Texto Arturo Lezcano .- Existe una calle en Río de Janeiro que nació siendo un camino flanqueado por altísimas palmeras imperiales plantadas a mediados del siglo XIX para darle sombra a la princesa Isabel en su paseo entre el palacio Guanabara y el mar. Al final de la vía, entre aquellas mismas plantas, aún hoy se levanta un edificio esbelto que llama la atención, con una fachada de rectas y triángulos, zigzags, vacíos y curvas, que representan el mejor art déco de los años 20 y 30. El aspecto geométrico lo rompe un balcón con relieves de acanto, que esconde el sexto y el séptimo piso. Es allí donde asoman, en registro fílmico, los jugadores de un equipo de fútbol legendario, en toda la extensión de la palabra, grabado en ese momento simplemente como un participante más en la fase final de la Copa del Mundo de 1950. Lo que la cámara muestra es un saludo colectivo a manos llenas, una decena de deportistas de blanca sonrisa apretujados en la ventana de un hotel del barrio carioca de Flamengo.
Se llama Paysandú (en castellano) y está situado en la calle Paissandú (en portugués), bautizada precisamente en honor de una ciudad uruguaya asediada por el ejército brasileño en 1864. Casi un siglo después el hotel serviría de madriguera de once bestias que se comieron la historia ante 200.000 brasileños en el inolvidable Maracanazo. "Los uruguayos comenzaron a ganar la final del Mundial en el hotel Paysandú". Se escuchan esas palabras en portugués fino de voz cavernosa y solo cabe abrir más los oídos. Enfrente está Teixeira Heizer, entonces el chico que asistió a aquel partido del 16 de julio de 1950, después el hombre que narró la primera transmisión televisiva desde Maracaná en los sesenta, también el autor de ‘Maracanazo, tragedias y epopeyas de un estadio con alma’, definitivamente la memoria viva del fútbol brasileño. En el salón de su casa del barrio de Laranjeiras, a poco más de un kilómetro del lugar en cuestión, continúa el relato: "El hotel era simple, no era de primera calidad, pero tampoco los uruguayos eran exigentes. Aunque muy civilizados, nunca pidieron más que lo mínimo. No eran profesionales bien pagados y su salario desde luego que no fue compatible con sus logros", dice Heizer como si lo viviese hoy. En la humildad del Paysandú empezó todo, y hay un capítulo que lo define: "El gran capitán, Obdulio Varela, paseaba por los alrededores del hotel al amanecer del día del partido.
Con una tiza escribió un cartel que colgó en las paredes diciendo: "Pisen y orinen" sobre la foto de las portadas. Ahí es donde comenzaron a ganar la final del Mundial"
En un quiosco vio unas pilas de periódicos, todos con portadas sobre el choque. En una portada, la de ‘O Mundo’, vio la foto del equipo brasileño con un texto saludándolo ya como campeón. Obdulio los compró todos y se los llevó a los baños del hotel. Y los abrió para ponerlos en el suelo. Con una tiza escribió un cartel que colgó en las paredes diciendo: "Pisen y orinen" sobre la foto de las portadas. Ahí es donde comenzaron a ganar la final del Mundial". Heizer introduce en su relato elementos fundamentales para entender la situación a la que se había llegado la víspera del llamado Maracanazo: primero, la euforia desatada en Brasil con un campeonato que parecía hecho. Segundo, la modestia mezclada con la garra, incluso antes de jugar. Y en tercer lugar, pero primero en importancia, Obdulio Varela. En tiempos de psicólogos profesionales y altas tecnologías aplicadas al fútbol hablar de los métodos directos de Varela y sus métodos podría parecer obsoleto.
Nada más lejos: siendo capitán, él asumió en sus carnes las atribuciones de todo un equipo técnico de fútbol moderno. Obdulio Muiños Varela, ‘el Negro Jefe’, encarna como nadie los valores del Uruguay de 1950, eso es sabido, pero la historia comenzó antes. Como siete meses antes. "Tengo treinta y tres años y no tengo nada. Denme un empleo". Lo dice el Señor Obdulio, así lo trataban, en la película ‘Maracaná’, un largometraje documental estrenado en el estadio Centenario de Montevideo ante 11.000 espectadores emocionados que gritaron y se emocionaron en cada minuto de metraje, como si fueran jugadas de un partido con final abierto, cuando todo el mundo sabe el final: Brasil 1- Uruguay 2. Dos meses después, la cinta se estrenó nada menos que en Río de Janeiro, con gran éxito también.
