Guía del Superclásico para europeos despistados

Suponiendo que no has cruzado el charco para ver el partido de vuelta, te proponemos una guía para entender por qué esas cosas que pueden sorprender vistas por televisión tienen su explicación, sus antecedentes y su contexto. Quizás sea la mejor forma de sacudirse los prejuicios y disfrutar del espectáculo de principio a fin.

Arturo Lezcano.- Explicarle un Superclásico a alguien que no ha podido ir nunca a uno resulta tan difícil como explicarle el fútbol a alguien que nunca ha ido a un estadio a ver un partido. “Pero si por la tele he visto tres Mundiales, toda la carrera de Messi, las Champions del Madrid y el Europeo sub21”, dirá aquel. No importa. Sin ir a un estadio te pierdes el olor a hierba, los tics del portero, la forma de correr del linier, las reacciones del entrenador y obviamente los movimientos tácticos. Con un Superclásico pasa lo mismo pero elevado a la enésima potencia, porque alrededor del campo, en todo lo que cabe entre el cielo y el suelo, se sucede un torbellino de cosas que conviene desmenuzar para el desprevenido. En las últimas semanas los ojos mediáticos de todo el mundo se han puesto sobre el River Plate-Boca Juniors, por el hecho histórico de que es la primera vez que se enfrentan en una final de la Copa Libertadores. Con ello se ha abierto la veda de la opinología, basada en la repetición de tópicos, cuatro ideas reduccionistas compuestas desde Europa, con mucho adjetivo y poco meollo, que no ayudan a desentrañar la dimensión de un evento complejo. Si el fútbol es un espejo de la sociedad Argentina, el River-Boca es su mejor reflejo, y lo que en él sucede no es “inexplicable”, como se dice estos días, sino que es el resultado de un cúmulo de circunstancias. Suponiendo que no has cruzado el charco para ver el partido de vuelta, te proponemos una guía para entender por qué esas cosas que pueden sorprender vistas por televisión tienen su explicación, sus antecedentes y su contexto. Quizás sea la mejor forma de sacudirse los prejuicios y disfrutar del espectáculo de principio a fin.

-La llegada. Quienes siguieron el partido de ida se frotaron los ojos viendo cómo la policía registraba el vestuario de River en La Bombonera. Sus razones tenía, por estrambóticas que fueran. Por un lado, buscaba elementos decorativos con los colores de River ocultos entre la ropa deportiva, ya que en el Superclásico anterior los utilleros del equipo millonario forraron las paredes del vestuario con telas rojiblancas a medida y colocaron mensajes de aliento al equipo. Por otro lado, buscaba algún teléfono o walkie con el que el cuerpo técnico se fuese a comunicar con el entrenador Marcelo Gallardo. Nada encontraron. Todo esto parece inaudito, pero uno se retrotrae al pasado y parece juego de niños, porque la llegada a la Bombonera siempre ha sido una odisea: sobran imágenes históricas en las que se ve cómo los jugadores de River salen del autobús bajo una lluvia de maíz y de plumas –en alusión al apodo de gallinas-. En 2004, los millonarios contraatacaron desde el mismo autobús. En Argentina los equipos se motivan en estos partidos cantando las letras de su propia hinchada camino del estadio. Pero aquel equipo estaba repleto de jugadores-fanáticos, criados desde niños en Núñez, y llevaron bombos para aporrear y acompañar los hits de los Borrachos del Tablón, su hinchada, contra los xeneizes. No contentos con eso, a la salida, después de ganar, en el mismo sitio por donde llegaron, encendieron bengalas y las colaron por la claraboya del bus hacia la calle. Para completar el delirio, llevaban mascarillas de quirófano, un gesto simbólico para mofarse del supuesto olor a bosta (Excremento vacuno, de ahí bosteros) del barrio de la Boca.

