La Quinta del Buitre: 'El ojo clínico de los maestros'

El Real Madrid regresa a la Liga de Campeones apelando al espíritu de las grandes noches europeas del Bernabéu. El periodista Julio César Iglesias publicó hace 35 años un artículo en ‘El País’ elogiando a una generación de jóvenes que agrandaron la leyenda del club blanco. El texto, que reproducimos a continuación, marcó una época fotografiada por Raúl Cancio. Una historia de cantera y gran periodismo deportivo.

Texto Luis Miguel Hinojal | Fotografía Raúl Cancio.- Hubo un tiempo en el que ese lugar donde ahora violan el horizonte norte de Madrid cuatro imponentes rascacielos olía a hierba, a barro y a sueños de gloria. Bajo la austeridad y el frío polar de la vieja Ciudad Deportiva del Real Madrid trabajaba un pequeño ejército de operarios cualificados. Por algo llamaban “La Fábrica” a su lugar de trabajo. Eran personas que fueron transmitiendo un estilo propio de hacer las cosas entre las distintas generaciones de técnicos de la cantera madridista. Miguel Malbo fue el pionero en diseñar, allá por los años 50, una infraestructura y unos métodos de trabajo que luego aplicaron durante décadas los técnicos de la cantera madridista. Gente como Alberto García Collado, Vicente Del Bosque, Antonio Mezquita y muchos otros más que gestionaron durante muchos años la más prolífica factoría de jugadores del fútbol español.

Alérgicos a cualquier foco que no fuera el de los campos de entrenamiento, cuidaron con esmero, cariño y una extraordinaria capacidad de trabajo la formación de cientos de jugadores, sin olvidar que detrás del futbolista existe también una persona que está creciendo. La cabeza que ilustra la portada del presente número de Líbero tiene todavía hoy registrados en su privilegiada memoria los nombres, posiciones e incluso clubes de procedencia de cientos de chavales que pasaron por ese lugar. Un ínfimo porcentaje de ellos llegaron al primer equipo del Real Madrid o a su celebrada selección nacional. Los técnicos del fútbol base del Real Madrid siempre creían en la fuerza de la juventud y en el producto autóctono cuando el club miraba lejos de la Castellana para enderezar su rumbo o paliar los efectos de alguna crisis deportiva puntual. Y en los primeros 80 los gestores de la cantera blanca recibieron el mayor de los reconocimientos posibles: La eclosión de una camada de jugadores tan diferentes como complementarios y brillantes que iban a modificar radicalmente el panorama del club y de todo el fútbol español, que pasó de jugarse con pelotazos en blanco y negro a descubrir el juego a todo color, enterrando para siempre el dañino mito de la furia.

La eclosión de una camada de jugadores tan diferentes como complementarios y brillantes que iban a modificar radicalmente el panorama del club y de todo el fútbol español

Trascendieron lo futbolístico para convertirse en un fenómeno social mientras todo el país trataba de asimilar los complejos tiempos de la transición política. Pero no fue sólo “La Quinta” la que inició esa revolución. También periodistas con ojo clínico como Julio César Iglesias. Un tipo que ha hecho de la insistencia una bandera y de la curiosidad una forma de vida. Eso le lleva a interesarse por igual en el último garoto habilidoso que comienza a pelotear en cualquier estadio del litoral de Sao Paulo que en cualquier chico de provincias que aterriza en el sistema de formación del Real Madrid. Y lo hace antes y mejor que nadie. Su mérito no es menor. Al fin y al cabo descubrió y bautizó a “la Quinta” mientras lidiaba con los nuevos ministros socialistas o cualquier bomba de ETA dinamitaba vidas y a la vez la escaleta de sus programas vespertinos en RNE. Y para ilustrar los cambios, en política, en fútbol o en cualquier ámbito de la vida, nada mejor que la mirada de Raúl Cancio armado con su sabiduría y su vieja Leica. Nadie supo captar como él esa extraña figura de Butragueño congelando el tiempo en el área mientras los defensas se rendían hipnotizados. Los técnicos del Madrid le pusieron paciencia al asunto. Los periodistas nombre, imagen y jerarquía de leyenda a un grupo de futbolistas irrepetible que representa el génesis del cambio más importante.

AMANCIO Y LA QUINTA DEL BUITRE

Artículo de Julio César Iglesias publicado en
‘El País’ el 14 de noviembre de 1983.

