40 años de Malvinas: en las guerras no se llora

A Omar de Felippe, ahora entrenador de Platense, la guerra de las Malvinas (1982) le enseñó lo que es duro y lo que merece la pena de verdad. Este mes de junio se cumplen 40 años del final de la guerra.

Borja de Matís | Fotografía Carlos Martín Larraza / Archivo de Omar de Felippe.- El panorama es desolador. Más de 2.000 hombres se amontonan en unas improvisadas carpas habilitadas en Campo de Mayo, la principal base militar argentina, al norte de la provincia de Buenos Aires. Están sucios, tristes, hambrientos, fundidos. Hay quienes lloran, quienes resuelven problemas pasados a puño limpio, y sobre todo, hay quienes mantienen la mirada perdida en el vacío sin entender todavía qué ha pasado, cómo han llegado hasta ahí. Es 16 de junio de 1982, dos días después de que el Gobierno militar argentino haya firmado la rendición, y la guerra sólo haya terminado de un modo formal y artificioso; para casi todos ellos, los recuerdos de aquellas noches, frías, solitarias e incomprensibles, les van a acompañar toda la vida. Hoy, más de 40 años después, hay quien sigue necesitando permanente ayuda psicológica. Otros hace tiempo que optaron por el suicidio. A principios de 1982, Omar de Felippe tiene 19 años y juega al fútbol en Huracán.

Lo hace como lateral izquierdo en la cuarta división del club, donde prevé hacer la pretemporada. No lo hace mal, pero tampoco es un prodigio técnico. El típico jugador de barro y sacrificio, de esos que gustan a los entrenadores como él hoy. Cree que puede llegar a ser profesional, y en ello pondrá todos sus empeños una vez terminado el servicio militar obligatorio, donde ha mostrado habilidades para el disparo. Se le da bien. Muy bien. De hecho, uno de sus superiores, no se cansa de recomendarlo encarecidamente para que lo acompañe a diferentes campeonatos de tiro, donde siempre termina copando los primeros lugares. Meses más tarde, empuñar un arma tendría un significado hasta entonces inimaginado.

INDEPENDIENTE» De Felippe durante la entrevista, como entrenador de Independiente. 

El 7 de abril, cuatro meses después de haber finalizado el servicio militar, y cinco días después de que el Ejército argentino tomara Puerto Argentino, un soldado llama a la puerta de su casa. Abre Rosa, su madre y extrañada recibe la citación que dice que su hijo debe presentarse inmediatamente en el cuartel. No sabe para qué es, pero lo intuye. Omar, que duerme plácidamente, se levanta, le da un beso y le dice que esté tranquila. Dos días después, el 9 de abril, desembarcaría en Malvinas. [Un archipiélago de 12 km² de superficie a 1.800 kilómetros de Buenos Aires] Ahora, junto a otros tantos muchachos, forma parte de ese barracón en Plaza de Mayo, donde se saldan cuentas pendientes antes de afrontar la realidad. La verdadera realidad.

Su historia es una más de las 12.000 que van unidas a cada uno de los que batallaron aquellos dos meses en Malvinas. Suele contar que el fútbol le salvó la vida, porque a diferencia de otros tuvo un lugar donde volver, donde refugiarse

LA HISTORIA
Con la distancia, su historia es una más de las 12.000 que van unidas a cada uno de los que batallaron aquellos dos meses en Malvinas. Suele contar que el fútbol le salvó la vida, porque a diferencia de otros tuvo un lugar donde volver, donde refugiarse. “Los vestuarios de fútbol son la mejor terapia posible. Apenas llegué, mi familia y mis amigos tenían miedo de hablarme, no me querían preguntar nada. Quizá pensarían que no quería recordar, o que podía resultar incómodo. Al final me hacían parecer extraño, como si de alguna forma estuviese marcado por haber estado allí. Por suerte, el fútbol te despoja de todos esos prejuicios. Dentro de un vestuario hay mucha naturalidad, y los chicos suelen ser muy desinhibidos, así que pronto empezaron a preguntarme qué había pasado, cómo había sido, cómo me sentía… Ahí es cuando pude largar todo lo que tenía adentro”, comenta. La historia de la Guerra de las Malvinas es la historia del absurdo. De una decisión absurda, más bien. La que tomó la Junta militar argentina en la figura de Leopoldo Galtieri de recuperar las Islas Malvinas, un territorio perdido e inhóspito conformado por una serie de islotes desnudos e intransitables de poco más de 2.000 habitantes cuya soberanía había sido foco de conflicto desde mediados del Siglo XIX.

