La soledad de la portería coqueta

Guille Galván, guitarrista y compositor de Vetusta Morla, imagina con melancolía la vida que hubiera anhelado una portería abandonada entre Chile y Argentina. Una meta que en complicidad con la red se dispone a seducir al goleador más atrevido.

Guille Galván.- Carne de potrero en la frontera entre Chile y Argentina. Tierra mapuche con los Andes al fondo, soltando lastre tras el deshielo primaveral. Le concedieron un último deseo antes de ser abandonada quién sabe por cuánto tiempo. Y pidió que la vistieran con su traje de baile, para que la recordaran siempre en domingo, como los generales y sus insignias o las astas abrazadas a sus banderas. La portería asumía el olvido, aunque no la desnudez. Y es que temía ser descubierta incompleta por alguna pelota necesitada de gol, o un arquero con síndrome de nido vacío. Clavada en la tierra, le preocupaba no dar la talla como anfitriona en un hipotético súper clásico inesperado entre cursos superiores del colegio de algún pueblo cercano.

 La portería asumía el olvido, aunque no la desnudez. Y es que temía ser descubierta incompleta por alguna pelota necesitada de gol, o un arquero con síndrome de nido vacío. 

Todo balón tiene prometido su “fondo de las mallas” y, sin ese arrullo, muchos prefieren quedar fuera o chocar contra el poste antes que atravesar tres tubos sin resistencia, rumbo a ninguna parte con la dejadez de un abrazo hueco o de esas manos flácidas en los apretones de compromiso. Y sin gol, ¿qué es una portería más que una sala de espera permanente?. Y así sucedió; tras la soledad inicial, la meta se prolongó con una red bien tersa con la que compartiría en adelante condición de eremita. Ambas podían sacar pecho y esperar la llegada de algún pelotero solitario, quizás un gol regate, una pachanga de barrigones en el mejor de los casos. Pero pasaron los días, semanas, meses; años tal vez sin catar disparo. Tanto tiempo que ahora era la red quien no se sentía bien. Empezó a experimentar cierta ansiedad por ser rozada, incluso sorprendida con violencia. Por eso inició un tímido avance desde su trinchera hasta la línea de meta, cambiando rigidez por sinuosidad y enredo.

 Y así sucedió; tras la soledad inicial, la meta se prolongó con una red bien tersa con la que compartiría en adelante condición de eremita.

Paso a paso, de puntillas, igual que las barreras a la espera del pitido arbitral. Lo hacía por las noches, sin que palos y larguero se dieran cuenta del acecho hasta que, convertida en tela de araña, la red se colgó de travesaño y escuadras, hilvanando todos los ángulos imposibles de los tantos por llegar. La cola de un vestido de novia mal recogido a los pies de la línea de gol. Pura provocación. Intentos de llamar la atención, sin más. Pero tampoco funcionó, ni rastro de pelota, ni rastro de nada. Yo estuve pasando por allí varios días y fui testigo de la evolución de lo que cuento. En mi última visita me acompañó un antiguo profesor de la escuela local y señaló con el dedo el roto que había en la esquina. Sorprendido, me preguntó si había estado jugando esa tarde en ella; allí no vivía nadie durante las vacaciones. Yo negué con la cabeza. Él volvió a sus asuntos. Entonces saqué esta foto, convencido de que había sido la propia red, en asociación con la portería, la que había decidido descolgarse el tirante del vestido y enseñar el camino hacia su hombro desnudo en un intento desesperado por llamar la atención y seducirme mostrando su escuadra derecha. •