-La manga. Te darás cuenta viendo el partido que la Conmebol trata de disfrazar la Libertadores de europea: lonas, operarios con guantes para manipular el trofeo que se expone sobre el césped y salida conjunta de los equipos para saludarse. Pero ese afán no consigue imponerse a una institución del fútbol argentino: las mangas hinchables. Esos tubos gigantes por donde salen los jugadores protege al equipo visitante antes de salir a jugar, y también sirve como sancta sanctorum donde los jugadores se arengan por última vez antes de la batalla, en pleno campo, solo separados por un plástico del rugir enemigo. “Vamos, que somos familia adentro de la cancha, ¿eh?”, gritaron en la ida los de River, antes de asomar la cabeza bajo la tribuna de la 12, la hinchada de Boca. Eso sí, en un sinsentido, salieron de su manga visitante para entrar en la manga oficial, para ahí sí, salir junto a sus pares de Boca y obtener así el recibimiento común, que tapa insultos pero no odios.

Esos tubos gigantes por donde salen los jugadores protege al equipo visitante antes de salir a jugar, y también sirve como sancta sanctorum donde los jugadores se arengan por última vez antes de la batalla.

En 2015 la manga fue escenario de uno de los capítulos más bochornosos del Superclásico. Aquel año jugaron los octavos de final de la Copa Libertadores. En la vuelta, en la Bombonera, cuando los equipos volvían tras el descanso, desde la grada cortaron el alambrado y la manga y tiraron dentro gas pimienta a los jugadores de River. Cinco de ellos se vieron afectados en ojos y piel. Una hora y media después, con un remolino de jugadores, técnicos, periodistas, directivos y policías en el centro del campo, el árbitro suspendió el partido y la Conmebol eliminó a Boca. Y abrió otro motivo más de rivalidad entre los clubs.

-El banquillo. Habrás comprobado que el otro día en la Bombonera había policías dentro del terreno de juego. No ya antidisturbios –esos están en las bandas y fuera del estadio, en estos partidos hasta 2.000- sino varias parejas con escudos, comandados por un jefe con gorra de plato. No es para detener streakers que quieren besar a sus muchachos, eso no se puede hacer en un campo rodeado de un alambrado de varios metros de altura y una valla de metacrilato, ni en River, con un foso rodeando el campo y una pista de atletismo. En realidad la policía del campo está para proteger, supuestamente, al equipo visitante: al jugador que saca los córners, al equipo entero cuando se retira o también al entrenador.

En La Bombonera los cuerpos técnicos tienen que cruzar la cancha a lo ancho para llegar al banco. Para el entrenador de River, el paseíllo viene a ser como un sendero de brasas. En el histórico de los Superclásicos ha pasado absolutamente de todo. Lo habitual era ver al técnico caminando y charlando con el comisario a cargo para, al llegar al banco, refugiarse bajo los escudos policiales –alguno, como Daniel Passarella, llegó a abrir también un paraguas rojiblanco-, para evitar la habitual lluvia de escupitajos, orines y, de nuevo, maíces y plumas. Y en alguna ocasión, una gallina viva pintada de rojo. Este año se pudo ver a cámara superlenta cómo bajaban mansas miles de plumas desde los palcos.

Ante tal ofensa, hubo un técnico que inmortalizó un gesto recordado hasta hoy. Es el máximo ídolo de la historia de River. Se llamaba Ángel Labruna y fue, además de estrella absoluta como jugador, uno de sus grandes entrenadores. En un clásico en los 70 encaró la tribuna y desafió el paseo tapándose la nariz hasta llegar al banquillo, nuevamente en alusión al supuesto olor de la Bombonera. Con los años, los gestos contra el rival se castigan con expulsión por “incitar a la violencia”. En el Superclásico de 2004, en semifinales de Libertadores, Carlos Tévez marcó gol y salió corriendo por el medio del Monumental encogiendo los brazos bajo las axilas, como si fuera una gallina. Doce años después, el colombiano Teo Rodríguez, exdelantero de River llevó el clásico más allá: jugando con Rosario Central, marcó gol en La Bombonera y se señaló la camiseta haciendo el gesto de la banda de River. Al irse expulsado repitió, tapándose la nariz, el gesto de Labruna.

-La grada. Es la imagen que verás durante más tiempo aparte de los goles. La realización televisiva argentina se recrea en la grada, especialmente en la salida de los equipos, mucho más espontáneas antes que ahora, donde hasta los tradicionales papelitos salen por máquinas a propulsión, pero son igualmente espectaculares. El narrador guarda entonces silencio, el comentarista alaba poniendo calificativos a la actuación de la tribuna y empieza el partido. Muchas cosas han cambiado desde que se prohibió –con matices- la presencia de hinchadas visitantes en Argentina, uno de los pilares de ese fútbol, cuánto más de un clásico.