La soberanía de las mismas nunca estuvo realmente clara. Descubierta por colonos y habitada por españoles hasta el Siglo XVII, pasó por manos francesas y de nuevo españolas hasta quedar desierta a principios del S. XVIII, cuando el Gobierno argentino las ocupó de un modo provisional, hasta caer poco después en manos inglesas. En cualquier caso, a nadie parecían importarles demasiado. Por eso sorprendió la decisión de invadir Malvinas (para Inglaterra la posesión de las islas no tenía demasiado interés, ni político ni económico, e incluso estaba dispuesta a llegar a un acuerdo pacífico antes de la guerra a favor de Argentina), y casi todos aún hoy pueden recordar cómo aquella mañana de abril de 1982 se levantaron con un “¡Invadimos Malvinas!” de fondo en sus televisores, mientras otros tantos vociferaban consignas a favor del Gobierno y la patria en Plaza de Mayo. La Junta militar, que llevaba en el poder desde el golpe de Estado de 1976, pasaba por su peor momento –descontento social, aumento de la pobreza, casi 90% de inflación anual, y posibilidades reales de una recesión– y creyó ver en el contencioso militar una manera de recuperar la popularidad perdida.

Para De Felippe, la primera ducha de realidad llega la madrugada del 1 de mayo de 1982. “Eran las 4:40. No me olvido más. No dormía, porque habíamos hecho imaginaria, caminando por Puerto Argentino, de 2 a 4 de la mañana. Hacía un frío tremendo. Nos metimos en una carpa y charlamos con algunos muchachos mientras tomábamos mate. Aún no había comenzado el conflicto de verdad, por lo que estábamos más o menos tranquilos. De repente, comenzamos a escuchar el ruido de una hélice en el silencio de la noche. Cada vez se hacía más cercano, y de pronto, una explosión tremenda. La bomba cayó a 12 kilómetros de donde estábamos, pero ahí nos empezamos a dar cuenta que era en serio”. El Gobierno argentino preveía una guerra fácil, sin demasiada oposición del Estado británico, como el propio Galtieri apuntaría años después: “No esperábamos una reacción tan desproporcionada”. La proximidad geográfica de Argentina con las islas y la vasta distancia con Inglaterra no hacía preveer una contestación tan magnánima del Gobierno inglés, pero las infraestructuras de unos y otros mostraban de antemano una guerra desigual, e Inglaterra vio una oportunidad idónea para reivindicar el poder nacional en un clima de desconformidad social con el Gobierno.

"Aún no había comenzado el conflicto de verdad, por lo que estábamos más o menos tranquilos. De repente, comenzamos a escuchar el ruido de una hélice en el silencio de la noche. Cada vez se hacía más cercano, y de pronto, una explosión tremenda"

Margaret Thatcher, en contra de lo pensado por Galtieri, respondería con fiereza, y más de 10.000 soldados profesionales desembarcarían en las islas en poco más de diez días. Llegados a este punto convendría detenerse para comparar la situación de uno y otro ejército. En el caso argentino, la mayoría de las tropas estaban conformadas por jóvenes que, como De Felippe, contaban con unos precarios conocimientos militares. No estaban realmente preparados. “Cuando los altos mandos ingleses veían nuestras ropas, o nuestras armas, prácticamente sentían lástima de nosotros”, comenta uno de los soldados que combatió en Malvinas desde el improvisado campamento situado hoy en Plaza de Mayo y que ya forma parte del paisaje colectivo. Inglaterra, uno de los países con mayor tradición militar del mundo, mandó a militares profesionales. “En la instrucción militar te dan una idea básica de cómo manejar un arma, de cómo moverte, de cómo actuar, y de cómo es un combate, lo que pasa es que nunca lo hiciste en un combate verdadero. Nunca te enseñan cómo recibir una bomba que te cae al lado. El hecho de ir a una guerra y de repente sentir que hay alguien o algo que te puede matar es algo que lo vas viviendo en el momento. Es como si yo te digo: al fútbol se juega así y así, y el domingo te pongo en la cancha, ante 40.000 personas y te digo, juega. Si te sale mal no pasa nada, pero en la guerra, si te sale mal, perdiste la vida”, recuerda.

