Javier Szlifman.- ¿Cuánta violencia puede aparecer alrededor de un estadio? ¿Cuántas muertes caben dentro de un encuentro de fútbol? ¿Cuánto dolor es capaz de soportar la pelota? Cualquier tipo de imaginación alrededor de una tragedia futbolística resultaría escasa comparada con los hechos sucedidos hace 55 años, el 24 de mayo de 1964, en el Estadio Nacional de Lima. Sucesos trágicos que dejaron como resultado al menos 328 muertos y más de 500 heridos, mientras las selecciones juveniles de Perú y Argentina luchaban por la clasificación a los Juegos Olímpicos de Tokio. El combinado argentino estaba integrado por destacados futbolistas como el arquero Agustín Cejas y el defensor Roberto Perfumo. Llegaba al encuentro ante el equipo local con cuatro triunfos consecutivos, por lo que de alcanzar una nueva victoria se aseguraría el pasaje a Tokio.
Perú sumaba dos triunfos y un empate, por lo que necesitaba con urgencia una victoria. Más de 45.000 personas poblaban las tribunas. El equipo peruano tomó el control del juego desde el inicio pero no pudo marcar. El primer tiempo del partido presentó escasas oportunidades de gol. En la segunda parte, los argentinos se adelantaron en el campo. A los 18 minutos, un saque de esquina argentino fue mal rechazado por el portero peruano Barrantes y el argentino Néstor Manfredi remató para anotar el primer gol del partido. Perú tomó las riendas del encuentro para buscar la igualdad. A los 35 minutos, el defensa argentino Horacio Morales intentó despejar, pero la pelota rebotó en el pie del peruano Víctor “Kiko” Lobatón y viajó al fondo de la red. Sin embargo, el árbitro uruguayo Ángel Eduardo Pazos anuló la jugada por falta del delantero local. Siguieron entonces airadas protestas de los peruanos y de los hinchas, aunque el juego continuó. Pero a los 40 minutos comenzaron los incidentes que terminarían en tragedia.
Sucesos trágicos que dejaron como resultado al menos 328 muertos y más de 500 heridos, mientras las selecciones juveniles de Perú y Argentina definían la clasificación a los Juegos Olímpicos de Tokio.
Un hincha apodado el “Negro Bomba”saltó al césped para agredir al árbitro. La policía lo detuvo, pero luego otro aficionado dentro del campo de juego quiso agredir al árbitro con el cuello de una botella. Entonces el juez decidió dar por terminado el partido por falta de garantías. Los hinchas comenzaron a arrojar botellas, piedras, butacas y otros elementos al campo de juego, mientras prendían fuego las instalaciones de madera de las tribunas. Como muchos fanáticos querían ingresar al campo, la policía soltó a sus perros y lanzó gases lacrimógenos hacia las gradas, lo que provocó un desbande general. Miles de hinchas se dirigieron entonces hacia las salidas del estadio, pero muchas de ellas estaban cerradas, especialmente aquellas del sector norte. En medio del desastre, muchas mujeres y niños cayeron al suelo y los fanáticos pasaron por encima de ellos, provocando heridas o la muerte.
PORTADA Así títulaba la prestigiosa revista argentina 'El Gráfico'
Los gritos de ayuda fueron en vano. La mayoría de los muertos se produjo en las puertas 10, 11 y 17. Una buena parte de las víctimas murieron aplastadas, muchos otros fallecieron por asfixia. Cuando los accesos se abrieron, la tragedia ya se había consumado. Sin embargo, no todo quedaría allí. Afuera del estadio se incendiaron una decena de autos y autobuses, se produjeron saqueos y fueron atacados edificios, iglesias y oficinas. La policía volvió a disparar y se estima que allí también se produjeron víctimas por las balas de las fuerzas de seguridad. Los fanáticos, los médicos y la policía comenzaron a recoger los cuerpos en medio de una leve llovizna. La agencia AP informó que incluso algunos hinchas robaron pertenencias de las víctimas en medio de la tragedia. Después del partido, muchas personas se agolparon en las puertas de los hospitales y comenzaron a gritar contra la policía. Portavoces del gobierno peruano atribuyeron los incidentes “a la exaltación de algunos espectadores que invadieron el campo de juego”. En su edición del día siguiente, el periódico El Comercio calculaba que el 80% de los muertos fueron adultos hombres, la gran mayoría de ellos jóvenes, de entre 18 y 22 años; que el 10% fueron niños y otro porcentaje similar, mujeres.
