Texto Kaixo Samo | Fotografías Alfonso Durán.- En 2009 yo estaba en el instituto acabando el Bachillerato y empezando mi relación con la música de forma activa y no solo como oyente; una adolescencia muy dolida por mis problemas familiares y una especie de depresión me llevaba a liberar toda mi ansiedad vital y mis miedos en la música, la cual me servía de psicóloga y amiga. En medio de, quizás, la típica historia de cualquier chaval con una familia solo dirigida por una madre y con mi hermano enfermo, el fútbol también era una vía de escape y un entretenimiento que nos mantenía distraídos de nuestra realidad por 90 minutos, bueno, 90 minutos para los jugadores, para nosotros era estar allí cuatro horas antes de que empezara el partido, que al final a veces era lo de menos. Cuatro horas de cervezas, cánticos y camaradería con la gente que estaba a tu alrededor, era divertido y aún lo es, por podrido que esté el fútbol en sus entrañas, por culpa de personajes como el presidente de la Liga o el de la Federación.
Volviendo al fútbol en aquellos tiempos de un Celta en Segunda desarrollando formulas que no acababan de funcionar, apareció de la nada para poner el primer ladrillo de lo que es hoy un equipo muy poderoso, un tipo tranquilo y comedido, Eusebio. La intención era empezar a dar vida y protagonismo a una cantera celeste con una generación de futbolistas impresionante, que quizás era la última bala de un Celta que escuchaba el rumor del viento feroz de un descenso a 2ªB que haría desaparecer al equipo, como con el Ourense o el Compostela pocos años después. Eusebio empezó aquella temporada de 2008-2009 apostando por jugadores de casa que nadie conocía. Dani Abalo, Jordi, Jonathan Vila, etc. Comprábamos dos entradas de 3 euros cada una (nadie quería ir a ver al Celta), para poder salir del estadio en el descanso, beber unos licor cafés y entrar calentitos para la segunda parte con nuestra segunda entrada de 3 euros. El resultado era lo de menos. Total, el Celta no ganaba ni dejándose todo en el campo. La temporada había sido un desastre y nos encontramos en uno de los últimos partidos contra un Alavés amigo pero un competidor directo por mantener la categoría. Era un día soleado, más de lo normal.
Se había convocado a todo Vigo para aquel partido. Perder significaba descender como luego le pasaría al Alavés. Bajamos a Balaídos (porque a Balaídos se baja) muy temprano a descorchar, a disfrutar de un día que podría ser el último del Celta, aunque nadie pensaba en aquello. El ambiente era el de los grandes días de la UEFA, los días de Mostovoi, de Karpin, del equipo de mi infancia, un equipo mata gigantes que la historia siempre le deberá un título. Todo iba de vicio, sol, cerveza fría, amigos del Alavés, todos los buenos chicos de mi barrio y mi instituto haciendo el cafre, vamos, una auténtica maravilla, éramos todos uno. El partido empezó, y desde la grada histórica de Celtarras, no parábamos de cantar, de gritar y de dejarnos el alma. El partido era el habitual, es decir un partido espeso y peligroso, con algo de fútbol propuesto por el Celta pero nada que ver con la actualidad. Iban avanzando los minutos, recuerdo que ese día ni siquiera salí en el descanso, había muchísima tensión en el ambiente; festivo, pero con un trasfondo de drama digno de película de Scorsese. El Celta estaba cavando su propia tumba en el desierto. En la mitad de la segunda parte, cuando veíamos muy de cerca la pala y el coche que va al desierto de Nevada desde el centro de Las Vegas, Eusebio da entrada a un menudo que ya se decía entre los más entendidos que era especial.
El Celta estaba cavando su propia tumba en el desierto. En la mitad de la segunda parte, cuando veíamos muy de cerca la pala y el coche que va al desierto de Nevada desde el centro de Las Vegas, Eusebio da entrada a un menudo que ya se decía entre los más entendidos que era especial.
Solo sabíamos que era el hermano de Jonathan Aspas y decíamos: “Con que sea la mitad de bueno, me vale”. El mago de Moaña, en esos días solo un aspirante a hechicero, agarró su primer balón y nos dejó a todos temblando, tuvo dos ocasiones seguidas, nos quedamos asustados. Levantó a la grada. ¿Quién coño es ese chorbo? Era un chaval, un niño como nosotros, solo un par de años mayor que yo. Quién iba a decir que sería nuestra generación la que salvaría al Celta.. En el minuto 80, con el estadio rugiendo con el nuevo chico del barrio, Iago mete su primer gol. Solo el foso consiguió que no fuéramos todos en avalancha a abrazar a Iago. Poco después, el Alavés empata y nos calló la boca. El estadio no cedía, quedaban un par de minutos, y otra vez, apareció el aprendiz de mago para poner el 2-1 en el minuto 90.
¿Quién coño es ese chorbo? Era un chaval, un niño como nosotros, solo un par de años mayor que yo. Quién iba a decir que sería nuestra generación la que salvaría al Celta.
Ese momento fue una locura, solo recuerdo sensaciones. Nada realmente nítido, estaba un poco borracho, pero todo el mundo se abrazaba, mucha gente sin camiseta por el calor. Te abrazabas con todo el mundo, tíos de dos metros, una niña, un viejo sin voz de dejarse las pocas cuerdas vocales que le quedaban en Balaídos, enemigos del instituto, con todo el mundo. ¡El mismo niño dos veces había puesto dos veces Balaídos a temblar, en solo 10 minutos! Acabó el partido, y recuerdo que la felicidad, el griterío y el ambiente era cómo si hubiéramos ganado una liga. Iago Aspas sacado a hombros de Dani Abalo, había salvado al Celta de una más que probable desaparición. •