La pelota de los hermanos Maradona

Maradona y su hermano mediano Hugo disputaron un amistoso con la camiseta del Granada para promocionar el fichaje de su hermano menor. El encuentro les enfrentó contra el Malmoe. Aquel legendario partido de los tres Maradona fue el comienzo de un sueño para la ciudad, y también el preludio de una fatal temporada. este relato de Andrés Neuman, narrado desde el punto de vista más insospechado pero también más importante: el de la pelota.

Relato Andrés Neuman | Ilustración Clara Prieto.- Yo nunca he sido una pelota caprichosa. Si tengo que saltar, salto. Si me tengo que chocar contra el poste, allá voy. Y si toca descansar, pues se descansa. Aquí, además, tampoco es que tengamos a demasiada gente exquisita sobre el césped. Pero esa tarde fue distinta. Esa tarde de noviembre me moría de nervios. Durante el calentamiento, rodaba mucho más rápida de lo normal. Se me iban los efectos para los lados y botaba como una loca. Los jugadores suecos ni se dieron cuenta. Llamándose Malmoe, tampoco podía esperarse nada demasiado sutil de ellos. En cuanto los vi abalanzarse sobre mí, tan rubios, fornidos y torpes, pensé: son todos guapísimos, pero ninguno es un artista. Los utilleros del club me habían lavado y lustrado enterita. Me habían inflado con esmero y hasta me habían pesado. Jamás me habían prestado tanta atención. En Los Cármenes no cabía un alfiler, la afición no dejaba de chillar y eso aumentaba mi impaciencia.

Con tanta gente aquí, pensé, Maradona y yo no vamos a tener ni un minuto de intimidad. Lo cierto es que empezó el partido y yo, entre giro y giro, entre pase y pase, miraba de reojo. Pero él siempre andaba lejos, trotando con desgana. El partido sólo era un amistoso. Y una sabía de sobra que él tenía otras pelotas más ilustres que atender. A poco de comenzar, recuerdo que se me acercó un muchacho flaco y con carita de miedo gritándome: «Vení, soy Maradona, pará, pelota, quieta, soy Maradona, venite conmigo». Pero yo desconfié desde el primer momento. Ese Maradona no podía ser el mío, el que yo andaba buscando, porque me trataba como todos y tenía el pie muy áspero. De pronto, más o menos en el minuto 20, un sueco enorme al que llamaban Palmer metió la cabezota, me marcó la piel del golpe y me vi dentro de la portería. Qué malos modos, aquel sueco: adelantarse en casa ajena no es de buena educación, y mucho menos en un amistoso. Me rescataron de las redes y me mandaron de nuevo al centro. Las patadas siguieron durante un rato, ni demasiado buenas ni demasiado malas. La cosa estaba animada, es cierto. Los muchachos me movían rápido y hasta diría que con cierto entusiasmo. Pero una, la verdad, esperaba otra cosa.

Las patadas siguieron durante un rato, ni demasiado buenas ni demasiado malas. La cosa estaba animada, es cierto. Los muchachos me movían rápido y hasta diría que con cierto entusiasmo. Pero una, la verdad, esperaba otra cosa.

Todavía no me había repuesto de la impresión del cabezazo de Palmer, cuando de pronto escuché una voz distinta, familiar, de barrio, como la voz de un novio al despertarte o la de un padre cantándole a su hija. Me di cuenta enseguida de que esta vez era él. Mi príncipe. Mi dueño. Mi galán. Supe que era Diego en cuanto me escondí debajo de su bota: a pesar de los tacos, podía notar lo blando de la planta del pie, la curva tranquila del empeine y la cosquilla de los dedos bien abiertos. No podía ser otro, porque jamás había sentido nada igual. Entonces Maradona, el verdadero, el mío, me susurró: «Hoy no voy a poder tocarte mucho, ¿sabés?, este partido es de mi hermano, ¿me entendés, pelotita?, portate bien con él, dale, sé buena, buscá un poco su pie, haceme ese favor y yo te voy a mimar como te merecés, voy a pisarte despacito, te lo prometo, pero ahora andá un rato con mi hermano, dale, tonta, estás muy linda…». Ni corta ni perezosa, más redonda que nadie, enseguida rodé toda arrobada hasta el pie del otro Maradona, que me empujó hasta la portería de los suecos para júbilo de la grada. Pero Diego no me felicitó.

