Genética. Cuando la afición es una traición familiar, por Guille Galván

Durante cinco generaciones distintas, ningún hijo ha sido del equipo de su padre. La única herencia; pasión por la pelota y antipatía madridista. Tras un eslabón perdido, el karma se restablece gracias al derribo del Calderón.

Guille Galván.- En cuestiones de fe, la justificación racional siempre suele acabar en pólvora mojada. Igual que sucede con los dogmas sacramentales, ser hincha de un equipo de fútbol carece de toda argumentación convincente más allá de la continuidad entre padres e hijos, el apego estético o cierta necesidad de pertenencia. Mi familia, sin embargo, rompe con el primero de los supuestos. Desde que el fútbol es fútbol, en casa mantenemos un extraño acuerdo tácito que impide que los herederos seamos del mismo club que nuestros progenitores. Nos une la pelota y no el escudo. Uno se entrega a su club cuando está preparado para hacerlo, como si de un ritual de paso se tratase. Es el primero de los actos de independencia, un gesto diferenciador. ¿Para qué matar al padre en la adolescencia cuando puedes hacerlo desde el parvulario? Ninguno de nosotros recordamos el momento exacto, sucede sin más, por intuición, como la mayoría de las cosas importan- tes de la vida.

Mi abuelo paterno, por ejemplo, era hincha del Athletic Club y ‘hater’ del Madrid. Decidió no ser del Valladolid, como mi bisabuelo, porque vivió la época dorada de los Zarra, Gaínza y compañía. Me imagino que en su caso había razones prácticas; aquel era un equipo ganador. A la hora de justificarse, eso sí, tiraba de argumentario: él era del Athletic por ser del equipo “más español de todos”. Así lo recalcaba siempre. Les veía si cuadraba, una o dos veces al año, la jornada que venían a la capital. Y fue en Chamartín, precisa- mente, donde desarrolló la tiña hacia los merengues. No le gustaba su público porque decía que era muy malcriado. Gente prepotente, gritona y muy des- agradecida, según sus palabras, que a la mínima la emprendía contra sus propios jugadores.

A la hora de justificarse, eso sí, tiraba de argumentario: él era del Athletic por ser del equipo “más español de todos”

Aunque no heredó equipo, mi padre sí que tomó el testigo de la antipatía blanca. Hace no mucho hablaba con él del tema y tampoco supo decirme con exactitud en qué momento se hizo del Atlético de Madrid. Supongo que las patillas de Ufarte y Luis pesaron más que la pureza bilbaína. Sin embargo así que recuerda cierta experiencia en la final de la Copa de Europa del 61, cuando el equipo de Di Stéfano perdió 3-5 ante un Benfica imperial. La tele- visión no llegaría a su casa hasta una dé- cada después, así que para los choques importantes, el vecindario se juntaba en casa de los Buró, una familia más de pioneros del barrio que, generosamente, cedía su salón a las amistades cercanas y sus pequeños. La chavalada hacía corrillo en el suelo, en torno al televisor, mientras que butacas y sillones eran ocupados por los adultos. Cuenta que pasó el partido fascinado con Eusebio, un jugador desconocido, diferente a todos los que había visto hasta entonces. Sin embrago, nadie de los que estaban allí parecía interesarse lo más mínimo por aquel portugués. A medida que el resultado se torcía, la testosterona y el brandy generaron un galimatías rancio de insultos, gritos y menosprecios. Un ambiente bastante desagradable para un chaval tímido de no más de diez años que lo único que quería era salir de aquel salón y no volver a saber nada de la afición blanca y su bravuconería.

Dos décadas después llegué yo, y rompí la baraja haciéndome del Madrid

Dos décadas después llegué yo, y rompí la baraja haciéndome del Madrid. Eran mediados de los ochenta y mi casa no se deshacía precisamente en elogios con la quinta del Buitre; que si Michel era un chulo, Butragueño, un blando, que si el equipo no sabía perder... Por reacción o por solidaridad, aún no lo sé, fui empatizando lentamente con aquel lado oscuro del equipo blanco. Cuando quise darme cuenta, ya era del Real, sin más. Supongo que si el fútbol era un atajo directo hacia la felicidad yo quería llegar a ella por la vía rápida. No ser del Madrid era un síntoma de masoquismo innecesario.

Hoy, mi hijo mayor tiene seis años y desde hace tiempo me pregunta preocupado por la demolición del Calderón. ¿Por qué quieren tirar el campo, si es su casa y además es muy grande? Para él, el estadio es mucho más que una cancha, es una referencia geográfica en una ciudad aún inabarcable. Su inminente desaparición ha despertado en él un apego creciente con los realojados. Semanas atrás me pidió que le ayudara a pintar su primer equipo de chapas. Quiso que fuera el Atleti, el último del Calderón. Sacamos mis equipos de infancia, los que guardaba desde peque- ño, hace veinte o treinta años. Fuimos repasando los equipos favoritos de unos y de otros y aproveché para contarle el misterio desapegado de nuestra saga. Mientras preparábamos los folios, las tijeras y elegíamos alineación y rotuladores me confesó, muy serio, que él era del Atlético. Supo que ese era el momento de decírmelo, de jugársela y sacar pecho. Le pregunté por qué y me dijo que porque sí. ¿Por qué eres tú del Madrid, papá? Quedé callado unos segundos y le respondí con la misma frase. Pues supongo que porque sí. Bueno, soy del Atleti y un poco del Barça, papá. Entonces se quedó mirando con ese gesto de quien aún no sabe si está desafiando o va a enfrentarse a una reprimenda. En realidad era algo que me esperaba, cuestión de karma. Y debo confesar que incluso sentí cierto orgullo por él tras confirmar en su interior otro caso de desajuste genético. Lo que no le dije, queda pendiente, es que quizás deba esperarse un poco más para elegir equipo, porque alguien que junta al Atleti y al Barça en una misma frase, solo puede ser madridista.