Fútbol sobre blanco

El cantante Pablo Moro realiza un ejercicio de nostalgia con el que se identifica todo aficionado amante del fútbol en la nieve. El balón rojo, los obstáculos, los goles imposibles, aquellos partidos que todos quisimos jugar alguna vez.

Pablo Moro.- El fútbol, como todas las religiones, se sostiene sobre sus símbolos. Están los dioses también, y la fe en sus mitos, desde luego, pero el día a día de los creyentes, la verdadera identificación con su iglesia se resume en una serie de elementos iconográficos que conforman el corpus de la pasión. La camiseta oficial del año del ascenso; el álbum de cromos del mundial en el que tomamos conciencia de las fronteras; la marca de botas que llenábamos de barro cada fin de semana; el olor a Reflex de los vestuarios; el carnet de socio cuando aún se troquelaba; el olor a puro de las gradas, la música de megafonía, las bufandas, las pipas, los insultos. Todo un universo gráfico, real, palpable con el alimentar las ilusiones y añoranzas del espíritu balompédico.

Pasa el tiempo y lo que queda del gol de Iniesta es el “Minuto 116”, porque en esa cifra, en ese signo, se resume todo lo demás. No creo que sea casualidad que el fútbol se jugara los domingos ni que siempre busquemos referentes sacros en los nombres de los futbolistas, desde el “Messías” del fútbol mundial hasta la “mano de dios”. Por eso, cuando llega el invierno y está cerca la Navidad me resulta imposible no pensar en uno de mis símbolos favoritos. Hay niños que al tiempo que llega el frío empiezan a pensar en amplias y largas laderas cubiertas de vírgenes capas de nieve sobre las que deslizarse con sus esquíes o tablas de snowboard. La mayoría sueña simplemente con una buena nevada en su ciudad para, en principio, no asistir a clase un día o dos y desde luego organizar una tan violenta como divertida guerra de bolas. Yo, cuando llegaba el puente de la Inmaculada y la posibilidad de precipitaciones se hacía cada vez más plausible, pensaba directamente en Rusia y en un balón de fútbol rojo. Jamás lo logré.

Yo, cuando llegaba el puente de la Inmaculada y la posibilidad de precipitaciones se hacía cada vez más plausible, pensaba directamente en Rusia y en un balón de fútbol rojo. Jamás lo logré.

Nunca en mi vida jugué un partido con un balón de fútbol rojo. Nunca nevó tanto en los campos asturianos de infantiles, cadetes o juveniles para que no diera tiempo a limpiar la nieve. Y si lo hizo, la decisión era siempre suspender el partido. Sin embargo los niños rusos, pensaba yo, qué suerte. Veía las imágenes por la televisión y me brillaban los ojos. Sé que era una fascinación que no tenía que ver con mi tierna infancia. Recuerdo cómo mi hermano, siete años mayor que yo, me gritaba: “¡Mira Pablo, mira qué guay el balón rojo!”. Visto desde la perspectiva colorida del fútbol moderno reconozco que ambos, ahora mismo, parecemos un par de idiotas delante del televisor viendo a aquellos jugadores de apellidos espesos como las cejas de Brézhnev deslizarse por los campos blancos, sin problemas de visión de la pelota. Ha pasado mucho tiempo de las Amat Marco negras con ribete albo en el tobillo hasta los fucsias, mint y fósforos actuales.

Un balón rojo en los ochenta era el colmo del exotismo, seguramente porque el Telón de Acero aún estaba echado y el este de Europa resultaba, al menos para un niño de provincias como yo, tan ajeno y misterioso como una isla desierta en el Océano Índico. La educación occidental presentaba a los países del Pacto de Varsovia llenos de hombres serios y malhumorados, con los arrestos suficientes para jugar partidos bajo cero, sobre nieve y sobre lo que hiciera falta. La única condición era, claro, ver bien el balón, saber dónde estaba. Los había también de color amarillo, incluso naranjas, y resultó que en Alemania también los usaban. Los teutones nos producirían además, años después, un estupor admirado cuando descubrimos que el día que la nieve ya les llegaba a los bigotes y el juego en el estadio era imposible, para mantenerse activos practicaban eso llamado “fútbol indoor” que era como nuestro futbito pero más divertido: no había lineas de banda y la pelota podía rebotar en las paredes.

Un balón rojo en los ochenta era el colmo del exotismo, seguramente porque el Telón de Acero aún estaba echado y el este de Europa resultaba, al menos para un niño de provincias como yo, tan ajeno y misterioso como una isla desierta en el Océano Índico. 

Además, la portería era más grande y la pista, en lugar de parqué, era de una especie de hierba artificial (es imposible no reírse ahora, rodeados de campos de Fútbol 7, de la fascinación que nos provocaba la hierba artificial) que parecía el mejor césped imaginable. Pasó el tiempo y supimos que, si bien lo que ganó la Segunda Guerra Mundial no fue el desembarco de Normandía sino el terrible invierno ruso, en España nos hubiéramos merendado a cualquier ejército sólo con montar un par de batallas en diciembre en Soria y Burgos, dos lugares donde no se ha visto nunca un grajo. ¡Un invierno en El Plantío me hubiera gustado a mí ver jugar a la Brasil del 70! Me río yo de Dinamos y Spartaks. De niños burgaleses o numantinos pateando balones rojos o amarillos nunca supe nada. Pero ya daba igual, habíamos crecido. Comprábamos forfaits. Los balones que este año se regalen serán de todos los colores y la nieve desaparece de los campos con modernos sistemas de calefacción. El fútbol como todas las religiones tiene sus símbolos y sus fechas. Pero la Navidad ya no es igual cuando ya no crees en nada. •