Uno de sus directores, Andrés Varela, explica entre la gente que hace cola para entrar a ver la película: "Queríamos contar una gran historia que haga entender el mito. Que los jugadores del 50 estuvieron siete meses de huelga antes de jugar, y que Obdulio los abanderó. Que esta selección era de clase obrera tal y como hoy no se podría entender, porque muchos volvieron de ganar el Mundial a trabajar en la construcción". Y que el capitán, como dice él mismo en el material recuperado después de tres años y medio de investigación, solicitó dos veces, obligó, más bien, a la Asociación Uruguaya de Fútbol a darle un empleo público o no jugaría la Copa del Mundo. Heizer, que lo conoció en vida, aporta un dato extra: "A mí me dijo el propio Obdulio en Uruguay que se le diese una garantía para entrar al campo antes de la final. Le prometieron entonces que trabajaría como empleado público en el Casino Carrasco, en Montevideo, y ahí lo entrevisté yo años después".
SOLIDARIDAD
Había un caudillo, un cacique, en el sentido más tribal, y el resto era completamente horizontal. El espíritu solidario de todo el grupo quedaba patente en las horas pasadas en el hotel Paysandú, casi todas en el sexto y séptimo piso, los dos últimos, que permanecen inalterables por fuera. Hoy continúan siendo largos y lúgubres, y como entonces también conservan los baños colectivos ubicados en los extremos de los pasillos (los mismos forrados de periódicos por Obdulio). Era allí arriba donde saludaban los jugadores en el documental uruguayo: "Continuamente el equipo uruguayo gastaba bromas a los barrenderos que pasaban por abajo", comenta su director. Hoy no hay futbolistas revoloteando en ropa de entrenamiento, pero la mística charrúa de la época asoma entre los arabescos art déco del ascensor de marca inglesa, el mismo que había en 1950, o en los azulejos y losetas de la escalera entre el sexto y el séptimo, que también albergaba la lavandería del hotel. "Aún tengo viva la imagen de Obdulio doblado sobre sus botas atando los cordones y lo que decíamos entonces por lo que sugería su fuerza: él no amarraba las botas con cordones, sino con venas". La imagen puede ser poética en exceso, pero en la época el adorno acompañaba la realidad hasta el punto de, a veces, perderse en la leyenda. Es ese uno de los detalles que distinguen el mundial del 50 de entre el resto. El anterior, 1938, queda atrás en el tiempo y en la memoria selectiva de entreguerras. Y los siguientes, especialmente desde 1958, ya tienen televisión y al jugarse en Europa hay más registros y se da menos pie a la fábula.
Es ese uno de los detalles que distinguen el mundial del 50 de entre el resto. El anterior, 1938, queda atrás en el tiempo y en la memoria selectiva de entreguerras
El mundial de Brasil, sin embargo, dejó tantos detalles y frases para el recuerdo como datos de la enormidad del campeonato. Fueron seis sedes para trece selecciones, entre las que no estaba Argentina y cuyos representantes europeos fueron España, Suecia, Suiza, Inglaterra, Italia y Yugoslavia, curiosa mezcla. Para el torneo se levantó un estadio gigantesco, Maracaná, en un año y diez meses exactos. Todo a lo grande: hasta 2.000 trabajadores y un total de ocho millones de horas seguidas trabajadas a triple turno. Por fin Brasil tenía su "mayor estadio del mundo". Allí se jugaron siete partidos y por supuesto, la final. Fue tan extraño el cuadro de cuatro grupos pero con diferente número de equipos por las deserciones que Brasil jugó tres partidos para pasar a la segunda fase y Uruguay solo uno, contra Bolivia. Pasaron a ese cuadrangular final los primeros de cada grupo: los dos citados, más Suecia y España. El Mundial se dirimiría por puntos y el último partido, por tanto, se convirtió en una final sin serlo: un empate le bastaba a Brasil, que había vapuleado a suecos y españoles, frente a una Uruguay que había vencido a los escandinavos pero que solo había empatado frente a Zarra, Basora y compañía. Eso facilitaba la misión para los anfitriones. Lo sabían desde el mismo 13 de julio, tres días antes del fatídico/glorioso 16 de julio: "Esa fecha que para el resto del mundo se llama Maracanazo no tiene nombre en Brasil. Solo la fecha. Mucha gente puede no saber cuándo es la abolición de la esclavitud o alguna efeméride patria más, pero esa está grabada a fuego", asesta Heizer con la mirada perdida. Y en esos tres días se cortó mucha tela de la historia. ¿Dónde? en las concentraciones de los equipos.
