos jamones en las piernas que temblaban en cada carrera y alcanzaron su peor expresión en una internada lenta, muy lenta, por la banda derecha que terminó con un golpeo horrible que lanzó el balón por encima de la portería contraría, por encima de la cabeza de mi padre, de la mía, de la del padre de Jose Antonio, un compañero que se había unido a los Moro en la hinchada y por encima incluso de la grada del estadio, haciendo un homerun que aún provoca risas en nuestras sobremesas.
A pesar de eso, ya digo, aguantaba la comparación con el resto de sus compañeros. Aunque el equipo juvenil del Real Oviedo estaba dando pena casi por completo, las iras de su entrenador no dejaban de dirigirse al lateral derecho con el que yo compartía cada día mesa y mantel. “¡Morooooo!”, en los marcajes a la espera del saque de córner rival; “¡Morooooo!”, tras la elección de un pase en lugar de otro; “¡Morooooo!”, tras sacar la pelota del campo; “¡Morooo!”, todo el tiempo, sólo “¡Morooooo!”, a veces sin mucha razón, la verdad. Lo glorioso ocurrió cuando, tras una primera parte de reprimendas, a punto de cumplirse el 45, el míster salió de nuevo enfurecido del banquillo para gritar otra vez mi apellido.
Lo glorioso ocurrió cuando, tras una primera parte de reprimendas, a punto de cumplirse el 45, el míster salió de nuevo enfurecido del banquillo para gritar otra vez mi apellido.
En esta ocasión, el grito se vio apagado por la fuerza sorprendente de otro grito que venía desde el fondo del campo, justo a mi lado. -“¡Vale ya de Moro, hombre, vale ya!” Mi padre era la última persona del mundo que haría lo que en ese momento hizo. Tanto era así que se pasó todo el descanso arrepintiéndose, consolado por el padre de Jose Antonio, que aseguraba que no se preocupara, que a veces a estos entrenadores había que pararles los pies. Al oír el grito del progenitor ofendido todo el banquillo azul miró hacia donde nos encontrábamos, incluido el joven entrenador que volvió a sentarse y agazaparse a la espera del cercano descanso en el que acabaría por sustituir a mi hermano. No sé si lo hecho por mi padre estuvo bien o no. Pero funcionar, funcionó sólo a medias. Tiempo después se filtró la conversación que tuvo lugar en aquel banquillo.
Un tipo de esos de rasgos rudos, que siempre han parecido mayores. Que tienen una cervecería y hablan poco y caen bien por ello. Un poco como Toshack.
El técnico había preguntado si el padre de Moro era de esos padres conflictivos. He recordado esta historia millones de veces y siempre, siempre, me entra la risa. El otro día me di cuenta de que cuando Adolfo Pulgar se llevó la reprimenda de mi padre debía de tener treinta y pocos años. Me asusto al pensar que eran unos cuantos menos de los que tengo ahora porque lo recuerdo como un hombre mucho mayor en aquel momento. Un tipo de esos de rasgos rudos, que siempre han parecido mayores. Que tienen una cervecería y hablan poco y caen bien por ello. Un poco como Toshack. Ese tipo de personas que no acaban de encajar en toda esa palabrería que rodea el fútbol últimamente y que consiguieron el auténtico éxito: convertirse en un motivo de conversación que provoca una sonrisa amable y una sensación de inteligente ternura. ¿Dónde hay que firmar?