Había un programa de televisión, de hecho, en el que se hacía literalmente un duelo de hinchadas, con una cámara dedicada a cada tribuna, local y visitante.

Había un programa de televisión, de hecho, en el que se hacía literalmente un duelo de hinchadas, con una cámara dedicada a cada tribuna, local y visitante, y seguía un hilo narrativo basado en el partido paralelo que se libraba en los tablones. Ya no se puede hacer, porque no hay contrincante enfrente, pero las liturgias permanecen. Todo empieza con algo que no verás, la previa bajo las gradas. Allí, igual que se arengan los futbolistas, los hinchas se conjuran gritando y saltando antes de salir por el vomitorio. Cuando la grada popular, de pie, ya está a reventar, entra la hinchada, eufemismo de la barra brava, un numeroso grupo organizado como un ejército, cuya primera línea tienen reservada –cuando no hay guerras internas- los paraavalanchas.

A esas estructuras de hierro se suben y empiezan la fiesta que luego sigue todo el estadio. Lo comprobarás con la salida de equipos, el equivalente del tifo europeo. Allí, la cantidad de bengalas, botes de humo y todo tipo de pirotecnia puede parecer sorprendente. No es que estén permitidas por ley. Pero la distancia entre norma y realidad es palpable, y el fútbol solamente replica lo que sucede en cualquier orden de la vida. Sin hinchada visitante se reduce el picante, pero aún se agudiza el ingenio, aunque sea para los jugadores y la televisión: hace tres años La 12 hizo volar un dron sosteniendo un muñeco de tela blanca una gran B sobreimpresa: el fantasma del descenso, en relación a la caída de River a Segunda en 2011. 

-El entretiempo. Si te fijas, cuando el árbitro pite el final de la primera parte, los jugadores visitantes correrán hacia el círculo central para juntarse y hablar antes de enfilar hacia el vestuario. Cómo habrá sido históricamente jugar en campo rival que el gesto ha quedado como tic institucionalizado, una forma de protegerse en territorio hostil. Se hace en la cuarta división y en una final de Libertadores. Son unos segundos, o minutos, de acoplamiento de filas, primer balance y volver juntos a la caseta. Durante muchos años fue aún más folclórico, con periodistas corriendo hacia ellos para una primera entrevista allí mismo. Hoy el audio ambiente de la televisión sirve para acercar la tensión con la que se vive el momento.

Cómo habrá sido históricamente jugar en campo rival que el gesto ha quedado como tic institucionalizado, una forma de protegerse en territorio hostil. Se hace en la cuarta división y en una final de Libertadores. Son unos segundos, o minutos, de acoplamiento de filas, primer balance y volver juntos a la caseta. 

-El aguante. Corre la segunda parte y el partido va empatado. Se ve un mar de cabecitas gritando y cantando al unísono, con los brazos acompasados al ritmo de los bombos y tambores. De repente, gol en contra de tu equipo. Pero sigue escuchándose el mismo rugido sin desmayo. Incluso más. ¿Están locos estos argentinos? No. Solo intentan estar a la altura de su propio honor a través del aguante, la palabra la más representativa de la cultura del fútbol argentino: estar con el equipo y animar sin descanso, “en las buenas y en las malas”. Lo entenderás al ver las gradas como locas, incluso cuando marca el contrario. El apoyo inquebrantable marca la calificación en un duelo de hinchadas. Por eso el silencio es el enemigo, aunque a veces es difícil esquivarlo. Decía un periodista extranjero que en la ida de la Bombonera no se enteró del primer gol de River, inmediatamente posterior al de Boca. El tanto rival congeló unos segundos el caliente estadio. Por un silencio los hinchas bosteros también se mofan de los gallinas. Una frase de un exjugador, Oscar Ahumada, condenó a su propia hinchada. Tras una eliminatoria de Libertadores contra San Lorenzo en que el visitante marcó dos goles en el Monumental y terminó eliminando a River, el futbolista dijo que había sentido un “silencio atroz” en la cancha. Y no hay mayor oprobio que eso.

