Pedro Zuazua.- El pasado mes de junio volví a jugar al fútbol. Lo hice, curiosamente, en el campo en el que me rompí el ligamento cruzado de la pierna izquierda. Habían pasado seis años y ocho meses desde aquel día. Volví a jugar porque los caminos del fútbol son inescrutables y un año antes había sumado una nueva cima personal a mi existencia: me nombraron entrenador de La Cervantina, la selección española de fútbol de escritores y escritoras. Un cargo a cuya altura diría que solo está el de ser jurado del Certamen Nacional de cachopos, pero esa es otra historia para otro día.
En junio, La Cervantina se proclamó subcampeona de Europa en el torneo celebrado en Berlín. Una semana después jugábamos un amistoso en Madrid contra Los Dragones de Lavapiés. Y a mí, como decimos en Asturias, me picaba el niqui. Por eso llevé las botas (por si acaso), el pantalón corto (por si acaso) y la camiseta (por si acaso). El “por si acaso”, siendo el entrenador, es una manera de hablar, claro.
El partido estaba siendo un poco verbena y quedaba claro -clarísimo- que el lateral derecho necesitaba ayuda. Así que allá me fui, al lugar que durante tantos años ocupé. Tocado el primer balón y perdido el miedo inicial, me atreví incluso a hacer algún regate. Cuando digo regate me refiero a amagar que vas a hacer una cosa -un despeje, vaya- y seguir con el balón controlado. La conexión mente-piernas, en mí, no da para más.
Todo iba bien hasta que dejó de ir bien. Tuve que ir de cabeza a un balón y, en un instante, regresaron todos los miedos. Hasta ese instante mi cabeza había idealizado lo que era jugar al fútbol.
Todo iba bien hasta que dejó de ir bien. Tuve que ir de cabeza a un balón y, en un instante, regresaron todos los miedos. Hasta ese instante mi mente había idealizado lo que era jugar al fútbol. Recordaba los mejores momentos, algunos goles, ciertas jugadas… pero había borrado completamente una de las cosas que más me aterraban cuando estaba sobre un terreno de juego: disputar un balón por alto. *
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