Texto Ladislao Moñino Ilustración Óscar Llorens Fotografía Lino Escurís. La última vez que la vio vibrar oficialmente, cimbrearse, agitada por ese terremoto emocional, Fernando Torres había cazado una chilena inútil para el desesperado vuelo de Gorka Iraizoz. Ese temblor sobrenatural, el eco de la grada perforando los vomitorios hasta penetrar con agudeza seca y rotunda en su tribuna fetiche eran la señal inequívoca. Una vez más, lo había logrado. Una vez más, no lo había visto, pero también, no había hincha en la grada que pudiera presumir de sentir un gol más que él. Era imposible. “Gracias por tu sacrificio”, era la felicitación que más le llenaba tras haber contribuido, según sus vecinos de sector, al gol del Atlético. — Desde hacía siete años, el ritual se repetía. Las estadísticas de quienes lo conocían calculaban que sucedía entre 15 y 20 veces por temporada.
Teniendo en cuenta que los partidos en casa sobrepasaban a duras penas la cuarentena, y que emparentar la probabilidad y la superstición eran un atentado contra el racionalismo, el porcentaje de un 50%, puntos arriba, puntos abajo, habían generado esa metamorfosis divina. Su mero traslado ya no era aquel jocoso “venga vete ya”, de los inicios. Ahora, las miradas exigentes y los rostros mostrándole el nerviosismo de la necesidad de marcar se habían transformado en un demandado acto de fe de sus compañeros de grada. Lateral, fondo norte, “la banda por la que ataca Filipe Luis en el segundo tiempo”, les gustaba contestar a él y a su peña para ubicar su lugar en el estadio. La visión era distinta a la de sus primeros años como abonado en el córner desde el que Pantic sí lograba mezclar probabilidad y premoniciones irracionales sin elevarlas a la categoría de cábala. Era una cuestión de técnica y de física en su golpeo. Y otra cuestión de técnica, puntería y oportunidad en el rematador de turno de aquellas curvas tensas lanzadas desde aquella esquina convertida en santuario por las flores de Doña Margarita. El córner perfecto, vamos.
Ahora, las miradas exigentes y los rostros mostrándole el nerviosismo de la necesidad de marcar se habían transformado en un demandado acto de fe de sus compañeros de grada.
Landáburu, cerebro menudo y fino de mediados de los años ochenta, alguna vez trató de reivindicar esa relación entre el fútbol y la Física. Explicó en una entrevista a un periódico que aquellos pases precisos de 40 metros buscando la velocidad de Rubio o de Cabrera dibujaban parábolas calculadas desde la difusa ciencia del toque. Difusa porque, afortunadamente, a ningún entrenador, ni siquiera a los más obsesivos con cuadricularlo, les había dado aún por crear teorías tales como que, para dar un pase de 40 metros, hay que golpear al balón con una fuerza de 70 km/hora. Al fútbol nunca le cabrá tanto cientifismo. —La enfermedad que afectó a la movilidad de sus piernas y a su equilibrio le había llevado a la agrupación “Atléticos Sin Barreras”. A cinco metros de la línea de banda. A esa altura casi rasa en la que, a veces, ni los entrenadores tienen la visión clara de que lo que sucede en el campo. Lateral, fondo norte, la banda por la que ataca Filipe Luis en el segundo tiempo. Filipe, decía, era uno antes, y otro durante los partidos. Aún le sorprendía su capacidad de abstracción con el balón en juego. Desde el primer momento fue lo que más llamó su atención en su nuevo asentamiento. Esa fría inmunidad para no girarse ni una sola vez y agradecer un elogio.
La enfermedad que afectó a la movilidad de sus piernas y a su equilibrio le había llevado a la agrupación “Atléticos Sin Barreras”
Nada que ver con los guiños o con los simples y educados “hola” que les profería en los calentamientos. Esa capacidad de concentración que envolvía a Filipe en un ser que solo sentía fútbol durante 90 minutos le seguía impactando por encima de la nitidez con la que desde allí se apreciaban los gestos técnicos, las broncas o las entradas duras. — Alo había sido de los primeros en darse cuenta de que cada vez que aquel seguidor se levantaba y se marchaba, el Atlético marcaba. Aquello ya había alcanzado una solera innegociable entre sus colegas de las sillas de ruedas y sus respectivos acompañantes. Alo sentía tanta admiración como curiosidad por conocer de primera mano la excitante y sobrecogedora experiencia que él le había descrito tantas veces. “Un día tienes que venirte”, le invitó. — Alo aceptó la propuesta el día del Bayer Leverkusen. Octavos de final de la Copa de Europa. Uno cero en contra en Alemania después de salir vivos de un torbellino de balas rojas que asedió el área de Moyá. Aquella fría noche de Leverkusen, tras el baño recibido, Simeone tiró de su afilada psicología para convertir una derrota y un repaso en casi una victoria. “Nos han dejado vivos”, fue la manera de resumirle a los suyos que eso era lo mejor que les había pasado.
Quedaba la vuelta en un Calderón seguramente inflamado. — Cero a cero pasados los primeros 20 minutos. Estos alemanes como siempre. ¡Joder qué competitividad! Parece que no son nadie y te tocan siempre los cojones. “¡Vé ya!, joder, que no pasamos!”. “¡¿Qué haces aquí todavía?, que no pasamos, hostias!”. Las miradas tenían ese discurso imperativo. Él entendió esos mensajes desesperados demandado su marcha y Alo le acompañó. Bajaron por la rampa, él hizo lo que tenía que hacer, y Alo comprobó in situ la veracidad del ritual. Mario Suárez embocó un disparo desde la frontal del área que, tras tocar en un defensa, sirvió para igualar la eliminatoria. — Alo la vio cimbrearse. Sintió y comprendió que aquel sacrificio que aquel hincha estuvo dispuesto a hacer en cada partido durante siete años también merecía la pena. La superstición colectiva llevaba a ese aficionado a cambiar la visión de los goles por sentirlos en las mismas entrañas del Calderón. Y por contemplar ese temblor impactante que nunca dejó de impresionarle. No había hincha en la grada que hubiera sentido los goles más que él. Era imposible. — En el servicio para discapacitados habilitado en el parking de jugadores del Manzanares, la taza del váter vibraba. •