Santiago Solari.- Todos los futbolistas mediocres se parecen, los geniales lo son cada cual a su manera. La primera vez que jugué con Enzo recuerdo no haberle pasado la pelota porque tenía la marca pegada a su espalda, -“¿Y qué importa la marca? Vos dámela igual”, me gritó. Con jugadores así, pensaba yo, da igual transitar por la mitad de la cancha que por la tribuna o mirarlo por tele desde casa: ellos justifican el fútbol y el resto somos extras.
Para rodear a Francescoli y abarcar su genialidad tal vez harían falta las 800 páginas de la novela de Tolstoi. Describir el jugador, el goleador, el ídolo, el líder, el compañero. La estadística sería un comienzo ilustrativo: tantos partidos, tantos goles, tantos equipos, tantos títulos. O la historia. Su debut en Montevideo, el gran salto desde Parque Viera al Monumental, cruzando el Río de La Plata que no es menos arduo que cruzar un mar. Su paso por Francia y por Il Calcio y su regreso a Argentina para guiar hasta la cumbre de América al ultimo River histórico, cerrando así su ciclo como futbolista y abriendo el otro, el de leyenda.
Su paso por Francia y por Il Calcio y su regreso a Argentina para guiar hasta la cumbre de América al último River histórico, cerrando así su ciclo como futbolista y abriendo el otro, el de leyenda.
Debería explicar su condición de ídolo popular porteño (“uruguayo!, uruguayo!”) capaz de enlazar en el asombro a dos generaciones de hinchas. Destacar las razones por las cuales fue respetado y admirado por la afición rival en cuanto campo desplegó su fútbol. Debería demostrar que su paso sigiloso por las grandes ligas no lo relegó al olvido en el viejo continente sino que lo elevó a categoría de jugador de culto para europeos entendidos, incluido Zidane.
Quizá para que se entienda el significado de Francescoli para toda una generación tendría que remontarme mas lejos. Explicar cómo acabó por convertirse en mi ídolo (y a fuerza de talento en ídolo de casi todo argentino amante del futbol en los 80) cuando yo tenía apenas 10 años y él, con una chilena gloriosa, transformó en memorable un amistoso de verano contra la selección de Polonia en el 86.
A partir de ahí podría contar la historia de un sueño. De cómo, muchos años después, aquel ídolo, ya compañero, ya Enzo, marcó su ultimo gol como profesional en el apertura del 97 con un cabezazo limpio, hermoso, que valía un campeonato, después de un centro mío.
Francescoli era distinto porque jugaba unos dos milímetros por encima del césped donde se paseaba con cadencia de vals
Pero cualquiera de esos enfoques, o la suma de ellos, abriría una ruta demasiado larga y la única forma de cortar camino es entrar de lleno en su singularidad: Francescoli era distinto porque jugaba unos dos milímetros por encima del césped donde se paseaba con cadencia de vals. Controlaba de espaldas al arco y dejaba el balón pegado a la punta del pie, bien lejos del defensa, y a partir de ahí trazaba semicírculos imposibles sobre un eje de patinador. Sus pases llegaban con la respuesta adentro, como una pregunta retórica, y nunca pateaba al arco sin elegir un palo. Tampoco si en la trayectoria de su tiro preveía la posibilidad de un cuerpo o una pierna. Esa plasticidad en los giros, la depuración de la técnica, la pulcritud en los mínimos gestos y esa claridad de arquitecto racionalista con la que construía los controles, los pases y la definición, convertían todo lo que pasaba por sus pies en eficiencia fácil. Su sello distintivo. La famosa elegancia de su fútbol.
Enzo Francescoli se retiró hace más de 20 años, nostalgia incluida. No le hicieron falta un Milán, un Manchester United o un Real Madrid para ser uno de los mejores futbolistas del mundo en su época. Jugando al fútbol de esa forma bien podría haberlo hecho encerrado en una nuez y considerarse un Príncipe del espacio infinito, igual que Hamlet.