El mejor viaje que nunca hicimos

Seguir a un equipo como el CD Castellón ha llevado al periodista Enrique Ballester a situaciones que merecen la pena ser creídas y ser recordadas. Aquí va una selección de dos momentos memorables.

Ilustración Artur Galocha

Enrique Ballester.- El mejor viaje que hicimos, el mejor viaje lejos de casa para ver a nuestro equipo, es uno que nunca llegamos a hacer. Entonces no teníamos ni coche ni permiso de conducción ni edad suficiente para tener cualquiera de esas cosas, pero teníamos una camiseta y un equipo, que a falta de novia parecía algo. Tampoco teníamos teléfono móvil porque pensábamos que eso de los móviles era una moda que acabaría pronto. También pensábamos cada año que nuestro equipo ganaría mucho y subiría en el play-off de ascenso. No sabíamos nada, se puede decir, porque ni una cosa ni la otra, no sabíamos siquiera que el mejor viaje lejos de casa para ver a nuestro equipo, todavía hoy, el mejor viaje sigue siendo uno que nunca llegamos a hacer. No lo llegamos a hacer porque no teníamos ni coche ni móvil ni carnet.

Necesitábamos que alguien nos llevara al último partido fuera de casa, al último partido de la liga regular, donde nuestro equipo apuraba las escasísimas opciones de meterse en play-off. Escasísimas eran también nuestras opciones de encontrar a alguien que nos llevara, pero lo hicimos, porque la noche te conduce a menudo por caminos insospechados. Nuestro chófer debía venir a mi casa al día siguiente, llamar al portal y nosotros ya entonces bajaríamos. Pero nunca llamó y nunca bajamos. Despertamos con poca fe tras las promesas nocturnas de aquel señor mayor. Aquel señor nos parecía mayor, pero aún debía de ser más joven de lo viejo que soy yo ahora. Pensamos que no vendría a recogernos, pusimos el FIFA en la Play 1 y echamos unos amistosos. Nunca sonó el timbre y nunca fuimos a ese viaje, que en el fondo fue el mejor porque a nuestro equipo lo golearon y eso que nos ahorramos.

Nunca sonó el timbre y nunca fuimos a ese viaje, que en el fondo fue el mejor porque a nuestro equipo lo golearon y eso que nos ahorramos.

Nunca sonó el timbre porque al señor mayor le dije que en el listado de pisos del portal ponía “E. Ballester”, que es mi nombre y el de mi padre, que era su casa, también. Pero nunca sonó el timbre porque el señor mayor entendió “Eva y Esther”, según nos confesó en otra noche de ruta insospechada y la historia nos pareció tan increíble que concluimos que merecía ser creída y recordada. El señor mayor recorrió la calle de arriba a abajo, de lado a lado y de portal en portal, buscando a “Eva y Esther” de la misma manera que nosotros recorrimos durante una década el grupo III de la Segunda División B. El señor mayor ya era mayor de verdad cuando por fin encontró ese ascenso que tanto buscaba. Ya teníamos móviles, ya teníamos novia y ya teníamos coche. Lo que teníamos era fe: esa es la paradoja. Aquella noche, el señor mayor convocó de fiesta a todos los hinchas que conocía y recordaba. El señor mayor estaba igual que cuando se nos ofreció de chófer, estaba incluso más joven en un estado de euforia descontrolada.

Nunca sonó el timbre porque el señor mayor entendió “Eva y Esther”, según nos confesó en otra noche de ruta insospechada y la historia nos pareció tan increíble que concluimos que merecía ser creída y recordada.

Pasaron horas y pasó mucha gente, hasta que empezó a amanecer y se arrastró de vuelta a casa. Metió la llave en la cerradura del portal, llamó al ascensor, entró en el ascensor, metió la llave en la cerradura de casa. Se tumbó en la cama, miró al techo, comió techo y se le ocurrió una idea brillante. Decidió escuchar el vídeo de la locución del gol del ascenso y vivir un momento íntimo y especial, un momento que de solo pensarlo le emocionaba. El señor mayor conectó el ordenador, se puso los auriculares y subió el volumen al máximo. Era su momento, por fin, un gol que vale un ascenso. Cerró los ojos, escuchó el grito desgarrado del gol en la voz del locutor, dormitó, abrió los ojos llorosos y se sorprendió. Su mujer gesticulaba sobresaltada, y parecía gritar enfadada. El señor mayor se llevó las manos a las orejas, no te oigo, le decía, que estoy escuchando 'esto'. Su mujer tomó el cable de los auriculares y lo recorrió hasta el final.

El señor mayor había olvidado conectarlos al ordenador. El vecindario entero debió escuchar la locución del gol del ascenso a primera hora de la mañana. El señor mayor cogió el teléfono móvil y nos contó lo que había pasado. La historia nos pareció tan increíble que concluimos que merecía ser creída y recordada. •