La agencia AP informó que incluso algunos hinchas robaron pertenencias de las víctimas en medio de la tragedia. Luego del partido, muchas personas se agolparon en las puertas de los hospitales y comenzaron a gritar contra la policía
El gobierno nacional declaró 7 días de duelo, canceló todos los actos oficiales y promulgó una ley que suspendía las garantías individuales por 30 días. El diputado peruano Genaro Ledesma, del Frente de Liberación Nacional, solicitó que el árbitro Pazos sea inhabilitado de por vida y que se anule el partido. No tuvo eco en su reclamo. Además, se lanzó una colecta nacional patrocinada por la iglesia católica para ayudar a los familiares de los fallecidos. Los entierros de las víctimas fueron acompañados por miles de personas. El llamado “Negro Bomba”, que comenzó los incidentes, se llamaba Víctor Malesia Vazquez, y era un barra brava conocido de la época. Poco tiempo antes había irrumpido en el terreno de juego en un encuentro de Alianza Lima y generados desmanes en otros dos partidos de la selección peruana. Fue detenido por la Guardia Civil dos días más tarde, junto a otras 50 personas. “Yo ordené lanzar bombas lacrimógenas a las tribunas. No puedo precisar cuántas. Nunca imaginé las nefastas consecuencias”, afirmaría luego el comandante Jorge de Azambuja, a cargo de la seguridad del Estadio. Tras los incidentes, el torneo preolímpico fue suspendido y Argentina fue proclamado campeón.
El partido pendiente entre Brasil y Perú, para determinar el otro clasificado a los Juegos Olímpicos, se jugó pocos días más tarde en Rio de Janeiro, donde los locales se impusieron por 4 a 0. El comandante Azambuja recibió una condena de apenas 30 meses por los hechos ocurridos en el Estadio Nacional de Lima. El juez Benjamin Castañeda fue uno de los encargados de investigar los hechos. Años después, concluyó en su informe judicial que la investigación del Gobierno no reflejaba el número real de víctimas, ya que allí se omitieron aquellos que murieron por disparos de la policía. Castañeda señaló al ministro de Gobierno, Juan Languasco, como el verdadero responsable de la tragedia. El funcionario, que se encontraba en el estadio durante el encuentro, nunca se enfrentó cargos en su contra. En la madrugada posterior al partido, 25 presos se fugaron del Palacio de Justicia.
Años después, concluyó en su informe judicial que la investigación del gobierno no reflejaba el número real de víctimas, ya que allí se omitieron aquellos que murieron por disparos de la policía. Castañeda señaló al ministro de Gobierno, Juan Languasco, como el verdadero responsable de la tragedia.
La versión que entonces circuló en Lima fue que esos detenidos ayudaron a enterrar cadáveres en una fosa común en la zona del Callao, aunque el rumor nunca fue confirmado. 1964 fue un año turbulento para la sociedad peruana. Los precios de los alimentos se dispararon y la sociedad se movilizaba. En aquel tiempo, se registraron huelgas de trabajadores bancarios, metalúrgicos y universitarios. También se produjeron levantamientos de campesinos en zonas andinas y fue el tiempo donde surgieron los primeros movimientos guerrilleros. Crecieron las migraciones internas del campo a la ciudad y fue especialmente en Lima donde surgieron barrios marginales, con miles de personas que habitaban viviendas precarias y no encontraban trabajo.
En este contexto, el juez Castañeada declararía años después que la tragedia de Lima no fue producto de un simple error de un policía, sino parte de un plan represivo llevado adelante por el gobierno del presidente Fernando Belaúnde, que había adquirido recientemente las bombas lacrimógenas que se arrojaron en el Estadio Nacional para contener las crecientes protestas. Tras el partido, Ernesto Duchini, el entrenador argentino, declaró ante la prensa: “Ansiaba la victoria, pero a este precio hubiera preferido la más humillante de las derrotas”.