El verano de Garitano

El escritor Javier Aznar incluye este relato en su ópera prima ‘¿Dónde vamos a bailar esta noche?’ (Círculo de tiza). Es una historia de infancia y cromos. De espinas clavadas y venganzas. Asegura que todavía está dolido por la jugarreta.

Javier Aznar .- Era un ritual durante aquel verano. Todos los domingos bajábamos a la plaza Pombo. Bajo el brazo, como el que va a atracar un banco con la Thompson metida en el estuche del violín, una caja naranja de unas viejas botas Nike con nuestros cromos repetidos dentro. Todos rigurosamente ordenados y separados por equipos. Usábamos unos trozos de cartón con los escudos rudimentariamente dibujados a modo de pestaña entre cada equipo. Un cromo, cinco pesetas. Ese era el precio. Mi hermano y yo manejábamos aquella caja con la soltura y la destreza con la que un viejo bibliotecario revisa las fichas de sus libros prestados. Solo nos faltaban unas gafas de ver de cerca con una cuerda colgando a lo Marcelo Bielsa. Nunca llevábamos una lista con los cromos que nos faltaban. Teníamos un mapa mental del álbum con los huecos. Conocíamos todas las caras. Las que estaban y las que no. ¿Llevar una lista? Menuda ridiculez ¿Qué sería lo próximo? ¿Montar la sorpresa del huevo Kínder mirando las instrucciones? No. Éramos tipos duros. Nada de listas. Los detectives de las novelas pulp que yo leía a escondidas nunca llevaban un papelito con los sospechosos a los que perseguían. Conocían sus caras de memoria. Porque no les dejaban dormir por las noches.

Tenía 9 o 10 años y aquella colección de cromos de Ediciones Este (jamás Panini) era mi única preocupación durante el verano. No me importaban las chicas, no me importaba la música, no me importaba la piscina, no me importaban los dinosaurios que tan de moda estaban tras el estreno de Jurassic Park. Los mejores días eran aquellos en los que íbamos a ver a nuestra abuela Tea a Polanco y nos compraba una caja de cromos, ¡una caja entera!, en el quiosco del pueblo. Abríamos los sobres en el soportal de la casa, entre buganvillas y hortensias, con esa misma ansiedad que se tiene al intentar desabrochar a oscuras algún sujetador. Y rezábamos por algún cromo especial. Loriga escribió en Héroes: “Cuando tenía 14 años, todavía rezaba y le pedía a Dios una chica bonita. Jugábamos al fútbol todos los fines de semana y no siempre ganábamos. En realidad, nunca ganábamos. Bebíamos cerveza y le pedíamos a Dios una chica bonita. Teníamos corbatas pero no las usábamos, sabíamos muchas oraciones pero no las rezábamos. Sólo nos acordábamos de Dios para pedirle una chica bonita”. Nosotros solo nos acordábamos de Dios para pedirle un cromo bonito. Un fichaje bis. Un Franck Passi. Un “Coloca a Bjelica en lugar de Nilson que ha causado baja”. Un Grelak. Un Atila Kasak.

Pero durante aquel verano algo pasó en la plaza donde acudíamos a cambiar. Una burbuja en el mercado de los cromos similar a la crisis especulativa de los tulipanes que sacudió Holanda en el siglo XVII. Sucedió repentinamente, apenas de un día para otro. Una pequeña chispa que originó el incendio y ya nunca se pudo controlar. Un domingo cualquiera, un señor nos pidió 125 pesetas por Acosta, del Logroñés, fichaje nº 32. Mi padre, claro está, se negó a pagar por un triste cromo esa astronómica cifra. Y las negociaciones por Acosta se rompieron cuando apenas quedaban unos flecos para cerrar su incorporación. Nunca compres ni vendas un cromo por más de 25 pesetas, me advirtió después volviendo a casa. Pero ya era demasiado tarde. La escalada en los precios era inaudita. Pronto la gente empezaría a pedir 50 y 75 pesetas por fichajes de segunda fila. Por un Biagini. Por un Maqueda. Recuerdo que hasta llegó al telediario de Antena 3 que alguien había pagado 1.000 pesetas por el cromo de Freddy Rincón, flamante fichaje del Real Madrid. Y mi madre viendo la televisión, morena, vaciando una lata de Coca Cola Light en un vaso, se preguntaba escandalizada si nos habíamos vuelto todos locos. La cuestión es que yo no podía competir con aquellos Abramovich de los cromos. Estaba fuera del mercado con el price cap impuesto por mi padre. Mi margen de maniobra era escaso. La única filántropa dispuesta a financiar mis delirios y que me mantenía en la carrera por acabar la colección era mi abuela. La severa advertencia de mi padre de jamás gastar (ni de cobrar) más de 25 pesetas en un cromo pendía sobre mí como una espada de Damocles. Había que correr riesgos. Buscar en los mercados secundarios.

