Alejandro Requeijo.- Es empinado Mestalla. Te haces una idea cuando lo ves por televisión, pero no eres consciente del todo hasta que estás allí, en el séptimo cielo de ese mítico estadio en el que los porteros tienen que detener el calentamiento porque una banda de música cruza el área. Valencia. Aquella noche nos clasificamos para otra final europea. Esta vez tocaba en Bucarest. La segunda en apenas dos años. Uno habla ahora de finales fácilmente pero aquel era un tiempo en el que se venía de pasar temporadas de mucho frío. Vale que estaba reciente lo de Hamburgo contra el Fulham pero ya sabes; cuando uno se estrena, luego ya sólo piensa en repetir. Y en esto de ganar títulos pasa lo mismo: cuando se vuelve al tren de la Historia ya nunca quieres volver al pozo de la irrelevancia. Además, que para los que nos hicimos mayores en la década ominosa tras el descenso, atisbar una final en el horizonte era como haber naufragado en una isla desierta y de pronto divisar a lo lejos la vela de un barco. Gritas, te encaramas a lo que sea, agitas tu camiseta, vuelves a gritar más, gastas todas las bengalas... Todo eso hacíamos aquella noche los 2.000 que llegamos desde Madrid para desafiar el vértigo en la grada alta de Mestalla.
Esta historia habla de estadios. De campos castizos, algunos ya desaparecidos o en vías de extinción. De canchas a las que nunca fuimos y nos arrepentiremos siempre. De moles de hormigón sin alma construidas a contrarreloj y de viajes, recuerdos, poderes sobrenaturales y gradas en las que dejamos una parte de nosotros. Es una historia de momentos, de fútbol.
AFICIÓN» El fondo del Calderón. Foto. Lino Escurís.
No sé cuántos minutos habían pasado hasta que nos dimos cuenta de que estaba detrás. Yo le di un codazo al Gordo para que se fijase en él. Era enjuto, callado, muy mayor. No se movía ni hacía gesto alguno. Inexpresivo, con unos ojos tan claros que parecía tenerlos en blanco. Lo flanqueaban dos tipos jóvenes que le sujetaban cada uno de un brazo. Así mantuvieron de pie al viejo todo el tiempo. Nos jugábamos el pase y la cosa no estaba para hacer amigos. No al menos hasta que acabase el partido. Yo, además, en las citas de alta tensión apenas pronunció palabra. Me hago pequeño en el sitio. Siempre pienso lo peor. Cuando marcamos lo primero que hago siempre es mirar al árbitro para confirmar que no lo ha anulado. No sé cuántos goles habré dejado de celebrar a lo largo de los años por esa instintiva costumbre tan ceniza. Goles importantes eh. Fíjate que en Mestalla el Atleti no sólo no salió con caraja, sino que acabó ganando 0-1 con un golazo de Adrián. Quedaban tres minutos, el Valencia necesitaba tres goles y yo aún le pedía a la gente que no celebrase nada hasta que el árbitro pitase el final. Siempre en lo peor. Pero el silbato sonó y aquella grada saltó por los aires. Nos fundimos en un abrazo interminable. El barco nos había visto y venía a sacarnos otra vez del naufragio. La gente ensayaba ya el rumano con perfecto acento de Bucarest. Entonces sí, nos giramos y entablamos conversación con aquel anciano que se mantenía en pie a duras penas ayudado por esos dos tipos que resultaron ser sus hijos.
Justo enfilaba ya otra anécdota, esta de la final de la Recopa del 62, cuando nos reveló su extraordinario secreto: siempre que el Atleti se había jugado un título y él estaba presente, siempre lo habíamos ganado.
Por fin le vimos sonriente lo que confirmaba al menos que estaba vivo. Te reconozco que llegamos a dudarlo. Le preguntamos por la edad, aunque ahora no la recuerdo. Era mayor, muy mayor. Tanto que el número de su carnet de socio no pasaba de los dos dígitos. El mío tiene cinco, hazte una idea. Tenía la voz frágil. De viejo. Empezó a relatarnos cómo eran los estadios de antes. Nos habla de aquella Liga de 1940 que le ganamos al Sevilla en el último partido. Nuestra primera Liga y la primera después del parón obligado por la Guerra Civil. Entonces el Atleti era el Athletic Aviación Club. No fue hasta el año siguiente cuando Franco prohibió los extranjerismos y pasamos a ser el Atlético Aviación. Aquella primera liga además no la deberíamos haber jugado siquiera, pero el Oviedo perdió su cancha en un bombardeo y se quedó fuera con la promesa de reservarle la plaza para la temporada siguiente. Los dos equipos que habían descendido en el último campeonato se jugaron el sitio dejado por los asturianos. Eran el Athletic Aviación Club y Osasuna. Les ganamos 3-1 a los navarros. Justo presenció el partido que nos dio la Liga que, según nos contó, lo jugamos como locales en Vallecas. Él ya estaba allí. Eran los tiempos en los que siempre se jugaba en domingo y todos a la vez. De hecho admitió que no supo que el Athletic Aviación había salido campeón hasta que llegó a su casa y la radio le contó que el Sevilla había perdido y con ello el liderato y la Liga. Todo en la última jornada.
Mientras nos explicaba de dónde venimos, sus hijos sonreían y callaban, orgullosos. Claramente no era la primera vez que escuchaban estas historias. Se sabían portadores de un museo andante en sus brazos, un trocito de Historia viva y lo lucían orgullosos ante todo aquel que quisiera aprender algo. Justo enfilaba ya otra anécdota, esta de la final de la Recopa del 62, cuando nos reveló su extraordinario secreto: siempre que el Atleti se había jugado un título y él estaba presente, siempre lo habíamos ganado.