DESASOSIEGO
El miedo. Cómo dominarlo, cómo hacerle frente, cómo normalizar situaciones inimaginables meses atrás. Ese miedo sería uno de los principales sentimientos en aquellos días, junto con un frío que quemaba por dentro. La mayoría de los soldados argentinos no habían tenido nunca que soportar ese clima; muchos de ellos, llegados del norte, de Salta, de Jujuy, no conocían lo que era la vida a menos de 15 grados en el peor de los casos. Allí iban a convivir con temperaturas máximas de cinco grados, más la humedad del ambiente. “La única forma de dominar la situación era no quedándote quieto. El miedo te da dos reacciones básicas: o te rebelas contra lo que estás viviendo y optas vivir, o te quedas quieto y mueres”. Esa enseñanza de vida primaria, la intenta aplicar hoy al mundo del fútbol. “Hay muchas similitudes. El jugador que tiene miedo, se queda paralizado y es peor. Le domina el miedo a él, no al contrario. Puedes hacer las cosas bien o mal, pero siempre tienes que hacer algo".

"Es algo que tengo muy presente por todo lo que aprendí y jamás voy a estar quieto sin hacer nada esperando a que pase algo en mi vida. Siempre, siempre hay que emprender”. En el día a día de la guerra, el miedo dominaba a los soldados tanto como el hambre. Los barcos ingleses dificultaron el abastecimiento de comida para el Ejército argentino, que se veía forzado a irrumpir de noche en las casas buscando cualquier cosa que llevarse a la boca. Los expertos hablan de situaciones límite, como las que te llevan a dormir en un barracón, boca arriba con una pistola sin seguro apretada en el pecho. “Dormíamos en un pozo donde entrábamos cuatro. No podíamos cavar mucho porque era tierra arcillosa y brotaba el agua, así que como mucho podíamos hacer un barracón de medio metro. Y dormíamos así, en fila, de a cuatro. Yo estaba al lado de la puerta y todos tenían la orden de no entrar sin decir la contraseña correspondiente.

“Dormíamos en un pozo donde entrábamos cuatro. No podíamos cavar mucho porque era tierra arcillosa y brotaba el agua, así que como mucho podíamos hacer un barracón de medio metro"

La noche anterior habían aparecido degollados algunos chicos [posiblemente a cargo de los Gurkhas, soldados nepalíes que sirvieron como mercenarios durante la guerra] y era la única manera de estar seguro”, recuerda Omar todavía mezclando pasado y presente. Shock sentimental Decía el periodista Enric González que hay noches en las que aún se despierta sobresaltado recordando el olor que emanaban los cadáveres apilados en la guerra de Uganda. Lo excepcional del asunto es que un shock visual y sentimental tan grande, sólo obstaculice ocasionalmente el sueño. El que ha estado en una guerra experimenta diferentes mecanismos de defensa. Para Omar De Felippe aquello se convirtió en una rutina donde no sentía nada. “No se lloraba. Nadie lloró, y eso que era la primera vez que vivíamos algo así. Morían compañeros y no te podías permitir sentir nada. Después, con los años, empiezas a pensar en este o aquel, en la forma en la que murieron, y sí te das cuenta de muchas cosas. Creo que en realidad depende del carácter de cada uno, del lugar en el que lo hayas forjado.