Esa fecha que para el resto del mundo se llama Maracanazo no tiene nombre en Brasil. Solo la fecha. Mucha gente puede no saber cuándo es la abolición de la esclavitud o alguna efeméride patria más, pero esa está grabada a fuego"
Durante la proyección del documental ‘Maracaná’ en Río de Janeiro hay un trecho de unos cinco minutos en los que se suceden los gritos de sorpresa y la carcajada nerviosa del público que llena la platea. Sucede cuando se repasan esas horas de triunfalismo absoluto, desdén por el oponente y -fundamental para la historia- utilización política. Resulta que Flávio Costa, el técnico de la Seleção -que no era ni canarinha ni verde-amarela aún, sino blanca con cuello azul- decidió cambiar solo para la final la concentración de la Casa das Pedras, en el idílico y apartadísimo Joá, entre la selva y el mar, a São Januario, populoso y ruidoso barrio urbanizado donde Costa tenía aspiraciones electorales para una cita próxima donde se pretendía presentar candidato a diputado. El cambio fue radical: aquello se convirtió en un pasacalles de políticos festejando el Campeonato del Mundo por adelantado y tratando de sacar tajada de la supuesta victoria. El síndrome del "já ganhou" ("ya ganó"), como denominó el crack del equipo, Zizinho. Arribismo de manual con anticipación fatal. En aquel momento pocos alzaron la voz. Sí lo hizo el crack del equipo en una biografía posterior, pero ya la tragedia estaba consumada. En caliente, nadie reparó en que al otro lado de la ciudad, Uruguay descansaba plácidamente tras una noche de risas y de ponerle letra picante a al tango Garufa, hasta que el técnico, Juan López, apagó la música y los mandó a relajar. Habían pasado en días precedentes numerosos periodistas por allí, pero esa noche estaba cerrado a los visitantes. Tocaba dormir para el gran día, que para todos empezaba en el desayuno, menos para Obdulio, que andaba comprando periódicos para mandar pisar.
«Obdulio Varela hizo pisar y orinar sobre los periódicos del día de la final en los que se daba ganador a Brasil. "Respetar sí, temer no"
‘LOS DE AFUERA SON DE PALO’
El refectorio, arcaico vocablo que en portugués se usa aún para designar cotidianamente un comedor, tiene la misma puerta, la misma planta, la misma barra. Apenas cambian las mesas y los camareros, pero en ese cuadrado de ocho por seis metros los uruguayos se alimentaban, tomaban mate y escuchaban a Obdulio. Las funciones básicas, vamos. La última no es baladí. Al contrario, especialmente el día de «Obdulio Varela hizo pisar y orinar sobre los periódicos del día de la final en los que se daba ganador a Brasil. "Respetar sí, temer no", les dijo a sus muchachos -con permiso del técnico- en el mismo comedor, según dejó dicho Schiaffino a Teixeira Heizer en su libro. "Hemos jugado contra ellos tres veces en un mes y perdimos dos, ganamos uno, así que no hay que temer". Obdulio reforzó el discurso ya en Maracaná. Cuentan que viendo la masa de las gradas les soltó a sus chicos la frase para la historia: "No miren para arriba.
