'La última pachanga', por Pedro Zuazua

Hay aspectos que marcan lo entretenida que puede llegar a ser una pachanga: la igualdad, la competitividad o el reparto equilibrado de talento y físico son algunos de ellos. Y, por encima de todos, está el hecho de que se llegue al final con un empate que obligue a plantear que el primero que marca, gana.

Pedro Zuazua.- Puede que no lo supiéramos, pero la jugamos como si fuéramos conscientes de ello. Diría que era el año 96 o 97. No estoy seguro. Creo que era una viernes. Lo digo con relativa confianza porque a medida que avanzaba la tarde se iban sumando nuevos jugadores. Los primeros fuimos los que o bien ya estábamos en Ribadesella o los que residían en Asturias. Los últimos, los que llegaban de Madrid o Barcelona.

No sé muy bien cómo empezó. Seguramente igual que empezaban casi todas las pachangas de playa. Alguien cogía una pelota y le preguntaba a otro alguien si daban unos pases. A los pocos minutos, el hipnótico ir y venir del esférico ejercía un extraño influjo sobre todas las personas allí presentes (sobre todas las personas con interés por el fútbol, se entiende) y el rondo se iba ampliando.

La única parte formal se reservaba para el momento de medir la extensión de las porterías. Dos personas, una de cada equipo, cruzaba el terreno de juego para extender sus pies de poste a poste y comprobar que todo estaba en orden. El campo, por cierto, empezaba siendo pequeño y terminaba en algo kilométrico.

Cuando el número de piernas crecía hasta una cifra medianamente decente -y, muy importante, par- una voz sugería jugar un partido. El inicio era un buen test para diferenciar a los tipos de jugadores. Había quien hacía obras de ingeniería. También quien levantaba un leve montículo casi imposible de distinguir entre la arena. No se sabe aún si aquello correspondía o no a una estrategia, pero centenares de goles se fueron al traste en el momento en el que se levantaba la vista para enfocar la portería rival y, por delante, no había más que horizonte.

La única parte formal se reservaba para el momento de medir la extensión de las porterías. Dos personas, una de cada equipo, cruzaba el terreno de juego para extender sus pies de poste a poste y comprobar que todo estaba en orden. El campo, por cierto, empezaba siendo pequeño y terminaba en algo kilométrico. Era la única manera de asumir la cantidad de gente se que iba sumando al partido. A muchas de esas personas no volverías a verlas. Era curioso que, al final del partido, los jugadores que no iban directamente a darse un baño, salían hacia sus lugares de origen, marcando trayectorias diagonales que abarcaban casi toda la playa.

TOALLAS
Los únicos límites físicos estaban en la zona de las toallas y en el mar. Existía una suerte de pacto no escrito según el cual no ibas a presionar ni cuando el balón caía en la zona en la que la gente descansaba -a veces te aprovechabas un poco la situación, para descansar o ganar espacio-, o cuando el balón caía en el mar. Aunque también es verdad que, dentro de la simplura de la adolescencia y la niñez masculina (no como ahora con 40, que somos mucho más serios y formales), en ocasiones íbamos todos allí, a forzar una melé de piernas dando patadas a un balón que apenas avanzaba por el agua, porque nos hacía gracia la situación. Y también nos refrescaba.

Pero todo esto, querido lector, usted ya lo sabe. Habrá jugado o habrá visto numerosos partidos en la playa. Yo le estaba contando mi última pachanga. Sigo.

Hay aspectos que marcan lo entretenida que puede llegar a ser una: la igualdad, la competitividad o el reparto equilibrado de talento y físico son algunos de ellos. Y, por encima de todos, está el hecho de que se llegue al final con un empate que obligue a plantear que el primero que marca, gana.

Todo el proceso relatado anteriormente se fue produciendo de forma gradual aquella tarde de julio de un año que no recuerdo bien. Al partido se fueron sumando, incluso, los menos futboleros de la pandilla. Estaba siendo una pachanga divertida. Hay aspectos que marcan lo entretenida que puede llegar a ser una: la igualdad, la competitividad o el reparto equilibrado de talento y físico son algunos de ellos. Y, por encima de todos, está el hecho de que se llegue al final con un empate que obligue a plantear que el primero que marca, gana. Así llegamos aquel día al tramo final en la playa de Santa Marina. Empezaba a anochecer cuando alguien decidió plantear el límite. Subimos todos un punto la intensidad. No sé cuánto duró aquel tiempo extra, pero lo recuerdo con mucha nitidez. Allí, en aquel momento, se estaban mezclando varios detalles que destilaban una sensación única: un partido de fútbol en la playa con amigos, con todo el verano por delante, con toda la vida por delante. Y, sin embargo, estábamos jugando como si no hubiera nada más.

RIBADESELLA» La playa de Santa Marina. 

Recuerdo la alegría con la que se celebró el gol ganador. A algunos amigos extendiendo los brazos mientras corrían, al estilo en el que el brasileño Ronaldo celebraba los tantos. Recuerdo los pies rojos, rozados por la arena. Recuerdo el sudor. También el baño que nos dimos después, muertos de risa y de felicidad. Casi en plenitud.

Lo recuerdo porque fue la última pachanga de verdad (qué concepto, pachanga de verdad) que jugué en la playa. También seguramente el día en que dejamos definitivamente atrás la niñez.

Y, no me pregunten por qué, pero creo que todos los que estábamos allí lo sabíamos. Por eso la disfrutamos y la vivimos tanto. •

*Ilustración de apertura de Pau Valls.