Miguel Pardeza.- El hotel se llamaba La Forestiere. Estaba en Saint Germain-en-Laye, al oeste de París, en medio de un bosque. Y tenía un bonito jardín, frondoso de árboles, plantas y flores. Se trataba de un rincón apartado y tranquilo, idóneo para que cada uno de nosotros indagara en su conciencia, pusiera en orden el pasado y acopiara fuerzas para el inmediato desafío. El lugar en donde vives concentrado antes de disputar un partido tiene más importancia de la que a menudo le otorgamos. Suelen establecerse con él extraños acuerdos emocionales, que a menudo cobran un significado simbólico. No consiste en un diálogo racional, o mejor dicho, que pueda racionalizarse, porque el fútbol se mueve en el reino de la intuición y el sueño. En particular, mi caso estaba lastrado por molestias musculares; esa fue la razón de que la habitación compartida y con vistas se transformase en una improvisada sala de fisioterapia. La única herramienta con la que contaba fue una goma de un grosor estimable que atada a una de las patas de la cama me servía para potenciar la zona dolorida: una técnica que había aprendido en la consulta del doctor Dick Van Toorn en Rotterdam.
En París asomaba la ocasión de desmentir el destino de los equipos modestos, para los que el azar casi nunca es tan ciego como lo presenta la mitología.
De modo, que mi concentración fue, por un lado, el esfuerzo tenaz por llegar en condiciones, y la certidumbre, por otro, de que la que se me presentaba en el Parque de los Príncipes iba a ser mi última gran oportunidad. Tenía uno treinta años, los mismos que otros compañeros. Y a esa edad comprendes que es frustrante estar doce o catorce temporadas en la élite profesional y retirarte sin un título o, al menos, una hazaña, que el aficionado pueda recordar. Pero allí asomaba la ocasión de desmentir el destino de los equipos modestos, para los que el azar casi nunca es tan ciego como lo presenta la mitología.
El Arsenal intimidaba los sentidos. El año anterior había conquistado el mismo título que íbamos a pelear, después de vencer por uno a cero al Parma de Scala, Zola y Asprilla. Pero contábamos con una ventaja, cuya realidad teníamos que defender: cierta intención de juego que creció desde el respeto al talento genuino de un equipo que bebía en los mejores estilos. Fuimos un ejemplo de orgullo deportivo que se prohibió conformarse con los manuales de supervivencia de los equipos con recursos limitados. Creíamos en el balón, en la inteligencia y en una armoniosa integración de sensibilidades. Al fútbol puede jugarse de muchas maneras, pero todas tienen que estar sustentadas con un latido coherente, una mirada afín. Frente a las burdas doctrinas que aconsejaban buscar el equilibrio con elementos disimiles, nosotros representábamos una herejía. Ni una sola pierna de aquel grupo se perdía en contradicciones. Pocos dudaban de que el inglés sería un rival duro. A mediados de los noventa, todavía no había llegado el gran momento del fútbol patrio, a pesar de la Copa de Europa -aún se llamaba así- del Barcelona de 1992. Y las citas internacionales inspiraban miedos inconfesados. La fortaleza física de ingleses, alemanes o italianos seguía constituyendo una barrera inasequible para la técnica española. Sería inevitable recorrer, entre exacerbados debates, unos cuantos años más para que la peculiaridad del jugador nacional adquiriera la madurez y autoestima necesarias hasta convertirse en una marca inconfundible y exitosa.
Seaman, Dixon, Adams, Schwarz, Parlour, Wright, etc., no nos parecían ni muy finos ni muy virtuosos, pero era evidente que para vencerles teníamos no sólo que imponer en la medida de lo posible nuestra mayor capacidad asociativa, sino lograr no llegar demasiado mermados físicamente al final del partido. El tiempo era un factor que intervendría a favor de ellos, y bastante en contra de nosotros. El inicio del juego no coincidió con nuestra comparecencia. Muchos permanecíamos obnubilados con la ruidosa y cromática locura de la grada, o detenidos ante la inmensa responsabilidad, o, aun peor, impresionados por el miedo al fracaso.
Nayim no era un goleador; pero acaso por eso le estaba reservado el papel principal de aquella noche en la que nos ganamos, ya que no una buena cena en el hotel Concorde Lafayette, si al menos un hueco en la memoria
Puede que nos retrasásemos diez o quince minutos en ese estado de encogimiento y bloqueo; fue el plazo que necesitamos para superar el colapso espiritual que infligen la inexperiencia y los escenarios desacostumbrados. A partir de entonces, todo fue bien: nuestro juego encontró soltura y vitalidad; y fuimos creciendo alentados por las consignas que mejor conocíamos y que nos habían llevado hasta allí. Cuando nos empató John Hartson, a los ocho minutos de habernos adelantado, nadie vio ni sospechó, siquiera, que aquello no presagiaba el desastre, sino uno de los momentos más mágicos que se han dado en la historia del fútbol mundial. Nayim no era un goleador; pero acaso por eso le estaba reservado el papel principal de aquella noche en la que nos ganamos, ya que no una buena cena en el hotel Concorde Lafayette, si al menos un hueco en la memoria. Después de mas de veinte años, creo que puede decirse que hicimos simplemente lo que debíamos. El cariño de la gente y la atención de los medios así nos lo recuerdan.