El torero

¿Qué puede estar pasando en la vida de alguien para que decida pasar los fines de semana quemando rueda y autoestima en campos de arena? El músico de Vetusta Morla Guille Galván relata sus recuerdos de un árbitro peculiar.

Fotografía J.Parker/Getty Images

Texto Guille Galván.-  mediados de los noventa, había un árbitro en las categorías regionales de Madrid al que todos llamaban Torero; un tipo peculiar, como de otra época. Tendría por aquel entonces cuarenta largos, era enclenque y miope de gafas gordas. Su físico andaba más cerca de Rompetechos que de alguien relacionado con el deporte. En esas fechas, la mayoría de los colegiados ya habían abandonado el negro riguroso y trotaban por los campos de tierra en coloridos trajes de amarillo o gris degradado. Pero Torero no, aquello no iba con él. Seguía siendo un cuervo, orgulloso de otear la carroña. Estoy convencido de que nunca había renovado su uniforme y aún conservaba el mismo modelito Urizar Azpitarte con el que se graduó: negro de algodón grueso, escudo federativo clavado a la solapa con un imperdible y pantalones extra short con los bordes volados hacia arriba como las puntillitas de los huevos fritos. Terrible.

El día que te arbitraba Torero tenías dos rivales: el equipo contrario y el árbitro. Intuías que iba a ser uno de esos días desde el calentamiento, Torero nunca llegó a la hora. Al límite de la suspensión, casi en la pachanga amistosa para aprovechar la tarde, oías aparcar con violencia un Seat Panda en la antesala de la extremaunción del que salía atropelladamente nuestro antagonista, uniformado ya de los pies a la cabeza. Entonces se oía el rumor. Lo ves, ¡hoy viene Torero! Y entraba en el campo con la lengua fuera para llevarse la primera ovación de la tarde. Comenzaba el partido y se convertía en la cuarta pared. Quedaba terminantemente prohibido dirigirse a él. Nada de hablarle, ni siquiera sostener su mirada porque cualquier gesto era considerado provocación y motivo de tarjeta. Si gritabas a un compañero, tarjeta. Si te lamentabas de un balón perdido, tarjeta. Sus partidos, aunque fuesen fáciles, tenían medias grotescas; tres o cuatro expulsados, diez amarillas… Cuando quería amonestarte comenzaba el mambo: tras un soplido de silbato interminable se dirigía a ti en un sprint anfetamínico y sacaba a trompicones las cartulinas y el bolígrafo. Ahí se paraba el mundo, se cuadraba recto cual Gary Cooper esperando un toro a puerta gayola. Se sabía entonces centro del universo, con los jugadores y el público pendientes de él.

Lo ves, ¡hoy viene Torero! Y entraba en el campo con la lengua fuera para llevarse la primera ovación de la tarde. Comenzaba el partido y se convertía en la cuarta pared. Quedaba terminantemente prohibido dirigirse a él.

Su semana de inframundo psicológico bien valía una misa sólo por aquel instante de protagonismo. Entonces arqueaba su mano desde abajo hasta arriba a más no poder hasta que, del ímpetu con que lo hacía, casi lograba volverse reversible y levantarse del suelo. Mientras la tarjeta ascendía la gente le hacía valedor de su apodo mientras le gritaba ¡¡Oleeee!! Entonces, Torero, esbozaba una ligera sonrisa dejando al descubierto su verdadero 'guilty pleasure'. Al principio, el ritual lo seguían dos o tres y a medida que iban aumentando las cartulinas, todo el campo le gritaba sin complejo. ¡¡Oleee Torero!! Deportivamente, los partidos eran un desquicio permanente, victorias pírricas o derrotas de una injusticia clamorosa. Alguna vez me tocó ser capitán y pasar con él algunos segundos de vestuario entre firma de actas y entrega de fichas. Aquel hombre era el croquis perfecto de un naufragio. ¿Qué puede estar pasando en la vida de alguien para que decida pasar los fines de semana quemando rueda y autoestima en campos de arena? Pasó el tiempo y un día Torero salió en el periódico. Lo descubrimos en las páginas interiores del As en mitad de una clase de COU.

Aquel hombre era el croquis perfecto de un naufragio. ¿Qué puede estar pasando en la vida de alguien para que decida pasar los fines de semana quemando rueda y autoestima en campos de arena?

Mis amigos y yo nos pasábamos el diario alucinados. El titular decía algo así como “Arbitro regional hospitalizado tras sufrir una brutal paliza”. En el cuerpo de la noticia aparecían declaraciones suyas en las que reconocía haber pitado un penalti que no era y que, pese a haber sufrido varias agresiones a lo largo de su carrera, nunca le habían zurrado tan fuerte como aquel domingo en la sierra de Madrid. Algún animal le acababa de partir la nariz y varias costillas. Nunca más volví a saber nada de él de forma directa. Desde hace algún tiempo llevo buscando una foto suya en balde para poder contar su historia. Incluso he llegado a pensar que me estaba inventando al personaje; en la Federación no guardan su licencia y como buen hombre del siglo XX no llegó a dejar huella digital. Sin embargo, hace poco vi un partido de aficionados cerca de casa y aproveché para preguntarle a uno de los encargados de abrir y cerrar los vestuarios, uno de esos tipos con pinta de llevar haciendo lo mismo toda la vida. Tenía que saber de quién hablaba.

Le conté la historia de un colegiado peculiar cuyo nombre desconocía, que pitó hace tiempo y al que todos llamaban el Torero. Me miró como si aquello fuese una cámara oculta. No sabía cómo se llamaba pero claro que se acordaba de quién era. Todos le decían Torero. Dejó de pitar hace mucho, me contó, le retiraron la licencia porque la lió muy gorda varias veces. Y ¿qué es de él?, le pregunté. Ahora ni idea, pero durante muchos años se pasaba los fines de semana en el campo del Aravaca FC, que tiene bar. Bebía como un animal. Echaba allí horas, pasaba del fútbol, le daba igual quién jugase porque a Torero lo que le gustaba era ir a insultar a los árbitros, sobre todo a los linieres. Tiene guasa. Al final acabó odiando a los de su estirpe, o a lo mejor es que se odiaba demasiado a sí mismo. •

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