"Los de afuera son de palo". O eso trascendió entre declaraciones posteriores y la consiguiente ornamentación. "Nosotros la verdad es que no nos preocupamos en si es cierto con exactitud o no. Lo que queremos contar en la película es una historia como un western en el que sabes el final pero quieres saber cómo los personajes llegaron a ese final", comenta Andrés Varela. A partir de ahí se suceden las historias, algunas fehacientes, otras indemostrables, pero todas deliciosas, que van conformando retal a retal, y sin repeticiones en superslow, la crónica de un día único: por ejemplo, las risas y miradas cómplices en el momento más solemne previo al partido, durante el himno uruguayo, provocado, según Teixeira Heizer, "porque con la emoción el atacante Julio Pérez no se aguantó y se hizo pis encima". Un poco más tarde, ya en el partido, la supuesta bofetada que el propio Obdulio Varela le da a Bigode, mediocampista de Brasil, que en realidad, según el propio jugador fue apenas un empujón tras una entrada y un "calma, pibe". O, poco después, el gol brasileño y el show de Obdulio ante los atónitos ojos de 200.000 personas al ir a protestar el gol al linier y así mantener el juego parado durante cinco minutos para enfriar el partido.
El gol brasileño y el show de Obdulio ante los atónitos ojos de 200.000 personas al ir a protestar el gol al linier y así mantener el juego parado durante cinco minutos para enfriar el partido.
Y finalmente el gol para la historia, el de Ghiggia, el de la cal del área pequeña suspendida en el aire como polvo mágico, el que provocó otra frase de placa de un futbolista: "Solo tres hombres silenciaron Maracaná: el Papa, Frank Sinatra y yo". Aquel gol cambió el guión previsto, pero muchos brasileños, sin haber estado allí y fiándolo todo a la única imagen del gol, desde detrás de la portería, compraron la tesis de que el gran culpable no había sido el hábil extremo uruguayo, sino la torpeza del portero Barbosa al cubrir el palo corto. Álvaro do Cabo, historiador, es un carioca tan futbolero que le dio por hacer sus tesis sobre el papel de la prensa uruguaya y brasileña en los mundiales del 30 y del 50. Y apunta algo importante: "Barbosa hizo lo que hubiera hecho cualquier otro portero que encaja un primer gol en un centro por el mismo lado: esperarlo de nuevo. En los periódicos no hay uno solo culpándolo por el gol. El tema viene después y tiene claramente un tinte racista: como Juvenal y Bigode, Barbosa fue señalado. El primero era mulato, los otros dos, negros", dice. De ahí el epitafio en vida del portero, en 1993: "En Brasil el código penal determina pena máxima para el peor de los crímenes con 28 años. Yo llevo 43 pagando por un crimen que no cometí".
Treinta años antes de eso a Barbosa le habían regalado los postes de madera de Maracaná, que serían reemplazados por los de metal. En vez de guardarlos, hizo un exorcismo: los quemó en una pira para hacer un asado. Más metafísico fue Bigode que, según Teixeira Heizer cuenta en su libro, se encerró durante años, declaró: "Pensé en la muerte, sería mejor para mí."
TESTIGO
El periodista Teixeira Heizer (fallecido en 2016) estuvo presente en el Maracanazo. En el desgarrador final del partido que recoge el documental, se ve a Schiaffino llorando a moco tendido, a jugadores celestes desorientados sin saber para dónde tirar, a Varela casi arrebatando la Copa del Mundo alada al mismísimo Jules Rimet y a 200.000 espectadores enmudecidos bajando las rampas de Maracaná en un estruendoso silencio. Según las leyendas urbanas, que se vienen escuchando desde hace décadas y que alcanzan Wikipedia, "numerosos suicidios se registraron esa noche". Según los que estaban allí, como Teixeira Heizer, ni uno: "Parece que solo una persona murió y no fue a consecuencia del partido.
Es evidente que no hubo bailes ni fiestas, que los lupanares no abrieron o si lo hicieron no hubo mucho parroquiano, pero no, suicidas, no". Las crónicas se leen, se ven o se escuchan. Pero no se huelen. A no ser que lo cuente a propósito uno de los protagonistas 64 años después. Relata Teixeira Heizer: "Maracaná era inenarrable. Pero era delicado, porque eran 200.000 personas a codazos, empujándose, de todos los niveles sociales. Y que con el calor de los cuerpos exhalaban mal olor. Soñábamos con un espectáculo de ballet, un equipo que en vez de botas calzase bailarinas. Y pasamos dificultades: no había lugares marcados, era quien llegase primero, en pie y con los codos. Mucha gente no vio el partido. Y otros lo vieron a medias, porque a cada cambio de juego la gente se movía también. Tengo un gran amigo que dice haber estado en el partido, pero cambia los lugares de los goles. Yo mismo vivía al lado de Zizinho y él me contaba cosas que pasaron en el campo, que yo por delicadeza decía que sí, pero no me acordaba. Me pierdo en esa tragedia. Prefiero decir que quien fue a Maracaná pasó por etapas emocionales, más que visuales. O por terceras personas".