Castilla Club de Fútbol, esplendor en la hierba Si el fútbol fuese una ciencia exacta, el éxito del Castilla sería sólo una igualdad matemática: con la jornada de ayer, quince puntos, cinco positivos, veinticinco goles a favor, once en contra. Si el fútbol fuese únicamente una ciencia, el éxito de Butragueño, delantero centro titular, sería un simple dato numérico: quince goles en once partidos. La serie goleadora de Butragueño, El Buitre, es una muestra de calidad personal y es también el resultado de una suma de esfuerzos. Detrás de El Buitre están el trabajo de un entrenador con imaginación, Amancio Amaro, míster AA, y el ingenio colectivo de Michel, Pardeza, Sanchís y Martín Vázquez. Una promoción a la que los hinchas comienzan a llamar La quinta de El Buitre. Las primeras noticias sobre El Buitre datan de hace dos años y de un trofeo Santiago Bernabéu. Aquélla era una tarde cubierta de estaño, estaño fundido, cuyas últimas luces llegaban, divididas, desde las azoteas de los edificios más próximos. A las siete de aquel miércoles de cerveza y fundición, los cronistas comenzaban a deslumbrarse con cierto Taland, un holandés berrendo en surmoluqueño que llevaba el balón con ceremonia, como si fuese un pastel de cumpleaños.

Una vez en área, le enseñaba el pastel al defensa, y en el último momento lo escondía con el donaire de un prestidigitador. Luego bajaba la cabeza como si quisiera recoger los aplausos en el hoyo del cogote. Uno a cero gana el AZ al Real Madrid juvenil. Faltan quince minutos. Pero en aquella tarde metálica los ojeadores descubrirían un segundo fenómeno: para responder al holandés berrendo en surmoluqueño, Grande, el entrenador local, sacó a un extraño chico dotado de una tosca figura de repartidor. Tenía la espalda recta, las piernas robustas y cortas, y los brazos, largos y pendulares. Por si fuera poco, estaba rematado por una cabecita poliédrica cuyo punto de fuga era una nariz triangular. Como contrapartida, no tenía un pelo de tonto; alguien, seguramente un aprendiz, le había rapado al cero. Aquel tipo se llamaba Emilio Butragueño. Cuando recibió el balón, las cosas cambiaron radicalmente. Dio un toque para controlar, levantó la cabecita, vio un hueco entre los defensas y metió un pase que era medio gol. Unos minutos después se había confirmado como un virtuoso del juego corto, uno de esos seres nacidos para la picardía de los salones de palacio. En el último minuto empató el partido. “Ni un pelo de tonto”, reconocieron los escépticos. Muchos meses más tarde, aquel tipo microcéfalo reaparecía en el Real Madrid de Tercera División, antes llamado el amateur. El partido se jugaba en la Ciudad Deportiva. Había mucho público. En aquella fría mañana de estaño y limonada los chicos no lograban hacer un gol. A última hora llegaron al graderío dos desconocidos, seguramente dos locos. Eran bajitos, barbudos y medio incendiarios, y venían hablando de Butragueño. Decían que era un hombre de cinco velocidades.

Aquel tipo se llamaba Emilio Butragueño. Cuando recibió el balón, las cosas cambiaron radicalmente. Dio un toque para controlar, levantó la cabecita, vio un hueco entre los defensas y metió un pase que era medio gol.

Sabía jugar a la carrera y tenía la plusvalía de una quinta marcha. Cuando faltaba un minuto, El Buitre recibió el balón. En el círculo central metió la primera, en la demarcación de medios volantes la segunda, en línea de media luna la tercera, y en la línea frontal la cuarta. Los dos desconocidos empezaron a gritar “¡la quinta, Buitre! ¡La quinta!” Fuera por prodigio o por casualidad, El Buitre dio un definitivo acelerón, se presentó ante el portero y disparó suavemente hacía la izquierda. Más que una jugada, aquel lance fue una conversación de El Buitre consigo mismo. Un monólogo que sólo podía terminar en gol. Desde entonces El Buitre ha demostrado mil veces en el Castilla que la distancia más corta entre dos puntos no es la línea recta. Avanza en zigzag, o más exactamente, en zigzag y plata, como el relámpago. Su picado en el área es un flash, una explosión de luz rápida y deslumbrante. La quinta de “El Buitre” Sin embargo, la ascensión de El Buitre ha sido un fenómeno asociativo; su juego y sus goles han sido posibles gracias a la rara coincidencia de una emoción popular, de un gusto de la hinchada por la fantasía, y de una quinta de extremos fulgurantes y mediocampistas finos y geométricos. Los goles de El Buitre son cosa de Fuenteovejuna. De todos a una. Todo empezó un jueves, a quinientos metros del casino de Montecarlo. Se disputaba la final del torneo juvenil Príncipe de Mónaco de selecciones nacionales, un campeonato de Europa oficioso.

