'El último milagro', de Horacio Convertini. Regalo para suscriptores

El último milagro, de Horacio Convertini (Editorial Barret) es el regalo que ofrecemos a los nuevos suscriptores de Líbero. Publicamos el primer capítulo de esta magnífica novela negra que tiene el fútbol argentino como hilo conductor. Jorge Valdano hace el prólogo.

El Racing Club de Avellaneda se encuentra en una crisis terminal. Para salvar la situación, una empresa japonesa se ofrece a implantarle a la estrella del equipo un chip que le hará mejor que Messi. El último milagro de Horacio Convertini es una trama sangrienta de la editorial Barrett. Presentamos el primer capítulo del libro que regalamos a los nuevos suscriptores de Líbero

CAPÍTULO I

Zazaglia I
Duro

Cuando tocó el timbre, supo que iba a cometer un error. No era esa la forma de resolver su problema, pero las opciones sensatas le dolían demasiado y le exigían una voluntad de sacrificio

que hacía tiempo no tenía.

—¿Quién? —preguntó una voz metálica a través del portero eléctrico.

—Zaga... —respondió él.

La chicharra sonó antes de que terminara de decir su nombre. Empujó la puerta con un hombro y entró. Apretó el botón rojo fosforescente y se encendió un plafón en el techo: media esfera de vidrio llena de bichitos que despedía una luz anémica. Caminó apurado hacia el fondo, donde estaba la escalera del segundo bloque de departamentos, porque ya sabía que el temporizador duraba poco y que el siguiente interruptor no se veía en la oscuridad ya que alguien había roto el botón fosforescente. De todos modos, no pudo llegar. El primer plafón se apagó cuando le faltaban cuatro metros y decidió seguir a ciegas, ahora muy despacio, tanteando la pared a su izquierda. Cuando su mano se hundió en el vacío, dobló y empezó a subir. Diez escalones, un rellano que torcía a la derecha, otros diez escalones. En el primer piso distinguió un botón rojo, lo apretó. Aprovechó el oasis de luz para acelerar de nuevo, pero volvió a quedarse a oscuras en el rellano del tercero. Se preguntó cómo se las arreglarían los habitantes de esa pajarera mugrienta. Tal vez estuvieran acostumbrados y no necesitaran la ayuda de los plafones llenos de bichos. Tal vez vieran en las tinieblas. Gente con ojos fosforescentes de murciélago.

Cuando por fin llegó al tercero, como si su pisada lo hubiera activado automáticamente, se encendió un reflector de luz blanca en el extremo más alejado del pasillo, donde estaba la cueva

del Duro Cameselle. Avanzó hacia ella entrecerrando los ojos. Sabía que lo estaban mirando. Que el reflector no era una gentileza para compensar sus problemas con los plafones, sino la manera de asegurarse de que fuera él, Carmelo Zagaglia, y no la cana o el killer de algún enemigo.

Ni necesidad tuvo de tocar el timbre porque la puerta se abrió antes. Lo recibió un patovica vestido con remera verde oliva y pantalón militar camuflado. El living, que en horas más lógicas

hervía de desesperados, estaba vacío. El mostrador donde solía atender una recepcionista rubia que se parecía a Kim Basinger, también. Sobre el mostrador había dos monitores de seguridad:

uno mostraba la entrada del edificio; el otro, la negrura del pasillo del tercer piso, renacida ahora que habían apagado el reflector.

—Adelante —dijo el patovica—. Segunda puerta, a la derecha.

Eso significaba que lo iba a atender el Duro Cameselle en persona. Un gesto de amistad y confianza, que se sumaba al favor de haberlo recibido a las diez de la noche, pero que en verdad

lo incomodaba: no le gustaba ver a un tipo como el Duro Cameselle conectado a un tubo de oxígeno para seguir respirando, reducido a la sombra de lo que había sido. En el submundo de

los usureros y los capitalistas de juego, ese hombre con los días contados era una leyenda tan venerada como temida. Zagaglia había sido testigo de una de sus primeras proezas, cuando los

dos todavía eran cadetes del Colegio Militar. Cierta vez, un sargento —furioso porque Cameselle se había presentado a la revista con los borceguíes embarrados— quiso obligarlo a que

los limpiara con la lengua. Tuvo la mala idea de agarrarlo del pescuezo y escupirle la orden en la cara. Cameselle —dieciocho años, diecinueve como mucho— le encajó un rodillazo en los

huevos y luego le sirvió una trompada en el mentón que lo dejó tirado y boqueando como un pescado. Fue el fin de su carrera de milico. Primero lo molieron a palos y después lo expulsaron.

