Nacho Carretero.- El día que el Dépor ganó la Liga hacía sol. No es un detalle menor. El éxito del Dépor suele ir de la mano del clima. El fútbol no se libra de la obsesión gallega por el tiempo. Es fundamental, por tanto, consultar la previsión (mirar al cielo o al móvil, según la generación) la mañana del partido. Si luce azul, hay muchas más opciones de ganar. Si llueve, pinta mal. Por eso el Dépor no tiene más títulos. Llovía el día de las semifinales con el Porto de Mourinho la noche que caímos en Champions. Si fuésemos el Deportivo de Jaén contaríamos a estas alturas con cinco Champions y cuatro ligas. La ciudad ese día era una especie de cumpleaños infantil con los niños pasados de speed. Valía gritar por la calle, los coches pitaban, inspectores de riesgos laborales colocaban banderas descolgándose por las ventanas, los bares no llevaban la cuenta… las reglas se incumplían felizmente en esta nuestra sociedad obsesionada con las normas.
A Coruña era más fiesta que París. Y ahí estábamos un amigo y yo, caminando sin rumbo fijo por la calle, mezclándonos con las mareas blanquiazules y nadando en adrenalina. Esos días -cada vez quedan menos- en los que te echabas a la calle con un amigo sin saber a dónde vas ni por qué. Y no importa. Era el día que íbamos a ganar la Liga. Se dice pronto y se explica mal si no eres del Real Madrid o del Barça y tu equipo es de una ciudad de 250.000 habitantes. Gastamos la previa de bar en bar, quedamos con otros amigos y entramos todos en Riazor una hora antes de que empezase el partido. Aunque tendría que haber sido contra el Valencia, era contra el Espanyol. El césped se olía -ese olor cuando entras en el estadio-, pero casi no se veía por los papelitos que aterrizaron desde la grada. La gente gritaba entre contenta y acojonada.
Nos desarmó el gol de Donato y todavía más el de Makaay a pase del Manuel Pablo. “¿Ya?”, me dijo un amigo en medio de la celebración del 2-0. Y lo que quería decir era: ¿En serio somos campeones? ¿No vamos a sufrir?
Donato marcó de cabeza enseguida. Tal vez no enseguida, pero desde luego demasiado pronto para lo que yo tenía previsto sufrir: porque sí, obvio, yo y muchos como yo nos habíamos mentalizado de que podía volver a ocurrir. De que podíamos volver a perder la Liga en el último partido como se nos había ocurrido hacer en 1994, penalti de Djukic mediante y Arsenio resumiendo en rueda de prensa: “Mucho que decir y poco que contar”. Por eso íbamos pertrechados para el sufrimiento. Por eso nos desarmó el gol de Donato y todavía más el de Makaay a pase del Manuel Pablo. “¿Ya?”, me dijo un amigo en medio de la celebración del 2-0. Y lo que quería decir era: ¿En serio somos campeones? ¿No vamos a sufrir? ¿No va a arder ninguna grada, un penalti, una desgracia al azar al menos? Yo creo que hasta se sentía un poco estafado. Cuando faltaban diez minutos mis amigos y yo nos subimos a la valla de la grada.
Ilustración Daniel Diosdado
Estamos hablando del año 2000, yo tenía 18 años, aún estaba en edad de subirme a una valla. Todo el estadio estaba en pie, gritando, coreando, subiéndose a vallas. Así que cuando el árbitro pitó, ese silbatazo que confirmaba que éramos campeones y no había ya margen para que pasase algo malo, saltamos al césped. No se vio un salto tan multitudinario de una valla ni en Melilla. Cuando tocas el césped, resbalas. Así que me caí y mi amigo Jacobo, que iba delante, llegó antes que yo a Fran. El capitán se había quedado sobre el césped y no salió disparado como sí hicieron el resto de los jugadores ante la estampida de hinchas sobre el campo. Pasaría después un mal rato O Neno, aupado y zarandeado por miles de aficionado que lo dejaron en calzoncillos y agobiado sin poder salir de entre la muchedumbre. Pero en ese momento todavía no había llegado nadie a donde estaba nuestro capitán. Mi amigo Jacobo y yo fuimos los primeros.
Saltamos la valla, resbalamos, corrimos y, por alguna razón, llegamos junto a Fran antes que nadie. Jacobo lo abrazó, giró la cabeza y alcanzó a decirme: “Suda como una bestia”.
Saltamos la valla, resbalamos, corrimos y, por alguna razón, llegamos junto a Fran antes que nadie. Jacobo lo abrazó, giró la cabeza y alcanzó a decirme: “Suda como una bestia”. Fue todo lo que se le ocurrió decir. Se produjo en ese instante un absurdo del que Javier Cercas podría hacer otra anatomía. Fueron solo unos segundos, pero en mi memoria se traducen como una lenta y nítida escena aislada, estancada, donde el tiempo se frenó y todo alrededor se hizo borroso. Mi amigo Jacobo, Fran y yo mirándonos sobre el césped de Riazor sin saber muy bien qué más hacer. Lo lógico, he pensado siempre y sigo pensando ahora, hubiera sido pedirle la camiseta. Obvio.
Tendría hoy la camiseta con la que Fran ganó la Liga. Pero no lo hice. Tampoco mi amigo. Y allí estuvimos los tres, a solas, agarrados, en medio de Riazor, apenas unos segundos que fueron una vida sin saber exactamente cómo gestionar entre nosotros tanta alegría. Como la música que vuelve a atronar en una canción tras un breve silencio, la escena saltó por los aires cuando llegaron los demás hinchas, como una manada de ñus desbocada, y se abalanzaron sobre Fran. Una rapiña en toda regla. Era como si O Neno se hubiera caído en un estanque de pirañas: en pocos segundos estaba en calzoncillos. Mi amigo y yo nos retiramos de la jauría y decidimos dejar a Fran a su suerte. Le llevaría un buen rato alcanzar los vestuarios, según contaría la televisión después. Nosotros, mientras tanto, nos dedicamos a festejar como nunca antes habíamos festejado. La ciudad explotó y la orgía blanquiazul se prolongó semanas. Se recuerdan todavía aquellos días en A Coruña. Y cuando se habla de ellos, a mí me viene siempre a la memoria aquel vals con Fran en el centro de Riazor que duró un parpadeo. Y del que me retiré sin su camiseta. •