Fukuyama en Old Trafford

El periodista Pedro Zuazua reflexiona sobre el impacto de la Premier en la sociedad a lo largo de las últimas tres décadas. La capacidad de reirse de sí mismos de los ingleses y el punto de inflexión que supuso el fútbol noventero en el mundo.

Fotografía Agencias

Pedro Zuazua. “Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano. Lo cual no significa que ya no habrá acontecimientos que puedan llenar las páginas de los resúmenes anuales de las relaciones internacionales en el Foreign Affairs, porque el liberalismo ha triunfado fundamentalmente en la esfera de las ideas y de la conciencia, y su victoria todavía es incompleta en el mundo real o material. Pero hay razones importantes para creer que éste es el ideal que «a la larga» se impondrá en el mundo material”, escribía el pensador y politólogo estadounidense Francis Fukuyama en su ensayo publicado en 1992 ‘El fin de la Historia y el último hombre’.

El principio del fin de la historia del fútbol llegó cuando el Manchester United decidió serigrafiar un dibujo de Old Trafford en su camiseta roja de la marca Umbro. Quizá la recuerden porque era la que lucía Eric Cantona en su apogeo. Con los cuellos subidos. Con el león de la Premier League en la base de cada uno de los números de los dorsales. Con el patrocinio de Sharp -¿de verdad le salía rentable aquello?- y el inicio de la comercialización de ab-so-lu-ta-men-te todo. Los pantalones, las medias, las sudaderas, los chubasqueros… Pero también edredones -estos ojitos han visto uno con la foto de Peter Schmeichel y Mark Hughes sujetando un título de liga-, papeles de pared o videojuegos personalizados.

Cuando algunos niños españoles todavía buscábamos la manera de comprar nuevos equipos -y gradas; y banquillos; y balones; y porterías- para nuestro arsenal de Subbuteo, el fútbol inglés despegaba hacia una dimensión desconocida. En ese nuevo universo, un equipo podía tener varias segundas equipaciones y generar un número inimaginable de productos. Pero, sobre todo, cualquier equipo podía ingresar una cantidad casi obscena de millones de libras por los derechos de televisión.

En ese nuevo universo, un equipo podía tener varias segundas equipaciones y generar un número inimaginable de productos. Pero, sobre todo, cualquier equipo podía ingresar una cantidad casi obscena de millones de libras por los derechos de televisión.

Aquel dinero permitió globalizar un producto que, en realidad, no dejaba de ser una versión menor de otras ligas -como la italiana o la española, por ejemplo-. Cada vez que un jugador saltaba desde la Premier al continente era fácil anticipar el fracaso. Y, sin embargo, aquellos partidos enganchaban. Quizá fuera la intensidad. O el hecho de que cada vez que se iba a lanzar un córner la grada rugiera como si se tratara de un pequeño milagro. También podía haber algo de maldad en nuestro disfrute, de comprobar cómo los ingleses, que habían inventado el juego y habían logrado ser campeones del mundo, practicaban ahora un deporte que sí, seguía siendo fútbol, pero no les daba para ganar nada. No era, ni mucho menos, aquel lugar común de que en las islas todo era patadón para adelante y a pelear, pero sí que se notaba cierta tosquedad. Y mucha realidad.

Decidieron que la historia del fútbol se paraba en los 90. Nosotros seguimos deambulando como pollos sin cabeza. Ellos no ganarán nada, pero seguirán sintiendo cosas cada vez que se acerquen a un estadio de fútbol. Nosotros nos iremos alejando cada vez más de nuestros clubes.

Casi tres décadas después, el fútbol inglés continúa siendo un ejemplo de respeto por los aficionados, por la historia y por las tradiciones. Pero, más allá de ese saber cuidar las esencias y de entender que el binomio césped-grada es una de las claves de este fenómeno social, los ingleses tienen una característica maravillosa: saben reírse de sí mismos. Y se toman en serio lo justo, que tampoco es plan de andar todo el día con dramas. Si usted, querido lector, tiene diez minutos, póngase en youtube las diferentes versiones de la canción ‘Football is coming home’, el himno oficioso del fútbol inglés.

Ahí podrá ver dos cosas: la primera, que nadie juega al fútbol callejero con vaqueros y camiseta de su equipo como lo hacen ellos. La segunda, que han sabido integrar la ironía y la derrota para dimensionar el juego a la vida humana.

Casi tres décadas después, el fútbol inglés continúa siendo un ejemplo de respeto por los aficionados, por la historia y por las tradiciones. Pero, más allá de ese saber cuidar las esencias y de entender que el binomio césped-grada es una de las claves de este fenómeno social, los ingleses tienen una característica maravillosa: saben reírse de sí mismos.

Siempre que veo la evolución -o deriva- del fútbol español, recuerdo la teoría del fin de la historia de Fukuyama. Los ingleses nos la colaron, nos enseñaron la patita y nos tentaron con el dinero. Mientras nosotros corríamos a convertir a los fans en clientes, ellos lograban el término medio. Decidieron que la historia del fútbol se paraba en los 90. Nosotros seguimos deambulando como pollos sin cabeza. Ellos no ganarán nada, pero seguirán sintiendo cosas cada vez que se acerquen a un estadio de fútbol. Nosotros nos iremos alejando cada vez más de nuestros clubes. Qué importante es saber reírse de uno mismo. Qué importante saber cuándo es suficiente. Es la única manera de seguir queriendo más. •