-Las piñas. Ojalá no tengas que verlas, pero si las hay, no te asustes. En las instancias finales de la Copa Libertadores y otros trofeos sudamericanos suele ocurrir que los roces y patadas que se dan a lo largo del partido se convierten en batallas campales multitudinarias en los minutos finales. Hablamos de los profesionales del balón metidos a boxeadores, pero a ellos se les suman a veces técnicos, auxiliares y policías, con porra y escudo, mediando entre patadas voladoras o ellos mismos pegándose con jugadores, un clásico del fútbol sudamericano. A veces participan hasta sus perros, como bien sabe Navarro Montoya, exportero de Boca, mordido en un partido en Chile. En los Superclásicos hay ejemplos a patadas, con perdón del chiste, que empiezan por ídem históricas, como la entrada de Passucci a Ruggeri o la de Krupoviesa a Montenegro, y que terminan en tumultos como el que terminó con el entonces jugador Marcelo Gallardo arañando a Abbondanzieri en la Bombonera en 2004, o con Almeyda expulsado, y a empujones con la policía, tras un rifirrafe con Clemente Rodríguez.

-La vuelta olímpica. La inventaron los uruguayos en los Juegos de París de 1924, y consiste en dar la vuelta al campo de juego cuando se gana un título para ser reconocido por la hinchada. La cosa se complica si es una final entre eternos rivales en la que además no hay hinchas visitantes. Se hizo muchos años en España pero no tiene el rango de ceremonia que tiene en Latinoamérica. Ni tampoco el factor animoso de la grada. Cuando leas estas líneas acuérdate de que si gana River, dará la vuelta eufórico en su campo. Si no, será Boca quien lo haga, si lo hace. Precedentes existen: la dio en 1969, tras empatar en el Monumental y alzarse con el Trofeo Nacional. Unos años después, en 1986, lo hizo también River en la Bombonera. Parecen imágenes increíbles vistas con la perspectiva de hoy. Pero todo es posible, así que permanece atento.

 

-El postpartido. No notarás nada extraño si la retransmisión continúa después de la entrega del trofeo y la vuelta olímpica, por la misma razón de siempre: solo hay público local. Pero hasta hace poco la imagen de un postpartido era curiosa: se dejaba salir a los hinchas visitantes y se esperaba a que se desalojara no ya el exterior del estadio, sino el barrio entero, blindado con vallas, policías a pie, a caballo y en helicóptero. Mientras, los otros tres cuartos del estadio esperaban pacientemente a que abriesen las puertas. No pasaba nada con el resultado a favor, se festejaba y todo era alegría. El problema era cuando perdía el que jugaba en casa, y más si era una final. No es la primera vez que el equipo rival provoca a toda una afición en su propio hogar. Ya no ocurre eso, como tampoco hay que lamentar la violencia entre aficiones, un dato para celebrar por encima de todo.

River sería el equipo de una clase acomodada y Boca de las clases populares. Hace décadas que eso no existe y, sin ir más lejos, el presidente de Argentina, el empresario Mauricio Macri, es un representante de la elite empresarial del país.

-Lo que no se ve. De por sí constituiría otro texto, pues el partido viene a ser como un iceberg, solo asoma una pequeña parte de la rivalidad que se juega todos los días, a todas horas, en la calle, en casa y hasta durmiendo. El Boca-River representa un elemento social de primer orden, pero no por donde se insiste desde Europa en nombre de un tópico trasnochado, que habla de que River sería el equipo de una clase acomodada y Boca de las clases populares. Hace décadas que eso no existe y, sin ir más lejos, el presidente de Argentina, el empresario Mauricio Macri, representante de la elite empresarial del país, fue también presidente de Boca en su ciclo más exitoso.

Macri Boca JuniorsMACRI » Descalzo, el actual presidente de Argentina y exdirigente de Boca Juniors.

 

Lo que ocurre más bien es lo contrario: en un país cada año más desigual, el fútbol es un elemento aglutinador que equipara a los argentinos, y los pone al mismo nivel, en la tristeza y la alegría, con el común denominador del sentimiento pero, eso sí, separados de antemano y para siempre por unos colores.