Guille Galván.- Supongo que por edad, formo parte de la generación del Mikasa, ese balón japonés de triangulitos, duro como el pedernal, con el que se jugaban la mayoría de las liguillas de los ochenta y primeros noventa. Era un balón noble, no prometía lo que no era capaz de darte. Cero marketing, cero concesión al lujo. Botaba siempre igual, mucho. Nunca se abollaba y sonaba a metal; tanto en la bota o en la cara. Casaba bien con los campos de tierra, también en asfalto con su versión futbol sala, era un balón sufrido pero firme; el menú del día de las bolas.
Si existiera un ranking, el Mikasa FT-5 estaría en un escalafón más que aceptable. Formaba parte de los balones de reglamento, que no era poco. En el cole se jugaba con pelotas, en las liguillas con balones de reglamento y en los sueños húmedos con los balones del Mundial que veíamos por la tele. Esos balones marcaban ciclos de cuatro años, como las Olimpiadas. Se les llamaba por su nombre de pila, pura metonimia. Vimos el Tango en cromos, suspiramos por los Aztecas de Maradona. Mi amigo Javi llegó a tener uno que le reglaron por su comunión. Lo guardaba en la estantería de su cuarto, como si fuera un trofeo que solo bajaba los días especiales, por si se estropeaba. Luego llegaron los Estrusco en el 90, que olían a Schillaci y los Questra, su upgrade hollywoodiense para el 94.
Balones de alta alcurnia pero con piel demasiado fina para la plaza o en los arenales en los que solíamos jugar los sábados. Agradecidos cuando había que rematar de cabeza o lanzar faltas pero sin la amortiguación de carro de combate necesaria en los pedregales. Eran caros y la mayoría de los clubes de barrio no se podían permitir tener muchos para abastecer los entrenos. Se entrenaba con Mikasa y como mucho se sacaba el de Adidas para los partidos, con esa sensación de ir perfumado el fin de semana; estaba la ropa de ir a currar y la de salir. Salvo que viniera el Madrid cadete, al que le plantabas el balón más hecho polvo que tuvieras en el parque esférico y pasabas mal el rastrillo del campo.
Con la transformación de la tierra a canchas de hierba artificial a finales de los noventa, los Mikasa fueron pasando definitivamente a mejor vida, siendo recordados como el balón popular que nunca llegó a dar el salto al profesionalismo, ese chaval que sonaba para un grande, que estaba en boca de todos pero jamás llegó a debutar en primera.
Con su extinción a gran escala también desapareció el balón duradero de serie B. Los campos se estandarizaron, evidentemente para mejor, y las pelotas pasaron a ser todas similares, jugaras donde jugaras. El modelo profesional también servía, gracias a las réplicas, para las para las pachangas de los amigos y para regalar en los cumpleaños. Dejó de haber distancia entre la realidad y el anhelo.
Parte de culpa la tuvo el cambio de la temporada 96/97, bautizada a bombo y platillo como Liga de las Estrellas, que metió a Nike en la fiesta. La marca nos coló un globo sin peso que hacía unos extraños del diablo. Nike fue muy hábil introduciendo la obsolescencia programada en los balones y la necesidad de renovarlos cada curso como si fueran los filtros del aire acondicionado del coche. La primera norma para no encariñarse con algo es no ponerle nombre. Lo que no se nombra no existe, o por lo menos, no se extraña. Puede ser sustituido permanentemente en la sección de deportes sin heridas emocionales porque es un balón sin posibilidad de historia; al año siguiente te hará comprar otro. No habrá tiempo de desearlo, tampoco de echarlo de menos. Desde entonces, el balón la Liga no ha seguido el ciclo de las pelotas mundialistas ni ha repetido balón dos temporadas seguidas. Tampoco ha estado en la lista de Reyes Magos más de un curso. Era blanco con el logo de la marca en gigante. Lo identificaron como NK GEO 350, como si fuera el código de un clon de Star Wars. Un balón diseñado para jugar los lunes. ¡No fastidies! ¿Alguien lo llamó alguna vez por su nombre? •