 

Me hizo un guiño irresistible, como si se hubiera enfadado de broma, y en cuanto tuvo ocasión de dominarme con el pecho me dijo: «Che, pelotita, muchas gracias por el gol, eh, pero ese no era el hermano correcto, mi vida, al que yo quiero que beses es al otro, al más joven, ¿lo ves?, es un poquito atolondrado pero muy buena gente, ya vas a ver, en serio, es cuestión de acostumbrarse, dale, preciosa, andá con él, yo enseguida vuelvo, corré, corré…». Juro que lo intenté con todas mis mañas. Rodé boca arriba. Me escabullí entre las piernotas de los suecos (ay, qué piernas). Salté hasta quedarme exhausta. Lo intenté todo, pero no hubo manera de ayudar a Lalo Maradona. El pobre lo intentaba, corría como un condenado, aparecía aquí y allá, me pedía ayuda. Pero siempre acababa entregándome a un contrario o lanzándome tan desviada que ni yo misma podía remediarlo. El otro hermano, Hugo, todavía tenía un pase. Sin hacerme maravillas, por lo menos sabía dónde tocarme. Pero el pobre Lalo, nada: pura vulgaridad. Cuando yo buscaba consuelo y me acurrucaba junto al tobillo acolchado de Diego, él me tranquilizaba, me pedía paciencia y me prometía: «Seguí así, pelotita, no te asustes, va a mejorar, mi hermano, todavía es chico y le falta mundo, ¿viste?, vos seguí así tal cual y yo te regalo un córner, dale, corré, nos vemos en la esquina, besos, linda…».

 El pobre lo intentaba, corría como un condenado, aparecía aquí y allá, me pedía ayuda. Pero siempre acababa entregándome a un contrario o lanzándome tan desviada que ni yo misma podía remediarlo.

Más o menos a la mitad del segundo tiempo, mientras los Maradona trataban de engatusarme, recibí una coz del Johansson ese, o como diablos se llamara, que me dejó turulata. Ya íbamos perdiendo 1–2 y Diego se me acercó, me dejó que le lamiera la suela, me cuidó bien, me impulsó un metro, hizo un túnel, volvió a buscarme y me pidió: «Diez minutos, corazón, aguantá diez minutitos más.» Y me soltó. A esas alturas yo estaba despechada, pero decidí confiar en él por última vez y empecé a contar los pases que quedaban. Hice un intento o dos más con Lalo, sin mucha fe, pero la cosa con él seguía igual de poco romántica. La afición empezó a bajar el tono y el césped perdía brillo. Pero entonces, ay, entonces, ilusión de mi tarde, llegó el minuto 72.

 En el minuto 72 uno de los suecos, no me acuerdo si el bruto Eminovski o el ordinario Larson, hizo una falta. Y todos nuestros jugadores, el estadio, la ciudad entera, se volvió para mirar a Maradona. Al primero, al único, a mi Diego. Entonces él se acercó a paso sereno, se agachó para peinarme y me susurró: «Pelotita, mi reina, mirá, falta un cuarto de hora y vamos perdiendo, así que me parece que esto vamos a tener que arreglarlo vos y yo nomás.» Yo rodé un centímetro en señal de asentimiento y contuve la respiración, agradecida. Él apenas se alejó un paso. Y, ¿y qué decir? Fue una caricia apenas. La rosca pareció un paso de baile.

Yo rodé un centímetro en señal de asentimiento y contuve la respiración, agradecida. Él apenas se alejó un paso. Y, ¿y qué decir? Fue una caricia apenas. La rosca pareció un paso de baile.

El viaje fue de ensueño, como volar entre nubes y caer sobre plumas. Cientos de flashes me envolvieron como a una diva de ópera. Al tocar el fondo de las redes me deslicé entre ellas poco a poco, enamorada, y al quedarme dormida sentí que jamás me habían tratado así, y que nunca volverían a quererme de esa forma. Al final ganó el Granada y todo, creo que con un gol del bueno de Manolo, a mí qué me importaba. Sólo recuerdo que me desperté con el sonido del silbato y la gente enloqueció. La prensa invadió el campo. Los niños pedían autógrafos. Las banderas se agitaban. Pero yo seguía en trance. Llevaba un cuarto de hora como flotando. Cuando me quise dar cuenta y busqué a Diego, el muy donjuán ya había desaparecido por el túnel. Sé que después del partido, antes de marcharse a su reino de orondas pelotas napolitanas, Diego declaró coquetamente que se había sentido jugador del Granada durante 90 minutos. ¡Maradona, jugador del Granada! Ay, Dios mío. Aquel año intentaron darnos gato por liebre. Que si con ese apellido no puede ser tan malo.

Que si tiene su misma sangre. Que si vamos a hacer el negocio del siglo. Y así nos fue: esa misma temporada descendimos. Ahora que soy vieja, que me desinflo toda y mi cuero está ajado, todavía me parece que he vivido solamente para rodar esa hora y media sobre el césped invernal de Los Cármenes. Porque una pelota no mira el apellido sino amor del pie.