“No se lloraba. Nadie lloró, y eso que era la primera vez que vivíamos algo así. Morían compañeros y no te podías permitir sentir nada"

Yo perdí a mi padre con 7 años y me pasaba el día en la calle jugando a la pelota. Vivíamos prácticamente ahí, y en la calle se ven muchas cosas. Estábamos acostumbrados, no a una vida de guerra, pero sí a tener que pelearla todos los días, y eso te curte. A otros chicos les costaba más. No entendían qué estaban haciendo ahí, ni lo que estaba pasando, por eso sufrieron. Si te paras a pensar, y cada imagen que ves la tratas de asimilar, tienes un problema”. Puede que en esos momentos Argentina ya estuviera perdiendo la guerra, aunque es difícil señalar una fecha exacta en el calendario o el momento preciso en el que todo se vino abajo. Muchos de los jugadores argentinos que en 1982 viajaron a jugar el Mundial se fueron de Argentina ganando la guerra y cuando llegaron a España se dieron cuenta de que la realidad era bien diferente.

ENTRENADOR» Actualmente dirige a Platense. 

El instrumento de propaganda argentino tergiversaba la información de modo que el pueblo nunca entendió cómo se firmaba la rendición de una guerra que se estaba ganando. Era todo mentira. “Recuerdo una noche que entramos a robar a una casa para buscar comida y encontramos una pequeña radio. Con esfuerzo, logramos sintonizar emisoras argentinas y uruguayas, y la información era muy distinta. En Argentina siempre pareció que se estaba ganando la guerra, por eso cuando se firma la rendición, la gente seguía yendo a Plaza de Mayo para pedir que se continuase luchando. Fue una locura”, recuerda. Argentina había perdido, y una generación iba a quedar marcada por aquellos días donde un ejército de chicos luchó hasta la saciedad contra la tiranía inglesa en unas islas perdidas del Atlántico.

Nunca mereció la pena, y la bronca y la rabia siempre superaron a las consecuencias de la derrota. “Se juntaba todo. Tenías tantos sentimientos mezclados que era complicado entender qué sentías. Hubo momentos duros, pero lo peor fue cuando terminó. Caminamos 10 o 12 kilómetros desde el monte de Dos Hermanas hasta la base. Estábamos muertos. Recuerdo ver todo destruido a nuestro paso, las cosas tiradas por el suelo y los ingleses que aún seguían disparando. En el trayecto íbamos pasando por diferentes retenes, que nos iban desarmando y dando indicaciones para llegar a Puerto Argentino y regresar a casa. Y ahí es cuando de verdad lloras, cuando te das cuenta que has perdido lo único que te mantenía con vida en los dos últimos meses. Ahí sí lloramos”. 

No hay nada más importante que la vida”. La realidad de Malvinas es hoy muy diferente a la de hace 40 años. En Stanley (Puerto Argentino), la capital, viven poco más de 2.000 personas que, en su mayoría, permanecen ajenos a los reclamos argentinos y a la soberanía inglesa. Son cosas que les quedan demasiado lejos. Son más de cinco generaciones viviendo en las islas, por lo que no dudan en definirse como ‘kelpers’ un gentilicio que los hace auténticos, muy diferentes a los ingleses, y sobre todo a los argentinos. Hay poco que hacer en Stanley, y la vida transcurre con excesiva tranquilidad. Hace mucho frío en invierno, y en verano la gente suele buscar otros lugares más calurosos. La explotación de sus aguas para la pesca conforman la principal vía de ingresos para una sociedad que cuenta con una de las rentas per cápita más altas del mundo (en torno a 66.000 dólares por habitante), y donde los chicos de 16 años tienen la posibilidad de marcharse a estudiar a caras universidades de Londres o Birmingham de forma gratuita.

En cualquier caso, es un lugar donde casi nadie querría vivir. Cuando gobernaba Cristina Fernández de Kirchner seguía alentando a las masas con la idea de recuperar algún día las islas, De Felippe aparece como una voz autorizada para hablar e ello: “No quiero otra guerra, pero los que estuvimos ahí tenemos un sentimiento muy grande. Estamos orgullosos de aquello, y eso es algo muy complicado de entender para la gente de afuera. Sé lo que son Malvinas, y seguramente si pusiéramos anuncios para que la gente fuese a trabajar ahí no iría nadie, pero de alguna forma, son parte de nosotros”, explica. De Felippe entrena hoy a Platense (en el momento de la entrevista era entrenador de Independiente). Su recuerdo, y sobre todo su historia, estarán ligados para siempre a un par de meses donde, como dijo Borges, “dos hombres calvos pelearon por un peine”. •