Alejandro Requeijo.- Hay un viejo templo del fútbol mundial con nombre de galán de telenovela, el estadio Alberto José Armando. Todos lo conocen como la Bombonera porque al arquitecto que ideó el diseño le regalaron una caja de bombones y se dio cuenta del extraordinario parecido que tenía con su obra. Es la cancha de Boca Juniors, entre las calles del Doctor del Valle Iberlucea y Brandsen. Se erige desde hace 80 años en el corazón de la Boca, uno de esos barrios de Buenos Aires a evitar cuando cae la noche. Ese lugar donde reinó Maradona lo fundaron hace dos siglos emigrantes genoveses y en las aceras de sus calles sin alcantarillado se amontonaba la mierda, razón por la que a los hinchas de Boca les llaman bosteros.
La Bombonera no es de esos estadios con calefacción y comodidades. De hecho, buena parte de sus gradas no tienen ni butacas, todos de pie, apiñados. Difícilmente una infraestructura así podría albergar una gran final según los cánones europeos, pero “muchos caudillos se cagaron en esta cancha” (Carta de Diego Armando a los xeneizes 4, 10-11). Sus alrededores huelen a choripán, vino y marihuana. Uno de los murales que decora sus fachadas dice así: “A los fundadores y a la gente, a los artistas y a los ídolos, al tango y al fútbol, que hicieron de la Boca un destino y un mito”. Es un lugar místico que ahora quieren retocar, es decir, cambiarlo. En 2019 hubo elecciones en el club y ganó una directiva que trajo como reclamo a Juan Román Riquelme, uno de los ídolos locales. Pero además anunciaron un plan de remodelación. Peligro. Los lugares sagrados acarrean siempre la categoría de intocables porque en cada piedra pueden haber sucedido cosas importantes.
En 2019 hubo elecciones en el club y ganó una directiva que trajo como reclamo a Juan Román Riquelme, uno de los ídolos locales.
Y basta visitar La Bombonera en compañía de uno de sus feligreses para comprobar que en ese escenario abundan los objetos sacros. “Mirá, en aquel arco fue donde Roma le atajó el penal a River que definió el campeonato de 1962”. Da igual que esa portería la hayan cambiado 100 veces desde entonces porque siempre será el arco donde el portero de Boca le paró el penalti decisivo a su eterno rival y la gente invadió el campo hace 60 años. “Allá arriba se ubica La Doce (los seguidores más radicales)”. “Aquel es el palquito de Diego” desde donde celebraba los goles de su equipo como un Che, tocado con su gorra verde oliva y su habano cubano. “Y aquel es el alambrado al que se encaramó el Diez tras convertir el penal contra Argentinos en 97”. “Y en esa otra verja es donde trepó el ‘Manteca’ Martínez luego de vacunar a River en el 92”.
“Y aquel es el alambrado al que se encaramó el Diez tras convertir el penal contra Argentinos en 97”. “Y en esa otra verja es donde trepó el ‘Manteca’ Martínez luego de vacunar a River en el 92”.
Esos vallados, al menos en los laterales, ya no están porque Jorge Ameal, el nuevo presidente, los ha quitado dentro de su intención de modernizar un poco el viejo estadio, europeizarlo. No será una reforma profunda que cambie la fisonomía del templo, pero será como esos retoques estéticos que acaban por alterar la personalidad de una mirada. De nuevo la modernidad en detrimento de la Historia. Era un perímetro de metacrilato y vallas de esas entrecruzadas que delimitan cualquier potrero y acaban deformadas de tanto recibir balonazos. Como la alambrada por la que trepaba Vega, el luchador español del popular videojuego de los noventa Street Fighter II.
Hay quien celebra la retirada porque ahora el fútbol se verá mejor. Por otro lado no deja de ser un gesto de civismo y confianza en la gente. Por definición, un vallado es un símbolo de separación que otorga inevitablemente la categoría de sospechoso a quien se confina al otro lado. Alguien de quien protegerse. Esa sensación se da en muchas partes del planeta, desde el muro de Trump hasta el que ahoga a Palestina pasando por las alambradas de Ceuta y Melilla. Pero el de la Bombonera no es exactamente eso. El paso del tiempo lo convirtió en otra cosa.
Esa sensación se da en muchas partes del planeta, desde el muro de Trump hasta el que ahoga a Palestina pasando por las alambradas de Ceuta y Melilla. Pero el de la Bombonera no es exactamente eso. El paso del tiempo lo convirtió en otra cosa.
Ni Maradona ni el uruguayo Sergio Daniel ‘Manteca’ Martínez eran cacos que se encaramasen ahí huyendo de nada, sino ídolos. No se puede subir cualquiera a ese alambrado. A nadie se le ocurriría trepar por un gol intrascendente. Tampoco un recién llegado sin ser bendecido antes por la grada. Ese vallado es casi como un lienzo reservado a culminar las más bellas obras de arte dibujadas antes sobre el césped. Basta echar un vistazo a la imagen de Batistuta cuando la goleada a Racing de Avellaneda en el 91. Inmortalizado por la cámara de Luis Micou, parece como un Cristo del Renacimiento con dos compañeros abrazados a sus pies en el papel de la Virgen María y San Juan Evangelista.
Antes y después que Maradona o Batigol, hubo otros que buscaron ese lugar para ‘abrazarse’ a los hinchas. Como Claudio Benetti, autor del gol a San Martín de Tucumán que se ha mostrado en contra de la retirada apelando al carácter histórico de los hierros. El diario deportivo más leído del país, Olé, sometió la cuestión a un referéndum en su web y el resultado fue una goleada de más del 70% a favor de quitar la valla para mejorar la visibilidad. En su lugar se pondrán miembros de seguridad ataviados con esos petos fosforitos. Eso y un foso (como Europa, ‘ma non troppo’).
El diario deportivo más leído del país, Olé, sometió la cuestión a un referéndum en su web y el resultado fue una goleada de más del 70% a favor de quitar la valla para mejorar la visibilidad. En su lugar se pondrán miembros de seguridad ataviados con esos petos fosforitos. Eso y un foso (como Europa, ‘ma non troppo’).
Se subió varias veces Palermo, máximo goleador de la Historia boquense, Chango Peña en el 69 y Walter Pico en el 91. Trepó Beto Acosta en el 93 y Morete en la victoria contra Huracán en el campeonato Metropolitano de 1981. El último en realizar el ritual podría haber sido Carlos Tévez el pasado marzo. Sin poder intuirlo entonces, también fue el último día del Diego en su casa. Se despidió viendo a Boca campeonar.
El gol de Carlitos contra Gimnasia y Esgrima de la Plata valió un título de Liga escamoteado en los últimos minutos otra vez al eterno rival, River Plate. Esa noche el Apache cerró el círculo encaramado en los mismos hierros en los que 17 años antes desahogó el grito del pibe que salía de la barriada en la victoria contra América de Cali en Copa Libertadores. La despedida perfecta a un alambrado que para muchos seguidores, en lugar de separar, unió a los héroes con la gente. •