Alejandro López Rethen.- Yo tomé conciencia del hijo de puta que podía llegar a ser, con solo 9 años. Y fue, cómo no, gracias al fútbol. Obviamente, como cualquier otro niño, había sido un malnacido egoísta y llorica, impaciente y con ramalazos de amor hacia mis padres y abuelos para conseguir lo que quería, desde que nací. Pero con 9 años entendí que estaba siendo un hijo de puta en toda regla. Y seguí adelante. Mi padre llevaba una temporada ausente. Llegaba tarde del trabajo, siempre malhumorado, y solo se dirigía a mí para pedirme que dejase de romper las pelotas. Miraba el telediario en silencio, cenaba de forma expeditiva y se recostaba a leer o a escuchar la radio hasta caer dormido. Estaba y no estaba. Y yo lo echaba mucho de menos. Era un padre normal, vamos. Hoy para mí es fácil empatizar con él y entender todas y cada una de sus malas caras. Porque yo no solo me parezco físicamente a mi padre, sino que he dado casi los mismos pasos -acertados y equivocados, dolorosos y generosos- que él.
Todo lo que hizo bien como padre, marido y exmarido, yo también lo hice. Todo lo que hizo mal como padre, marido y exmarido, yo también lo hice. Pero yo era un niño y estaba bastante cansado de lo que para mí era una falta absoluta de consideración. Y en lugar de lloriquear o hacer dibujos cada vez más bonitos para llamar su atención, le pegué donde más dolía: en su amor por el Club Nacional de Football. ¿Era una jugada arriesgada hacerme de pronto hincha de Peñarol? Era una jugada arriesgada hacerme de pronto hincha de Peñarol. Por la sencilla razón de que en mi familia la denominación “hincha de Nacional” se nos quedaba corta. No éramos aficionados deportivos sino soldados del sufrimiento. Mi abuelo infartó mirando un partido, mi padre tuvo un ataque de ansiedad durante una final, el cardiólogo de mi tío le prohibió ver los clásicos Nacional-Peñarol, y un largo etcétera. Desde que se creó el fútbol ningún varón de la familia había osado ser hincha de Peñarol.
Era una jugada arriesgada hacerme de pronto hincha de Peñarol. Por la sencilla razón de que en mi familia la denominación “hincha de Nacional” se nos quedaba corta.
Mi bisabuelo, recién llegado de Ribadeo, eligió Nacional y, hasta que llegué yo, todos éramos hinchas enfermos y enemigos acérrimos de Peñarol. No había opción. Hasta que me dio a mí por ponerme a reescribir los casi 100 años de historia del vínculo entre los López y Nacional. Si bien mi familia guardaba las formas y era educada, algunos amigos, durante los asados y otros encuentros sociales, soltaban frases del tipo: “Prefiero que mi hijo me salga puto antes que hincha de Peñarol”, como hacía el viejo Eizmendi, el mismo tipo que pegó una pegatina del tradicional rival en el orinal de su hijo para que el niño se acostumbrase a relacionar esos colores con las heces desde bien pequeño. Todo era parte de la exageración inmadura y pintoresca de los aficionados rioplatenses, pero encerraba alguna que otra verdad más profunda: que el vínculo con el equipo de los amores está tan ligado a la infancia, a lo irracional y a las emociones, que en cualquier momento se produce el cortocircuito, incluso en personas educadas y cabales.
Si bien mi familia guardaba las formas y era educada, algunos amigos, durante los asados y otros encuentros sociales, soltaban frases del tipo: “Prefiero que mi hijo me salga puto antes que hincha de Peñarol”
Entonces, aquel verano de 1987, dejé caer que iba a ser hincha de Peñarol con cierto cuidado y de forma sibilina, filtrándolo a mi mamá y a la señora que limpiaba en casa, porque no me atrevía a contárselo en la cara a mi padre, mi abuelo o mi tío. A los pocos días, el runrún fue imparable. Como era verano no había partidos oficiales importantes, salvo la liguilla de clasificación para la Copa Libertadores, un torneo corto que solía ser un trámite para Nacional y Peñarol en su camino hacia el gran campeonato continental. Y como no me tomaron muy en serio tuve que redoblar la apuesta para dar muestras de que estaba dispuesto a cruzar de acera para siempre: “Quiero que me lleves al estadio a ver a Peñarol, papá”.
SORPRESA
Yo solo había visto a mi padre perder los nervios conduciendo, por culpa de los taxistas; cuando le extravié la funda de un vinilo de Creedence; y en cada partido importante de Nacional. Así que esperé que aquel coolness de mi viejo no durase mucho. Mi abuelo sí que presionaba telefónicamente y me llamaba para decirme que le dolía mucho todo aquello que estaba pasando. Mi abuela no paraba de repetir “por qué, por qué”. Mi tío era incapaz de hablar del tema por el dolor que le producía. Pero mi padre, nada. Encajó todo con una elegancia exagerada, que hoy yo hubiese interpretado como una señal inequívoca de hemorragia emocional interna. En ningún momento me insultó o me zarandeó, ni me chantajeó con dejar de ver dibujos animados para siempre o empezar a tomar sopa como única fuente de alimentación. No. Fue un caballero.
