Borja Bauzá.- El 15 de noviembre del 2005 una noticia sacudió las gradas de Europa. La Fossa dei Leoni, uno de los grupos ultras del Milan, anunciaba mediante un comunicado el fin de su existencia. El sentimiento que recorrió los fondos del viejo continente se puede resumir en una palabra: confusión. Una confusión enorme. ¿La Fossa disuelta? ¿Estás de broma? Nadie entendía nada. A diferencia de todos aquellos grupos que terminan disolviéndose tras una crisis, el grupo milanista gozaba de buena salud. Seguía realizando unas coreografías de quitar el hipo en la Curva Sud de San Siro, sus miles de afiliados se dejaban la voz en cada partido y cuando el Milan jugaba lejos de casa ahí estaba el grupo. ¿Qué demonios había ocurrido?
Con el tiempo se supo que su disolución había comenzado a gestarse unas semanas antes, el sábado 29 de octubre, cuando la Fossa sorprendió a propios y ajenos al mostrar en su grada dos banderas enormes robadas a un grupo ultra de la Juventus llamado Viking. La sorpresa no vino por el robo en cuestión –es práctica habitual entre ultras tratar de quitarse los ‘trapos’– ni por su exhibición como trofeo de guerra –ídem–, sino por la víctima: Viking incluía entre sus filas a gente muy complicada. Con conexiones en los bajos fondos. Gente con la que era mejor andarse con cuidado. Y si era verdad lo que se decía, que aquellas banderas habían acabado en manos de la Fossa tras extraviarse y no tras haber sido arrebatadas en el fragor de una pelea, exhibirlas así era una provocación en toda regla.
No queriendo defraudar las expectativas, los miembros de Viking se cobraron la venganza tres días después. En la noche del primero de noviembre, sabiendo que los milanistas se encontraban volviendo de Holanda, donde su equipo había caído derrotado frente al PSV Eindhoven, emboscaron al tipo que portaba la pancarta de la Fossa cerca de su casa. Se llegó a decir que le obligaron a entregar la tela a punta de pistola y, teniendo en cuenta la naturaleza del paisanaje juventino, bien pudo haber sido así.*
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