Zagaglia no resistió mucho más. Seis meses más tarde también lo molieron a palos y lo expulsaron por otra falta imperdonable: garcharse a la mujer de un coronel.

Cameselle estaba en la cama con los ojos cerrados. Una pila de almohadas lo sostenía en 45 grados. Tenía una cánula en la nariz. Respiraba con un silbido.

—Permiso, buenas noches —dijo Zagaglia, y dio dos golpecitos en el marco de la puerta.

Cameselle abrió los ojos muy despacio, como si ese movimiento le representara un esfuerzo brutal. Con la mano izquierda le hizo una seña leve para que entrara y otra, palmeando el colchón, para que se sentara en la cama junto a él. Zagaglia obedeció.

—¿Cómo andás, Duro?

—Ablandándome, aj, aj, aj... —La ironía le provocó una carcajada flojita, que se le cortó en un ataque de tos. La cara se le puso azul.

El patovica entró y preguntó si estaba todo bien. Cameselle asintió con la cabeza, pero le tomó dos minutos recuperar el ritmo normal de la respiración. El patovica igualmente se quedó

parado al lado de la puerta.

—¿Viniste a traerme un pan dulce, Carmelo? —soltó, por fin, Cameselle.

—Cinco lucas necesito —atropelló Zagaglia—. En el club ya me dijeron que se ponen al día el 30, pero no quiero llegar a la Navidad con las manos vacías. Imaginate, invitados en casa, regalitos...

—Invitados, regalitos... —repitió Cameselle, y los párpados se le rindieron lentamente, como si esa conversación recién empezada lo hubiera arrastrado hacia un letargo muy profundo.

Zagaglia tuvo miedo de que el Duro se durmiera y de que él tuviera que irse de ahí tan pelado como había llegado. Lo tomó de un brazo y lo sacudió un poquito.

—Cinco lucas, che. Nos conocemos de pibes. Yo nunca te fallé. La cabeza de Cameselle se fue bruscamente hacia un costado y eso lo despertó.

—¿Me escuchaste? Cinco lucas para pasar bien las fiestas.

—Sí, sí, te escuché. Estaba haciendo memoria. El 28 te tengo que descontar el cheque que me diste hace tres semanas. Ocho lucas que no vas a tener...

—Quedate tranquilo, que para cubrirlo me prometieron un adelanto.

—Un adelanto... —Cameselle volvió a cerrar los ojos.

Zagaglia se levantó frustrado. Miró al patovica en busca de ayuda, pero el tipo permaneció envarado y con la vista clavada en un punto indefinido como un granadero. Hacía mucho calor ahí adentro. El aire había formado una nube pegajosa. Metió las manos en los bolsillos del pantalón. En el derecho, las llaves y tres monedas. En el izquierdo, un billete de cincuenta y otro de diez. Todo su capital era esa miseria. La tristeza se le vino encima como un cachetazo. Qué era él más que un mendigo sin suerte o un perdedor habituado a la derrota. Bufó de fastidio en un intento por sacarse de adentro la pesadumbre y encaró hacia la puerta, arrastrando los pies.

—Venden a Franzoni —dijo Cameselle, y su voz, reducida al quejido de un moribundo, paralizó al técnico—. A Bélgica. Lo anunciaron hoy en la radio. Zagaglia volvió sobre sus pasos y se sentó de nuevo en la cama.

—Así parece —aceptó.

—Renunciá. No seas boludo. Poné eso como excusa. Si Racing se va a la B, que no sea con vos.

—Si renuncio, no cobro más. Además, prefiero morir peleando.

—Morir peleando, aj, aj, aj... —Cameselle se estremeció todo con la carcajada y el nuevo ataque de tos.

—Tirame unos mangos, Duro, que estoy en la lona, dale… Cameselle se quedó en silencio un minuto interminable, pero esta vez no cerró los ojos. Frunció el ceño como si por dentro estuviera resolviendo un cálculo complejo o evaluando una situación de riesgo.

—Dale quinientos —le ordenó de pronto al patovica; su voz esta vez sonó firme, seca, todo lo vigorosa que podía ser en esas condiciones—. Que no deje ningún cheque. Es un favor de amigo. Zagaglia lo vio aflojarse, dejarse ir, los párpados descendiendo en cámara lenta, y supo que ya no podía esperar más.

—Acompáñeme —dijo el patovica.

Quinientos, pensó Zagaglia. Al menos tendría un ratito de putas y alcohol antes de hundirse del todo.