Así que yo, sorprendido un poco por salir ileso después de nuestra primera charla ya como hincha de Peñarol, seguí adelante y le pedí que me llevase al estadio esa misma semana para poder ver a mi nuevo equipo. Y accedió. De alguna manera, conseguí mi objetivo. Tal vez demasiado pronto, demasiado fácil. Mi padre me quería, era obvio. Pero en casa la cosa estaba rara y flotaba en el aire una sensación de impostura o de claudicación.
Tal vez demasiado pronto, demasiado fácil. Mi padre me quería, era obvio. Pero en casa la cosa estaba rara y flotaba en el aire una sensación de impostura o de claudicación.
Mi padre no me llamaba tanto la atención, mi madre le observaba esperando una reacción visceral que nunca llegaba. Todos hacían como que no pasaba nada y que aquello igual nos venía bien para poner las cosas en su sitio, recuperar cierta armonía y darnos cuenta de que lo importante eran otras cosas, no el fútbol. La vibra había cambiado. Peñarol contra Central Español, ese fue el partido elegido. Nos metimos en el coche y enfilamos hacia el Estadio Centenario. Yo iba detrás y mi padre conducía como un chófer profesional, en una actitud burocrática y contenida. Pagamos la entrada y nos sentamos en la tribuna Olímpica. Parecía un cuento de Ray Bradbury, una distopía en la que el estadio donde siempre íbamos ahora estaba vestido con los colores amarillo y negro del tradicional rival. Y nosotros éramos… bah, yo era de ese equipo al que solo un par de días atrás odiábamos con fanatismo religioso. Por supuesto, grité con furia los goles de Peñarol. Por supuesto, qué esperáis de un pequeño hijo de puta de 9 años, le grité los goles en la cara a mi padre.
Eso sí: cuando salimos del estadio miré a mi papá y, como en un anuncio del Atleti, le dije: “Ya está, no quiero ser hincha de Peñarol, papá”. Y nos fuimos contentos a casa.
Unos señores que estaban junto a nosotros se reían porque la escena era tan evidente que causaba gracia: el nene le salió de Peñarol a un señor al que le es imposible disimular que es de Nacional. Eso sí: cuando salimos del estadio miré a mi papá y, como en un anuncio del Atleti, le dije: “Ya está, no quiero ser hincha de Peñarol, papá”. Y nos fuimos contentos a casa.
Pero antes pasamos por la pizzería que a mí me gustaba y por la heladería del barrio a tomar un helado de fresa y limón, mi favorito. Sometido a mi habitual interrogatorio sobre su vida pasada, cuando yo no había nacido, mi papá me contó cosas de su infancia, de la relación que tenía con su padre, basada sobre todo en el fútbol y que a él le gustaba que conmigo hubiese una relación más rica, en la que también cabía un amor compartido por la música, o los sketches que yo era capaz de entender de los Monty Phyton. No había nada que me gustase más que ver a mi padre hacer solos con una guitarra imaginaria mientras escuchábamos a Clapton en el salón, junto al tocadiscos, o reírse al borde de las lágrimas con los andares de John Cleese.
Sometido a mi habitual interrogatorio sobre su vida pasada, cuando yo no había nacido, mi papá me contó cosas de su infancia, de la relación que tenía con su padre, basada sobre todo en el fútbol y que a él le gustaba que conmigo hubiese una relación más rica
También me descubrió una parte de su pasado que yo desconocía completamente y que me dejó boquiabierto, como si de pronto mi padre me hubiese revelado que era Batman. Sin darse ninguna importancia a sí mismo (uno de los maravillosos defectos que tiene) me contó que, en los años 70, durante la época dorada del fútbol de salón (fútbol sala en España), él había sido portero de varios equipos llegando incluso a ser el suplente de la selección uruguaya, disputando campeonatos en Brasil, Argentina y Paraguay. Eso explicaba sus dos particulares dedos meñiques: uno lo tiene torcido como un pequeño garfio y el otro lo tiene inclinado; le gusta decir que el del garfio le sirve para bajar la pelota y el otro para echarla al córner. Me confesó también que la maravillosa época de jugar con la selección uruguaya quedó atrás cuando nací, justamente, porque nací.
Era imposible compaginar su trabajo, el fútbol de salón y los cuidados que demandaba un rompe pelotas cósmico, como era yo. Esta vez, lo de rompe pelotas lo dijo con una sonrisa contagiosa en la cara. Por supuesto, esa noche me dio un abrazo muy grande y nos reímos cómplices por el episodio peñarolense. No fue hasta un par de años después que mi mamá, con su habitual facilidad para demoler la magia cursi de los recuerdos futboleros padre e hijo, me comentó que ella no creía que yo fuera un hijo de puta. Y me dijo, sin anestesia, que la tontería de ser de Peñarol fue una obvia consecuencia de aquella estridente discusión que les escuché, en el verano del 87, cuando mi madre acusó a mi padre, entre gritos y llantos, de haber sido infiel. Y yo, claro, podía ser mucho de Nacional como papá, el tío y los abuelitos, pero antes era de mamá, ¿a qué sí, mi amor?. •