"Me pierdo en esa tragedia. Prefiero decir que quien fue a Maracaná pasó por etapas emocionales, más que visuales. O por terceras personas".
LA VENTANA DE LA COPA
El hall ha sido modernizado en sucesivas ocasiones, pero luce genética de la época del Maracanazo. Es como una foto de antes y después donde cambiaría el contenido de la sala gigante dentro del mismo continente: donde entonces había una mini ‘boîte’, hoy hay una mesa con ordenadores. Donde había una mesa con sillones, hoy hay sofás repartidos en cuatro ambientes, con tapices añejos. Ventiladores de techo, pero luces halógenas. Un mapa de Río amarillento, columnas de espejo y margaritas de plástico bajo una pared con arabescos de madera. La puerta es la misma, hecha en fundición, con los mismos tres escalones que terminan en la calle, el toldo neoyorkino y el parque de Flamengo, en aquella época la misma arena de la playa. Allí llegaron los uruguayos, que tardaron en volver desde Maracaná, con la Copa en la mano. Raúl Augusto, hijo del hotelero que compró el establecimiento a los dueños originales, asegura in situ que desde siempre vivió la imagen del triunfo uruguayo sin haber estado: "Allí donde se ve el mostrador, atrás, había una ventana, la que da al pasillo exterior: allí dejaron la Copa mientras la gente entraba y salía del hotel". La noche transcurrió con la alegría lógica del triunfo, pero con la contención de hacerlo en terreno enemigo, con millones de personas medio turulatas. Aún hubo tiempo de ir a festejar a la embajada y después, en el hotel. Años después, Schiaffino declaró: "Nos fuimos a las habitaciones y mandamos buscar comida a una parrilla próxima". Y recuerda alcohol y borracheras varias especialmente la de Julio Pérez, a quien tuvieron que meter bajo la ducha fría y terminó encerrado en el baño. Cuando lo fueron a sacar, Ortuño se cortó el dedo manoseando la cerradura y todo terminó ensangrentado.
Fue lo más exagerado de la noche de los campeones del mundo. Pero ¿y Obdulio? Aquí vuelven versiones contrapuestas. La leyenda cuenta que se fue a los bares de Flamengo y el centro a beber, como un anónimo, en las calles casi vacías. Otros aumentan la escena aportando lo que bebía ‘el Negro Jefe’: Samba em Berlín, un combinado de chachaça (el aguardiente de caña brasileño) con cocacola. Y luego está la versión definitiva, que explicita Ghiggia en el documental ‘Maracaná’. Según aquello, Obdulio terminó llorando y diciendo: "¿Cómo les pude hacer eso yo a gente tan buena?". El lance lo ve "improbable" el propio Teixeira Heizer. Álvaro do Cabo también lo pone en duda por sus entrevistas con Máspoli, jugador del equipo uruguayo. En la otra orilla, Andrés Varela, director del documental, se deja llevar: "Para nosotros es verdad, porque lo dice Ghiggia y también lo recoge un amigo con quien se encontró años después en Uruguay". Lo indudable es que el 50 consiguió reforzar la identidad nacional de un pequeño país encajado entre dos gigantes y que abocó a un país entonces virgen de títulos a creer en la victoria sin anticiparla: 64 años después, en los aposentos del enemigo, en la guarida de los uruguayos, ahora y no antes, pintaron una pared de azul celeste y colocaron una placa homenaje con una frase en español digna de agencia de noticias: "Aquí se hospedó la selección uruguaya en el Mundial del 50, cuando venció a Brasil por 2-1 en el partido conocido como Maracanazo". Y basta. •