Un día me acerqué donde un grupo de chicos mayores y bastante sospechosos que estaban sentados en un banco. Iba yo solo. Ellos tendrían 20 años. O a lo mejor solo 15, pero ya se afeitaban, que era lo importante. Me ofrecieron, con voz susurrante, un cromo especial: Ander Garitano en el Zaragoza. No me lo podía creer. ¡Si el Marca había anunciado su fichaje procedente del Athletic de Bilbao solo dos días antes! Pero ahí estaba, ante mí, entre las manos de uno de esos tipos: Ander Garitano luciendo radiante, como la virgen de Fátima, la elástica blanca del Zaragoza. Fichaje bis 11 me dijeron. Los muy hijos de la gran puta. A fuego lo tengo grabado. Y me pidieron 200 pesetas con prisas. No estaban dispuestos a negociar. Aún recuerdo los codazos entre ellos, las risitas por los bajini. Borracho de emoción por hacerme con Garitano, solté sin muchos regateos todas las monedas que había ganado esa mañana intercambiando cromos. Y me fui corriendo. Un poco por la emoción, un poco porque había quedado con mis primos para ir a la playa y ya llegaba tarde.

Mientras esperaba en el muelle a que llegara la Pedreñera, no podía dejar de mirar y remirar la nueva joya de mi colección, orgulloso como un pavo real de mi adquisición, deseando poder contárselo a mi hermano. Y alquilar una avioneta con una pancarta para anunciárselo a toda la playa. Fue entonces cuando me di cuenta de todo. Un calor insoportable me invadió el pecho de repente. Una angustia terrible me paralizó. Se hizo el silencio afuera como si me hubieran sumergido en una piscina. No podía ser cierto. Pero lo era. Con horror, pude comprobar con mis propias manos cómo la cabeza de Garitano había sido recortada y pegada de nuevo, con la precisión de un neurocirujano, sobre el cuerpo de un cromo de Belsué. Del puto Belsué. Era el trabajo de un profesional. De un profesional del Mal. Sí, acababa de gastarme 200 pesetas, el equivalente a 40 cromos, en una burda falsificación. Y me hundí. Comprendí todo de golpe: esas prisas por cerrar el trato, los codazos en las costillas, las sonrisas cómplices entre ellos. No podía creer cómo había sido tan primo. ¡Qué imbécil! Había fallado a todo el mundo. No estaba tan afectado desde la segunda liga que perdió el Real Madrid en Tenerife, cuando tuve que salir al balcón a que me diera un poco el aire mientras mi abuela pensaba que me iba a tirar de un ataque fulminante de tristeza.

Y así fue cómo, sentado en el muelle frente a la bahía, un cromo falso de Garitano me sacó a patadas de la infancia, haciéndome sentir como Martin en ese capítulo de Los Simpson en el que se le rompe su piscina y Nelson le quita el traje de baño, quedando desnudo frente a la suave caricia de la brisa veraniega, cantando con un hilo de voz casi inaudible el Summer wind de Frank Sinatra: El viento estival / que vino volando / de la orilla del mar…

Tuve durante mucho tiempo aquel cromo en la mesita de mi cuarto. Como un recordatorio de las hienas que había ahí fuera esperando. De vez en cuando pienso en aquellos chicos. Me los imagino ahora calvos, con una camisa de manga corta, colocando acciones preferentes de Bankia a alguna viejita indefensa. O cumpliendo condena por estafa inmobiliaria. Tengo la absoluta certeza de que, llegado el día, crearán una nueva planta solo para ellos en el infierno, como en Desmontando a Harry de Woody Allen.

Novena planta: falsificadores de cromos y estafadores de niños.

Pero no les guardo rencor. Aprendí mucho de aquello. A leer siempre la letra pequeña. Y que las desilusiones son fiestas sorpresa de disfraces que te haces a ti mismo en las que el único que no va disfrazado eres tú. Puedo decir ahora, mirando hacia atrás, que fue una buena lección. No, definitivamente no les guardo rencor.

Tan solo espero poder ir algún día al entierro de cualquiera de ellos, dentro de 30 años tal vez, o de 40, acercarme al féretro para mostrar mis respetos y, cuando no mire nadie, pegarle el cromo de Garitano en la tapa del ataúd mientras lo van descendiendo.

Pero sin acritud.