Había participado la selección española, y uno de sus jugadores, Miguel González, Michel, era designado mejor futbolista del año. Se rumorea que en la entrega de premios a la princesa Carolina se le cayó la pamela en presencia del joven interior izquierda, y que a Philip Junot se le empezó a caer Carolina. Tal episodio es, sin duda, un bulo con el que los cronistas quisieron reflejar su deslumbramiento ante los pases de Michel al espacio libre, ante su imaginativo juego de estudiante. “La imaginación, al poder”, dijeron los rezagados del Mayo francés; “La imaginación, al Castilla”, dijeron los aficionados madridistas que pretendían tomar por sorpresa los cuarteles de invierno de la vieja guardia. Pasaron el tiempo y los partidos. Hoy, con veinte años, Michel, capitán y líder del equipo, ensaya algunas viejas suertes olvidadas en los desvanes del Mundial de México; Junot se está quedando calvo, y la princesa Carolina deja caer su pamela ante Guillermo Vilas y Roberto Rossellini. A la sombra de Michel comenzó a crecer Miguel Pardeza en los valles planos del estadio Santiago Bernabéu. Había venido de algún lugar de Huelva. Tenía la sagacidad de los linces de Doñana y, sobre todo, su misma rapidez. Para Pardeza, el gol es, antes que una jugada, un presentimiento.

Tiene, como su compañero El Buitre, un pálpito especial que le permite situarse en el punto exacto, justo un segundo antes de que el balón haya llegado hasta allí. Luego toca, amaga, vibra y se esfuma entre los defensas como un muñequito electrónico. A la vista de su baja estatura, de su juego entre cósmico y tercermundista, los aficionados sospechan que no es únicamente una modesta versión de Maradona y una versión superior de Pato Yáñez; podía ser muy bien una mutación de Amancio y Johnstone; tal vez un ordenador japonés de bolsillo. Hasta ahora ningún defensa ha logrado tomarle el programa, y en Segunda División comienza a rumorearse que, de noche, todos los gatos son Pardeza. Meridiano de “Greengoal” Detrás de él, más bien hacia el centro, se mueve Lolo Sanchís. Seguramente nació por primera vez cuando su padre le hizo un gol agónico a Suiza en el mundial de Londres. Aquel Sanchís de tupé, barro y medias caídas se alzó del suelo gritando gol y soñando con una perpetuidad llamada Lolo.

Tiene, como su compañero El Buitre, un pálpito especial que le permite situarse en el punto exacto, justo un segundo antes de que el balón haya llegado hasta allí

Hoy Lolo tiene dieciocho años, una especie de ceja única, como de Polifemo, y es un niño terrible. Si estás en el equipo contrario, te persigue, te quita el balón, te pasa por encima, se escapa, y mata al portero de un disparo a bocajarro. Es muy malo, muy peligroso y muy positivo, y lleva una crónica negra escrita en la frente. Si no se regenera pronto, podría convertirse en uno de los mejores medios-matraca de Europa, borrar la memoria de Nobby Stiles y Bobby Moore, y aburrir a Sócrates, Falcao, Antognoni y otros sabios de Grecia en el Mundial de 1986. Si Dino Zoff decide volver, peor para él. Porque dicen los augures que el próximo grito de la hinchada será “¡Mata, Sanchís!” Los cambios de juego hacia la izquierda suelen comenzar en Martín Vázquez. Como su amigo y protector Ricardo Gallego, aprendió en un colegio de frailes. Es, sin duda, la nueva frontera del fútbol. Tiene el ascetismo seco y disciplinario de los trapenses y el misticismo barroco de las carmelitas. Vive sin vivir en él, es decir, se desvive. Pero lo hace jugando al primer toque, o conduciendo con prudencia el balón, o persiguiendo al enemigo con la tenacidad de los peregrinos. Tiene la disciplina de Overath, la paciencia de Gárate, la solidez de Gerson y la fantasía mediterránea de don Manuel Velázquez Villaverde, duque de la Menta. Hay una línea imaginaria, un meridiano de Greengoal, que une Wembley con Maracaná a través de Chamartín y del Camp Nou. Pasa por Rafael Martín Vázquez.

De repente, Martín Vázquez, la próxima gran figura de la fiesta, centra con la parte exterior del pie, controla Michel, toca, ¡top!, hacia la derecha, recibe Pardeza, quiebra, pasa hacia el punto de penalti, llega Butragueño, desvía hacia la izquierda. Gol, goool. Gol de El Buitre. Catorce goles en diez partidos. Hace mucho tiempo Alfredo Di Stéfano tenía hilo directo con el Olimpo. Hoy debe tenerlo con las brujas de Macbeth y con el espíritu de Maquiavelo, como lo tuvo cuando volvió a River Plate. Allí, Beto Alonso estaba indispuesto; Fillol quería irse; Pasarella pensaba en Italia, y Tarantini, en su mujer, la vedette Pata Villanueva. Don Alfredo llamó a la última promoción de juveniles del club, a la quinta de Clausen y Vieta. Y ganó el campeonato. Si los augures no se equivocan, ahora tiene diez minutos, acaso dos o tres partidos de Liga, para movilizar a la quinta de El Buitre. Para llamar a la imaginación, a la disciplina y a la calidad. Tal vez así no logre ganar el campeonato, pero algunos hinchas recordarán el espíritu aventurero de Old Trafford y dirán: “El viejo don Alfredo ha vuelto a ser Di Stéfano".

*artículo publicado en nuestro número seis.(otoño 2013)