-“¿Y dónde estabas en el 74 cuando lo de Bruselas?”, le espeté de inmediato casi como un reproche. Hasta el Gordo me llamó luego la atención por mi reacción.
-“Me tuve que quedar en casa ayudando a mi padre”, contestó aquel anciano con un tono en el que no se apreciaba arrepentimiento alguno.
Fue más como una respuesta traviesa siendo consciente de que tiene un poder único. Como el Jep Gambardella de Paolo Sorrentino cuando dice eso de “yo no sólo quería participar en las fiestas. Quería tener el poder de hacerlas fracasar”. Al conocer el poder de Justo fue inevitable acordarse del cuento del argentino Roberto Fontanarrosa sobre el Viejo Casale, aquel anciano delicado del corazón al que unos hinchas de Rosario Central raptaron para llevarle al campo con el inapelable argumento de que en sus tiempos de seguidor activo, aquel hombre nunca vio perder a su equipo. Y daba igual lo que hubiese dicho el médico. Si ganar lo era todo, todo estaba justificado, incluso la vida de ese hombre. Algo así pensé cuando miraba a Justo abandonando las afiladas gradas de Mestalla y desapareciendo entre un mar de banderas y cánticos sin fin.
Venían dando la matraca durante semanas con que la Historia estaba en deuda con ellos. Y no me preguntes por qué pero yo esas cábalas me las creo. Las cosas del destino y todo eso. Para colmo, cuando entramos en el estadio ellos nos doblaban en número.
Días después, el Gordo y yo llegamos a Bucarest. El rival, el Athletic de Bilbao, nuestra madre patria. Era el equipo de moda en Europa ese año. Muniain, De Marcos, Llorente, Herrera, realmente el Loco Bielsa había armado un equipo que jugaba de maravilla y además ganaba. Venían de eliminar al Manchester United con una exhibición en Old Trafford, el teatro de los sueños. Su última víctima había sido el Sporting de Lisboa, otro clásico europeo. Para los vascos además era su segunda final internacional después de 35 años. La anterior en 1977 la habían perdido contra la Juventus de Turín. Venían dando la matraca durante semanas con que la Historia estaba en deuda con ellos. Y no me preguntes por qué pero yo esas cábalas me las creo. Las cosas del destino y todo eso. Para colmo, cuando entramos en el estadio ellos nos doblaban en número. Ya estaban todos en su sitio. Gritaban más, ocupaban más, ikurriñas mirases donde mirases. Todos estos elementos en contra empezaron a afectarme. Tanto que le mentí al Gordo y le dejé colocando las banderas solo. Le dije que me iba al baño, pero en realidad no sabía a dónde iba. Únicamente quería salir de ahí. Me dio como un ataque extraño. De repente me faltaba el aire. Abandoné las gradas y estuve unos minutos deambulando, esquivando gente, como buscando una salida por las entrañas de aquel estadio construido expresamente para esa final. Aún te manchabas del polvo de la obra si te apoyabas en la pared. Me encendí un cigarro, pero a las dos caladas lo tiré. Me aumentaba la ansiedad. Había asumido que íbamos a perder.
FINALES» Afición rojiblanca el último día del Calderón. Foto. Lino Escurís.
Me senté en el suelo unos minutos, un poco apartado para que no me pisasen y con la cabeza entre las rodillas. Pensando en el dineral que me había dejado para llegar hasta allí y que otra vez me iba a quedar sin vacaciones. Temiendo la paliza que me esperaba en el viaje de vuelta habiendo perdido. Porque no es lo mismo cruzarse Europa habiendo ganado que habiendo palmado, eso tenlo claro. No sé cuantos minutos pasé recreándome en ese pesimismo hasta que volví a levantar la cabeza. Aún me quedé un rato más, sentado en el suelo polvoriento. Tenía la mirada perdida pero de pronto algo hizo que me fijase en una figura que llamaba la atención. Contrastaba con el resto de la gente que, como hormigas al pisar su hormiguero, se movía rápidamente buscando su localidad en el estadio. Esa figura en cambio avanzaba pausada, con la ayuda de otras dos personas. Entonces me puse de pie casi de un salto. ¡Era Justo! Estaba allí, a su edad. En la otra punta de Europa. Te juro que no te miento. Ni yo creía lo que estaba viendo en ese momento. Me acerqué hasta él, era él, enjuto, silencioso con aquellos ojos claros como en blanco. Me acerqué mucho para verle bien, pero no le dije nada. Simplemente me sitúe a unos pocos metros. Me pasó por delante pero no reparó en mi presencia. Sus hijos tampoco. Había mucha gente. Si les hubiese saludado se hubiesen acordado pero no les dije nada. Volví corriendo al sitio, le di un abrazo al Gordo, que aún seguía liado con la bandera ajeno a todo lo que había sucedido. Nunca supo nada de lo que pasó porque nunca se lo conté. A los siete minutos el Tigre Falcao ya había metido el primero. Antes del descanso hizo el segundo. La final acabó 3-0 y Justo volvió a sonreír. Han pasado años de eso y te admito que traté de saber algo más de aquel hombre. La noche en Mestalla sus hijos nos dijeron que vivían desde hacía tiempo en Valencia. Busqué en peñas atléticas de allí y nadie le conocía. También pregunté en las oficinas del club pero me negaron informaciones personales. La verdad es que tampoco indagué mucho más. Pero te reconozco que muchas veces, antes de partidos importantes, busco entre la gente esperando ver aparecer a Justo. Lo hago siempre. Algunas veces hemos ganado y otras hemos perdido desde entonces, pero jamás le he vuelto a ver desde aquel día en Bucarest. •
*Este relato pertenece a la nueva edición de Líbero. Puedes pedirla aquí a domicilio.